Seis meses después no existe ningún indicio de que la derecha esté utilizando el poder político recién adquirido para ayudar a solventar la crisis.
Han pasado seis meses desde que la derecha ganara las elecciones legislativas de Venezuela, tiempo suficiente para realizar una aproximación bastante exacta de cuáles son sus objetivos y qué estrategias pone en práctica para lograrlos.
Su única meta sigue siendo la aniquilación del chavismo como opción política y en esto su actuación en este 2016 es coherente con la que lleva manteniendo desde que Hugo Chávez ganara las elecciones en 1998. Es importante precisar bien este punto. No se trata de derribar al Gobierno de Nicolás Maduro. El objetivo principal es la completa desaparición de un sistema que ha demostrado ser una alternativa válida al neoliberalismo y, por tanto, una amenaza real a la tasa de acumulación del capital. Ese objetivo se extiende al resto de Latinoamérica y es bajo esta clave que hay que interpretar hechos como el golpe de Estado contra Dilma Rouseff. Se permite que diferentes partidos disputen el sistema pero no se tolera otro sistema.
Es obvio que el principal mensaje con el que la oposición concurrió a los pasados comicios legislativos era un ardid para atraer votos. La Mesa de la Unidad Democrática (MUD) pidió el apoyo de la población para mejorar la situación económica. Su lema de campaña era la promesa de que la cola para ir a votar sería la última que tendrían que hacer los venezolanos, en referencia a las colas para adquirir productos básicos.
Seis meses después no existe ningún indicio de que la derecha esté utilizando el poder político recién adquirido para ayudar a solventar la crisis. Los llamamientos de Maduro para trabajar conjuntamente en beneficio de las mayorías populares han sido rechazados con desdén. La mayoría derechista de la Asamblea vetó el decreto de Emergencia Económica propuesto por el Ejecutivo para poder tomar medidas rápidas y urgentes y sólo la intervención del Tribunal Supremo de Justicia permitió que saliera adelante. Tampoco se vislumbra la colaboración del gran empresariado, afín a la derecha o controlado directamente por los políticos opositores. Es la táctica del «cuanto peor, mejor».
Pero esta estrategia tiene un punto débil. Muchas personas que dieron su voto a la oposición con la esperanza de que se dedicara a tratar de mejorar la economía se sienten defraudadas. Es un voto prestado, volátil, que ha recalado en la MUD urgido por la crisis pero que en cualquier momento puede variar si no ve satisfechas sus expectativas.
La derecha es consciente de esta sangría de respaldos. Por eso en los últimos días ha intensificado los intentos de presión sobre el Gobierno de Maduro con la organización, prácticamente semanal, de manifestaciones. El objetivo no es sacar a las calles a millones de personas descontentas, algo por lo demás imposible puesto que en los últimos tiempos se viene demostrando su nula capacidad de convocatoria. Las imágenes hablan por sí mismas. Los medios de comunicación, en un vano intento de otorgar credibilidad a supuestos actos masivos, difunden fotografías y vídeos de primeros planos y planos medios, prestando especial atención a cualquier conato de enfrentamiento entre policía y manifestantes. No verán ninguna toma cenital ni ningún gran angular. Se oculta que las marchas apenas reúnen a unos cientos de personas.
El verdadero propósito de esa agenda es fabricar un clima de desestabilización y caldear el ambiente hasta el extremo, ante el temor de que los apoyos en las urnas, en un eventual referéndum revocatorio o en unas elecciones presidenciales, no sean tan mayoritarios como pregonan, máxime cuando han sido incapaces de reconducir la situación económica siquiera un mínimo, tal y como prometieron en la pasada campaña. Con esta incertidumbre, la oposición necesita de forma imperiosa una salida alternativa a unos comicios.
En la construcción de este supuesto escenario de un pueblo entero que adversa a un Gobierno que se encastilla en el autoritarismo no sólo es fundamental el concurso de la enorme potencia de fuego mediática del capitalismo. También es necesaria la colaboración de gobiernos, líderes políticos extranjeras e instituciones de gobernanza del capital, evidenciando así el mismo objetivo compartido de acabar con cualquier tipo de propuesta política alternativa.
En estos momentos, España ha asumido el protagonismo de la presión exterior. Le conviene a su ya agonizante sistema construido tras la muerte de Franco. La principal amenaza se llama Podemos, máxime tras la alianza con Izquierda Unida y otras fuerzas progresistas. Todas las encuestas sitúan a esta coalición como segunda de cara a las elecciones generales del próximo 26 de junio, superando al Partido Socialista (PSOE), una de las patas del bipartidismo que ha hegemonizado la vida política española en los últimos cuarenta años.
Podemos es el enemigo a batir y para ello nada más eficaz que relacionar a su liderazgo con el chavismo, al que previamente se ha demonizado con una campaña de difamación pocas veces vista. Venezuela ocupa un espacio desmesurado en los medios de comunicación españoles, siempre con un sesgo negativo hacia el gobierno y con unas informaciones que constituyen una amalgama de medias verdades, medias mentiras y absolutas falsedades.
Es en este contexto en el que se ha producido el viaje de Albert Rivera, el presidente de Ciudadanos, partido neoliberal de nuevo cuño, con el nada disimulado propósito de acaparar la atención mediática e insuflar algo de aire a unas expectativas electorales que parecen decaer. Pero más allá de las agendas personales, lo cierto es que a ambos lados del Atlántico se comparte un mismo objetivo que es destruir cualquier alternativa al sistema.