Este texto no puede, no podría ir dirigido y ni tan siquiera dedicado a los fascistas y antichavistas de cualquier pelaje, grado de autocontrol o nivel académico, nunca. Hace un tiempo pude habérselo dirigido al grupo o segmento dentro del antichavismo al que le hubiera detectado alguna capacidad para el análisis lógico, o tan siquiera sereno, de la realidad. Ya no. Este texto va dirigido al segmento del chavismo (sí, el chavismo también se ha segmentado, aunque sin dejar de ser uno solo) que no aguanta las ganas de darle la razón al enemigo cada vez que uno de los nuestros es acusado con argumentos o pruebas muy palmarias de haber cometido errores o injusticias.
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En El Amparo se produjo una masacre (30 de octubre de 1988): un cuerpo élite integrado por los «mejores» efectivos de contrainsurgencia de los organismos de seguridad del Estado emboscaron a 16 pescadores que iban en una lancha y asesinaron a 14. Los pescadores sólo llevaban cuchillos; con ellos iban a desguazar los pescados para el sancocho. Igual en Yumare (8 de mayo de 1986): nueve militantes de izquierda acribillados por seis docenas de funcionarios entrenados, al mando de un asesino en serie conocido como Henry López Sisco. En el grupo, reunido en el piedemonte yaracuyano, alguien llevaba una escopeta casera; no puede llamarse combate lo que ocurrió allí.
Cantaura (4 de octubre de 1982): sin tener todos los elementos que fueron saliendo a la luz, pudiera concluirse que hubo un enfrentamiento que terminó en masacre. El Frente Américo Silva repartió y recibió plomo, y venía de ejecutar varias acciones armadas. Pero los elementos clave los conoció luego todo el país: 23 de los 41 guerrilleros fueron asesinados luego de ser descuartizados en vida, las mujeres vejadas y mutilados sus órganos sexuales.
Chávez, 1992: lo emplazaron a que se rindiera y él se rindió, no recibió a plomo a quienes fueron a buscarlo al Museo Histórico Militar.
Ernesto Che Guevara murió en su ley: capturado luego de combatir y fusilado por el enemigo, como él había mandado a fusilar a contrincantes batisteros años atrás. Ezequiel Zamora murió en combate, no asesinado, lo mismo que José Martí. Ghadafi, asesinado; los comandantes del M-19 que ejecutaron la acción del Palacio de Justicia en Bogotá (6 de noviembre de 1985) murieron en combate, no así las docenas de hombres y mujeres que el ejército colombiano acribilló, secuestró y desapareció al proceder a reconquistar el edificio.
Eliézer Otaiza, Robert Serra, Tomás Lucena, Jorge Rodríguez (padre), Fabricio Ojeda, Yulimar Reyes, Gonzalo Jaurena: asesinados.
Alí Gómez García, Negro Primero, Ambrosio Plaza, Juan José Rondón, José Tomás Boves: muertos en combate.
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Óscar Pérez, al igual que el pran llamado El Picure, estaba apertrechado en su escondite con armas de guerra robadas en varias acciones, y esas armas fueron utilizadas para repeler a los cuerpos de seguridad que fueron a arrestarlo; su grupo mató al menos a dos funcionarios (hasta ahora; hay otros heridos de gravedad). No hubo una masacre en El Junquito. Es estúpido seguir discutiendo si en la jurisprudencia internacional se llama «rendición» y «disposición a negociar» eso de matar policías a tiros en la vida real y rendirse por Twitter o por Instagram.
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Ayer volvieron a quitárseme las ganas de establecer algún tipo de comunicación fructífera o más o menos fértil, interesante o divertida con cierto antichavismo. Fue cuando escuché a Luisa Ortega Díaz, señora tan orgullosa de su formación, su título y sus cargos, decir que la muerte de Óscar Pérez convertía a Nicolás Maduro en genocida. Usted y yo tenemos derecho a ignorar qué significa eso de «genocidio»; una mujer que estudió leyes y que fue Fiscal General de una república, no tiene ese derecho.
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Luisa Ortega Díaz viene (perdón: se fue) del chavismo. Razón extra para dirigirme a esa audiencia que debe estar llena de Luisas Ortegas en potencia.
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Creo que una sola cosa puede empujar, y en efecto empuja de vez en cuando, a un camarada que ha manifestado y demostrado ser un firme defensor de la Revolución, a darle la razón al enemigo, a pensar como él, a sentirse disminuido por no saber cómo defenderse o defender a nuestro proceso histórico en presencia de un error, contradicción o dislate nuestro: esa cosa que ablanda gente proclive a ablandarse es el «qué dirán». Sobre todo para aquellos camaradas que tienen amigos o familiares cercanos antichavistas, eso de quedarse sin argumentos puntuales con qué evitar ser acusados de apoyar una cosa fea o antiética, resulta una situación incómoda y dolorosísima. Matan a un Óscar Pérez y de pronto se nos borran los miles de asesinados que hemos llorado en estos años, décadas y siglos, porque el dolor que manifiesta el pana escuálido nos parece digno de respeto, incluso más digno de respeto que nuestro dolor.
El único requisito para participar en esta guerra es vivir en este planeta
Entonces nos pasa por la mente la reflexión: «Ya va: si yo hablo de la repugnancia que me produce el Gobierno, entonces mi hermano, mis panas, mi mamá y mis tíos me tratarán un poquito mejor y ya no me culparán de ser cómplice de un asesinato».
Y así, entre homenajes a la «decencia» y pérdidas de la perspectiva, del foco histórico y del hilo conductor de nuestra guerra de siglos, el militante no preparado para las batallas de la palabra y del afecto termina rindiéndose (por Instagram, Twitter ¡Y HASTA POR FACEBOOK!) y reconociéndoles razones a quienes no las tienen.
Invitados a explicar qué coño les pasa, por qué esa súbita incapacidad para comprender que la razón de ser histórica y multisecular de nuestra clase no va a verse manchada ni a perderse porque en nuestro bando haya corruptos o ineptos (como en el bando de ellos y como en cualquier bando donde haya gente humana), entonces echan mano de un elemento que no les supieron explicar o no entendieron bien: la ética.
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A Fernando Savater le duele el hocico y los dedos de explicar que la ética y la moral son dos cosas distintas. Que la moral es esa mierda que la religión y las leyes te obligan a ser y a reprimirte para que no hagas tales cosas, y la ética es tu capacidad para distinguir y ponerle límites y normas a lo que es bueno de lo que es malo (incluso si es legal o ilegal), y a actuar en consecuencia. Pero muchísima gente sigue creyendo que ser ético o tener normas éticas es lo mismo que ser aplaudido o aceptado por esa gente que se proclama «la gente de bien», y ahí es cuando nos ensartan los mercachifles de la moral, incluidos curas, directores de escuelas, pastores evangélicos, pastores alemanes, economistas, abogados y habladores de güevonadas, y nos estafan con esta charla: «Ser revolucionario es no comerse la luz roja del semáforo ni mirarle el culo a las mujeres ni botar basura en la calle ni emborracharse ni faltarle el respeto a la autoridad». Te agarra un moralista, te pone a aprenderte un manual o decálogo del buen ciudadano y tú vas como un pendejo a acatarlo al caletre creyendo que ser revolucionario es ser «eso», tan sólo porque te hace sentir más o menos cómodo y limpio de conciencia.
Y este es un momento cumbre: el instante en que te echaron mal el cuento del «hombre nuevo» y entonces vienes tú y te esfuerzas en parecerte a uno de esos seres impolutos y perfectos, porque crees que (además), por ejemplo, La madre, de Máximo Gorki, es un tutorial o manual para ser revolucionario, y entonces sales a la calle a imitar a alguno de sus personajes. Te estafaron haciéndote creer que con seguir unos sencillos consejos puedes volverte comunista, revolucionario, chavista y gente de avanzada, cuando la realidad es que el revolucionario es una construcción histórica, no un sujeto que un día cambió y se empezó a comportar distinto al coñoemadre que sigue borboteándole adentro.
El otro coñoemadre que te «formó» como si más bien te evangelizara no te explicó: muchacho, el revolucionario es un sujeto deteriorado en su ser social porque fue nacido y criado en, por y para el único sistema que existe en el planeta, que es el capitalista, pero se ha declarado en rebeldía y pelea por crear junto con otros una crisis en el sistema. Pero es mentira que si tú de pronto manifiestas que odias la violencia entonces ya eres pacifista; que si hablas mal de la carne de vaca ya eres vegano; que si decides hablar mal del machismo ya eres feminista; que si escuchas a Alí Primera ya eres comunista; que como Chávez proclamaba el amor entonces tú crees que el enemigo será derrotado con procedimientos amorosos y eso ya te convierte en chavista.
Y como también crees que ser chavista es comportarse exactamente igual a como Chávez proponía que nos comportáramos, entonces tal vez estés intentando ser al mismo tiempo campesino, militar, católico, evangélico, pachamamero, conuquero, industrial, antinorteamericano pero amante de las Grandes Ligas, machista pero feminista, libertario pero jefe por definición, animalista pero aficionado al chicharrón, bolivariano pero marxista o marxero.
Si proclamarse comunista fuera suficiente requisito para ser efectivamente comunista, Edmundo Chirinos sería un ejemplo a seguir por todas las generaciones de venezolanos desde los años 80 para acá, Louis Althusser sería modelo de lo que debe ser un intelectual revolucionario y las feministas tendrían que aceptarlo porque si no ellas no podrían ser revolucionarias.
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Hay gente a la que se le da fácil esto de ser genuinamente libertarios y antisistema, pero ese ser humano es casi imposible de encontrar entre quienes viven o hemos vivido en ciudades grandes o medianas. Para quien creció y fue formado (deformado) en capitalismo y por lo tanto es esencialmente una rata, intentar cualquier gesto de sencillez, humildad, solidaridad y la esplendidez lo hace sentir pendejo. Puede tratar de no competir pero todos están compitiendo; entonces entra en competencia o se vuelve un ermitaño. ¿Alguien recomendó ser un guerrero sin perder la ternura? ¿Alguien dijo algo sobre ser tierno como una paloma pero sagaz como una serpiente?
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La guerra es una cosa horrenda, el más nauseabundo de los inventos humanos.
Los seres plenamente virtuosos, probos, tiernos y hermosos no ganan guerras, por lo dicho en la línea de arriba y porque los seres plenamente virtuosos, probos, tiernos y hermosos no existen en capitalismo. En la guerra todo lo que ocurre es feo, inmoral, contranatura, ignominioso, humillante, y en un escenario así el que llega dando las buenas tardes y ofreciéndose como desinteresado y humilde servidor está muerto.
Es inevitable participar en una guerra en la que todos estamos metidos, pues el único requisito para participar en ella es vivir en este planeta. Así que tenemos unas cuantas disyuntivas que sortear. Una de ellas es: lamentarte para siempre, eterna y fatalmente, de que esas cosas espantosas afecten solamente a los tuyos (y sí, en la guerra hay seres que no son de los tuyos) o aceptar que de vez en cuando a ellos les tocará también padecer los efectos de la guerra (que ellos iniciaron, por cierto).
¿Crees que considerar justa la muerte de quien viene a asesinarte te hace parecerte al enemigo? Por fin vas entendiendo: tú puedes parecerte a ellos para derrotarlos, pero ellos nunca se te parecerán en que tus acciones feas o hermosas, dulces o amargas, las mueve el amor a la especie humana, y por esa razón, a la larga, vamos a ganarles.