Por Sandra Russo
Volví de Bariloche y me puse a buscar información sobre el cacique Inacayal. Lo primero que encontré, que no guardé y que después no volví a encontrar, fue un artículo largo y detallado en el que había varias fotos de Inacayal. Algunas las volví a ver, pero una que estaba en ese artículo, no. Y la recuerdo. Me pareció tan estremecedora que la veo ahora. En blanco y negro, algo oscura, se veía en el piso a un hombre y a una mujer arrodillados, semidesnudos, él de frente en la perspectiva de la foto, ella de espaldas. El la miraba a ella. Más atrás, entre los dos, un pintor los miraba atentamente. Alrededor había gente mirando. Inacayal y su esposa estaban posando, como parte de las obligaciones de su cautiverio, entre paseantes que oscilaban entre ver restos óseos de animales y el museo viviente del Perito Moreno. Después leí las atrocidades que le hicieron, algunas de ellas inimaginables, pero me quedó grabada la dignidad de ese hombre reducido y humillado hasta un límite en el que no sabemos qué se siente. Sentado allí, frente a su mujer, siendo retratado y aún negándose a que le robaran su espíritu.
Inacayal había sido poderoso en su toldería de la Patagonia Norte. Era tehuelche pero no hay acuerdo sobre las etnias específicas de las que provenía. El Perito Moreno decía que era huilliche. Pero es el único que lo decía. En 1879 se conocieron ambos. El Perito hacía una expedición al Nahuel Huapi y el territorio de Inacayal le quedó de paso. Fue bien recibido, con hospitalidad. Le dieron de comer lo mejor que tenían. Lo dejaron descansar entre ellos. Parecía que el Perito y el cacique cultivaban una buena relación.
Un par de años más tarde, sin embargo, declarada la guerra de Roca contra los habitantes originarios de la Patagonia, Inacayal fue junto al cacique Foyel, uno de los dos mandos principales que dirigía el cacique Sayhueque, “El señor de las manzanasâ€. Uno hacia el sur y otro hacia el norte. El ejército de Roca fue avanzando y ganando sucesivas batallas. Inacayal fue el último cacique en entregarse, después de haber sido derrotado tres años antes y seguir dando batalla desde tierras del Chubut.
Sayhueque, Foyel y él fueron tomados prisioneros. Después de un tiempo el primero y el segundo se reconocieron argentinos y fueron liberados. Inacayal no. Y según cuenta la leyenda oficial, fue “gracias al perito Morenoâ€, en honor a la hospitalidad recibida, que aquel hombre de contextura grande, pelo largo y rasgos de árbol, junto a sus familiares, entre ellos su mujer y su hija, fueron destinados al museo viviente que el Perito instaló en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Allí llegaron a haber más de una decena de vencidos, a los que las autoridades dejaban deambular por las instalaciones para que fueran avistados por los visitantes como monstruos que irrumpían entre los fósiles y los esqueletos.
De noche los encerraban en un sótano con candado. Hacían allí sus necesidades. Comían una olla de sopa entre todos. Debían dejarse retratar. Los últimos cuatro años de su vida Inacayal los pasó allí. Dicen algunos que se volvió loco. Y cualquiera puede volverse loco si la propia mujer, ésa con la que posaba para el retrato, muere como fueron muriendo otros familiares, y se es obligado a pasar los días mirando las vitrinas donde ahora, además de los animales, estaban exhibidos los esqueletos de los seres queridos. El se pasaba el día mirando el de ella. Es difícil imaginar una tortura psíquica más aberrante. Finalmente, un día de 1888, Inacayal se tiró por las escaleras para morir, pero antes de hacerlo gritó en su lengua algo que nadie entendió.
Recién en 2001 se aprobó la ley que ordena a los museos restituir a sus comunidades, que los reclamaban desde hacía décadas, los restos humanos que estaban siendo o habían sido exhibidos. Se hizo la restitución de los restos de Inacayal a la comunidad de la Tecka, en Chubut. Pero no terminaba allí la daga inmoral de la conquista. Recién en 2006, antropólogos que trabajaban en nuevas restituciones y analizaban restos, informaron que habían identificado una oreja, una parte del cuero cabelludo, otra del cerebro y otra del corazón de Inacayal. Fue en 2014, hace muy poco, que aquel guerrero que nunca desistió de su identidad fue debidamente honrado y sepultado al uso de su propio pueblo.
Casi a mitad de camino entre Bariloche y El Bolsón, en la ruta 40, está el Viejo Almacén del Foyel, que atienden Yuyo y su mujer, Marta. Cumple la función de tantos bares de todas las rutas del mundo, ubicado en una distancia intermedia entre dos ciudades, un parador para comer o tomar un café y usar los baños, que están afuera. El lugar es austero, de madera, todavía conserva el aire de los ramos generales. Es uno de esos lugares que, aunque lo visiten turistas, no es turístico. En su Facebook se anuncia como “Restorán temático- Revisionismo histórico patagónico. Trucha, cordero, cerveza artesanal y ahumados todo el añoâ€. Muy poco más adelante, en la ruta, de la mano de enfrente, está el sendero que lleva a las tierras del magnate Lewis, hoy el propietario de la tierra de innumerables generaciones de paz, que daban sus mejores carnes y frutos a los visitantes, y que fueron a la guerra cuando vinieron por ellos, a exterminarlos, y a repartir a sus hijos entre los militares argentinos, como sirvientes.
Las paredes del Viejo Almacén del Foyel están cubiertas con fotografías de los caciques derrotados, los señores de esas tierras cuyos nombres siguen siendo usados, pese a la persecución a sus descendientes, para atraer turistas de todo el mundo. Sin el alma mapuche, la Patagonia no tendría su iconografía, su espíritu, su identidad. Cuando entré al Almacén, la de Inacayal fue la primera cara que vi. La de ese hombre que después de perder su tierra, su familia, su libertad, su paraíso, siguió defendiendo ser quien era, y ningún otro.
Rey de su terquedad, libre aún en los humores que siguieron enfrascados en alcohol en un Museo durante medio siglo, no es hoy Inacayal solamente un nombre que hace emerger las historias de millones de seres humanos considerados como menos que humanos por quienes iban a matarlos para quedarse con lo que era de ellos. Su nombre también es una explicación: somos también millones los que creemos que hay que limpiar la Argentina de ese pecado original.