Múltiple, contradictoria, infeliz. La capital venezolana, con sus ritmos frenéticos y una estética supeditada por la urgencia, es una de las urbes suramericanas que más escapa de las definiciones y es menos esquiva a los afectos.
De Petare a La Pastora. El trayecto que atraviesa de este a oeste la ciudad resulta apenas una postal del caleidoscopio de verde, cemento y asfalto que es Caracas.
«¿Esta es la ciudad tan ponderada?», se preguntó el célebre escritor venezolano Mariano Picón Salas cuando llegó por primera vez a la capital, a principios del siglo XX, al enfrentarse a un paisaje «de colinas ocres y casuchas proletarias trepadas sobre el barranco», y ver un Arco de la Federación «de amargamasa pintarrajeada». Entonces comparó la modesta urbe con una muchacha pobre que esperaba que, algún día, llegara un general a conquistarla.
La capital venezolana, conocida en los albores de la colonia como «la ciudad de los techos rojos», vivió relativamente apacible hasta la llegada del petróleo. La fiebre del oro negro dio paso al llamado «éxodo campesino» en los años 30 del siglo pasado, y fue el origen, en buena parte, de las marcas distintivas que prevalecen hoy: una urbe con estética de la urgencia, delimitada por el poder económico y transversalizada por la desmemoria.
Esa metomorfosis la resume el poeta Luis Alberto Crespo, en su libro El país ausente: «Caracas se asomó por la ventana cuando los últimos campesinos se aprestaban a celebrar el ritual de los palmeros, mostró su caterpillar, embalconó la vida y fundó quintas y mansiones donde se daban el café, la caña, la hortaliza, la gladiola y pasaban el caballo, el arado, los fantasmas».
El cambio violento determinó una especie de relación dual entre la ciudad y sus habitantes. «Caracas siempre está en ese rango del amor-odio: te encariñas y la detestas a la vez. Aquí se vive en una suerte de bipolaridad urbana», dice de una vez Alejandro López, director del Centro Nacional de Historia (CNH). La impresión es casi siempre similar. La ciudad se nutre, de palmo a palmo, por gente con sentimientos en conflicto.
La ciudad en conflicto
«Las ciudades latinoamericanas son un remedo macabro de grandes capitales europeas y por lo tanto es inútil e irresponsable creer que imitando a París un día comenzaremos a parecer parisinos. La historia europea es distinta a la nuestra y por eso nuestras ciudades nunca serán como aquellas», sostiene el periodista y escritor José Roberto Duque en su blog. En ese mismo texto también dice que Caracas es un campo de concentración que funciona con la autodestrucción de los esclavos «para garantizar el confort de un puñado de burgueses». Allí, la primera división.
Quien entra a Caracas por primera vez verá, casi inmediatamente, los cerros poblados por un entresijo de bloques que se apilan uno encima del otro, pintados de colores vivos y coronados por marañas de cables que delatan una primera grieta: la mayoría de sus habitantes llegó con un plan pero sin un techo. Por eso hubo que inventarlo, improvisarlo.
Las clases trabajadoras viven apiñadas en los barrios que colonizan el valle, siempre colina arriba. En eso, la ciudad es democrática: Pocas son las urbanizaciones de clase media o alta que pueden ignorar la vista de esas abigarradas estructuras improvisadas que se extienden por toda su geografía y que la hacen parecer, de lejos, como «un pesebre».
Las más grandes concentraciones están a los extremos. Cada polo de Caracas tiene su gran favela. En el este, Petare. En el oeste, Catia. No faltan, claro, los mega edificios. Los «bloques» construidos en medio de la zona por dictadores y presidentes a mitad de la centuria pasada para intentar domar la vorágine que dejaba el campo para llegar a la ciudad con la promesa de una vida más fecunda, sin demasiado éxito.
La vida en los bloques del barrio también tiene su ritmo de caos, de fiesta el viernes en la noche, de salsa a todo volúmen, de ventanas atestadas de ropa recién lavada y sábanas secándose al sol (y olorosas a humo).
Pero Caracas no es nada más eso. Hacia el este hay otra ciudad, una colmada de casas lujosas, hoteles confortables, discotecas sin escrúpulos para aclarar que hay «estratos», cafés exclusivos, edificios con condominios pagados en dólares, restaurantes para dejar varios sueldos mínimos por plato y campos de golf cuidados con mimo. Mientras mástop, menos transporte público.
La diferencia más casual está en el café. Mientras en el centro de la ciudad, caótico y pantagruélico, un «marróncito» en vaso plástico cuesta 400 bolívares, la misma bebida servida en taza blanca vale casi 2.000 en un local de Altamira, en el este.
Esa división, económica y social, le causó esquizofrenias a más de uno. Entre las víctimas famosas estuvo el dramaturgo y escritor de telenovelas José Ignacio Cabrujas (1937-1995), quien estudió en un colegio «al que accedía la aristocracia goda caraqueña», en el este, pero vivía en un barrio: «Cuando yo decía que vivía en Catia, me miraban con asombro, porque la imagen que tenían de Catia era el degredo. Yo vivía en Catia en la marginalidad (…), los pobres vivían en Catia».
Pero Caracas tiene sus pequeñas venganzas. Para el historiador López, los habitantes del este que creen que están en una ubicación privilegiada de la ciudad se equivocan: «ellos, ni geográfica ni urbanísticamente, están en un estado superior a un barrio. ¿Por qué? Porque cuando llueve se inundan, se caen postes, árboles, hay deslaves. Si no tienes transporte privado, nadie te va a llevar a las puntas de una montaña, por más exclusiva que sea la urbanización».
Entonces, advierte otra verdad: «Caracas no termina de aceptar que es una ciudad de montaña. Por eso, en términos urbanísticos, la cuadrícula perfecta de los españoles jamás terminó de funcionar porque la ciudad está en medio de un valle que siempre intenta subir o bajar de colinas».
La ciudad verde
Pero a pesar del imperio de cemento, bloques y hormigón, el viajero también encontrará una masa inmensa de verde que se alza sobre la ciudad: el Waraira Repano, más popularmente conocido como el Cerro Ávila.
El arquitecto Juan Pedro Posani, en los artículos recogidos en su libro Diez años de pensamiento crítico, lo advierte: «Las ciudades venezolanas, y entre ellas sobre todo Caracas, son ciudades verdes muy verdes (…) Es habitual la sorpresa de visitantes y turistas al observar la profusión del verde en Caracas. Suena extraño: ¿Caracas ciudad verde? Pues sí».
Además del Ávila y los parques que llenan la ciudad, hay árboles rompiendo aceras y asfalto, metidos entre las urbanizaciones, en los barrios, en los márgenes de lo que una vez fue un río y ahora es un cauce embaulado de aguas contaminadas que rocoge las excrecencias de la urbe.
Los pulmones vegetales de Caracas, descritos profusamente en las crónicas de Arístides Rojas, resisten el embate de las gentes. Aunque las nuevas construcciones han ido comiéndose bosques para extender sin demasiado orden los brazos y ramificaciones de la ciudad, son pocos los espacios que no ofrecen la sombra de un árbol. En cambio, la memoria urbana no corre con la misma suerte.
La ciudad sin memoria
«Hay que entender que la configuración urbana no llegó a consolidarse en Caracas, como en otras capitales latinoamericanas colonizadas por Europa, porque nuestro desarrollo dependió -hasta casi mediados del siglo pasado- del agro, y eso no generaba los excedentes suficientes para tener un desarrollo de infraestructura como sí lo tuvieron los virreinatos que dependían de la minería», dice el director del CNH. López considera que ese rasgo hizo de Caracas una ciudad de tránsito, sin demasiada memoria.
«Uno camina por Caracas y pareciera que no hay anclaje del pasado en ningún lado, y lo poco que hay está sometido a la completa indiferencia». Esa realidad, dice, se potenció con la llegada del petróleo y la american way of life que borró buena parte de la huella histórica para erigir en su lugar edificios gigantescos, autopistas, avenidas y centros comerciales. «El venezolano, y esto no es una valoración negativa sino un síntoma de realidad, tiene una tendencia cada vez más progresiva a un descuido y un desdén por cualquier cosa que sea testigo de algo que pasó».
«¿Y cómo no va a ser un chiste nuestro casco histórico, comparado con otras capitales, si (el dictador Marcos) Pérez Jiménez destrozó parte del centro para construir la Avenida Bolívar y el Centro Simón Bolívar. Y en los años 70, con el boom petrolero, destruyeron la memoria caraqueña en la parte norte para construir los mamotretos del Banco Central de Venezuela, el ministerio de Educación y se desató toda la oda al concreto».
Cabrujas, en su texto Catia (1994), deja constancia de esa misma impresión: «Siempre he pensado que Caracas es una ciudad donde no puede existir ningún recuerdo. Es una cuidad en permanente demolición que conspira contra cualquier memoria; ese es su goce, su espectáculo, su principal característica».
La ciudad orgullosa
«Estamos hartos de odiar a la ciudad por su indiferencia, su hostilidad, su anonimato grosero, su bastardía insultante», escribió a finales de los 90 el arquitecto Posani en su artículo Caracas sin Sinatra. Porque, a diferencia de Nueva York, él sentía que la capital venezolana no tenía quien le cantara con amor o sintiera orgullo por ella. Hoy, el fotógrafo Orlando Monteleone lo rebate.
Desde su estudio ubicado muy cerca de Miraflores, en una torre que se erige 14 pisos por encima de la ciudad, observa la masa accidentada que llaman Caracas y dice: «Los habitantes tienen una actitud desafiante y altiva. La viven como diciendo ‘mira, yo malandreo estas calles. Las sobrevivo’. Tienen una aproximación empoderada y anárquica de la vida urbana».
Para Monteleone, también presidente del Centro Nacional de Fotografía (Cenaf), esa nueva conciencia de la ciudad se nota en la manera agresiva que tienen los habitantes de encarar la realidad: «Nadie anda cabizbajo, todo el mundo camina con la mirada arriba, con un tumbao’ que intenta decir algo como ‘ahora me toca a mí’. Creo que el proceso político que vivimos hizo eso y, en términos urbanísticos, también fue consecuencia del Metro porque facilitó el desplazamiento entre zonas que antes estuvieron vetadas para unos u otros».
La arteria subterránea que atraviesa la ciudad, con sus vagones atestados de gente, comunica en minutos la capital venezolana y ha extendido sus dominios hasta otras extremidades de su geografía. El Estado subsidia el boleto, lo que convierte al Metro en el sistema predilecto de los habitantes de Caracas y en un territorio «donde la gente se empuja, se impone, se enfrenta al tumulto», insiste Monteleone. Para él, allí hay una belleza -que puede ser áspera, hostil- pero que dice mucho de cómo cada quien asume los cuatro costados de Petare a La Pastora: «sienten orgullo de estar aquí».
La ciudad que fue
«En este momento, mi mirada de Caracas es bastante dura. Para mí, Caracas es lo que fue, es una ciudad que me recibió en dos momentos de mi vida en muy buena forma pero que hoy encuentro aburrida, colapsada, con pocas opciones, triste y rezagada con respecto a otras ciudades como Bogotá, Sao Paulo, Guadalajara o Buenos Aires», alega el escritor y periodista Leo Felipe Campos.
Campos vive ahora en Bogotá. Sin piedad, afirma: «No me hacen falta ni el Ávila, ni las guacamayas, ni el queso telita, ni nada de esas vainas que le hacen falta a la gente cuando se va».
En los últimos años, muchos venezolanos han decidido emigrar. Los que se fueron de Caracas alegan como argumento de su decisión la inseguridad, el rezago cultural, el hastío, la incompatibilidad con el sistema de gobierno. Entonces se marchan con más o menos nostalgia que otros. Sin embargo, sigue siendo la ciudad más poblada del país.
Desde afuera, pareciera repetirse la máxima que esgrimiera el escritor colombiano Gabriel García Márquez: La infeliz Caracas. Pero Ítalo Calvino, que sabe de Las ciudades invisibles, contesta que no se pueden dividir las urbes entre felices o infelices, sino entre «las que a través de los años y las mutaciones siguen dado su forma a los deseos y aquellas entre las que los deseos, o logran borrar la ciudad, o son borradas por ella». Caracas también es Zenobia.
Nazareth Balbás