La insoportable sobrevivencia del Gobierno bolivariano

Para una cabal comprensión de lo que ha estado ocurriendo en Venezuela en los últimos años conviene leer, a modo de introducción, estas pocas líneas: 

“Los de Miami explicaron… que para reconstruir el país primero había que echarlo totalmente abajo: se tenía que hundir la economía, el desempleo tenía que ser masivo, había que acabar con el Gobierno y había que poner en el poder a un ‘buen’ oficial que llevase a cabo una limpieza completa matando a trescientos, cuatrocientas o quinientas mil personas. … ¿Quiénes son esos locos y cómo actúan? … Los más importantes son seis (empresarios) inmensamente ricos… Traman conjuras, organizan reuniones constantemente y dan instrucciones a XX”  [1].

Lo anterior surge del testimonio que Robert White, embajador de los gobiernos de James Carter y Ronald Reagan, presentó ante el Congreso de Estados Unidos en un desesperado e inútil esfuerzo para evitar la tragedia que, con el abierto apoyo de Reagan, se desencadenaría en El Salvador una vez que el plan alentado por la burguesía salvadoreña -puesta a buen resguardo en Miami- fuese llevado a cabo por un coronel del ejército, un psicópata criminal llamado Roberto D’Aubuisson. Estamos hablando de comienzos de la década de los ochentas cuando ya el “plan de operaciones” de la CIA y el Departamento de Estado para deshacerse de gobiernos incómodos por negarse a obedecer ciegamente las órdenes de Washington campeaba por todo el continente.

Cuatro décadas más tarde poco o nada ha cambiado. Sustitúyanse los nombres de los protagonistas en la crisis salvadoreña y reemplácenlos por los de los actores de la política venezolana de hoy día y las palabras de White -un hombre sensible y honesto enviado por Carter a San Salvador para retirar el apoyo yankee a los “escuadrones de la muerte” gestados en Fort Benning y en las bases norteamericanas en la Zona del Canal de Panamá- ofrecen un vívido retrato de los planes del imperio para Venezuela.

Hay dos ideas centrales en aquel desgarrador testimonio de White: primero, “echar abajo la economía”, vía de ataque preferida por Washington para debilitar a sus adversarios a fin de poder luego asestarles el golpe de gracia. Como se hizo en Guatemala en 1954, en Cuba desde 1959, con Chile desde la misma noche en que Salvador Allende triunfó en las elecciones presidenciales de 1970. A las pocas horas de saberse la noticia un Richard Nixon lívido de ira ordenó a sus colaboradores que “ni una tuerca ni un tornillo lleguen a Chile” para que su economía se desplome.

La “guerra económica” es un arma que el imperio utiliza a destajo y sin escrúpulo alguno. Desde Arbenz para acá cambiaron las modalidades y los instrumentos de la agresión económica, pero el objetivo estratégico es el mismo. Y Venezuela lo está padeciendo con inusitada intensidad, agravada por la nueva orden ejecutiva emitida este 19 de marzo por Donald Trump. El objetivo: “hundir la economía”, como decía White, y en lenguaje contemporáneo, crear una “crisis humanitaria” que precipite una intervención extranjera en Venezuela, comandada por Estados Unidos y secundada por el corrupto y reaccionario Grupo de Lima, una sarta de inmorales que hundieron a sus pueblos en la miseria y remataron la soberanía de sus naciones.

La segunda premisa de la desestabilización y derrumbe del Gobierno, en este caso de Nicolás Maduro, es la violencia. En El Salvador ésta fue obra del ejército, y sus crímenes y tropelías fueron inenarrables por su sadismo y crueldad. Los altos funcionarios de Reagan, la embajadora ante la ONU, Jeane Kirkpatrick y el Secretario de Estado, el General Alexander Haig, justificaron todo. Desde la violación y asesinato de tres monjas norteamericanas, acusadas por la hiena Kirkpatrick de ser “activistas del FMLN” y por quien mordiera el polvo de la derrota y la humillación en Vietnam, Haig, que las llamó ”monjas de pistola en bandolera” hasta los asesinatos en masa de aldeas campesinas. Por consiguiente, la justificación y la exaltación que tanto Barack Obama como Donald Trump hicieran de los bandidos que enlutaron a Venezuela con sus atrocidades y las guarimbas no es nada nuevo.

A diferencia de lo ocurrido en otras latitudes, en la tierra de Bolívar y Chávez ese papel represivo lo cumplen los paramilitares y los mercenarios, reclutados en Colombia por Álvaro Uribe y sus secuaces. ¡Colombia, nada menos! Un país cuyo Gobierno ha caído en una ciénaga moral al instrumentar la agresión contra un gobierno como el venezolano que, de la mano de Hugo Chávez, tuvo un papel decisivo en detener el baño de sangre que enlutaba Colombia por más de cincuenta años. El pago por tan inmenso gesto de generosidad es convertirse en cabecera de playa del ataque económico, mediático, político y diplomático contra el Gobierno venezolano. El veredicto de la historia será implacable contra Santos y Uribe.

Si trajimos a colación este paralelismo entre la reacción del imperio en tiempos de Reagan y la de nuestros días en la “era Trump” fue para demostrar que el proyecto imperial de subordinar a toda América Latina y el Caribe a los designios de Washington permanece inalterado desde 1823, Doctrina Monroe mediante. Y que todo lo que la Casa Blanca haga o diga debe ser entendido bajo esta clave interpretativa. La intensificación del ataque contra la noble Venezuela bolivariana habla de la desesperación del Gobierno de Estados Unidos porque todas las tentativas de derribar al Gobierno de Maduro han fracasado. Ni la guerra económica ni la violencia reaccionaria pudieron con él. Y la oposición, que con el apoyo del infame Grupo de Lima se desgañitó exigiendo elecciones ahora no concurre a ellas porque sabe que va a ser derrotada por enésima vez por el chavismo. Pese a que se le ofrezcan todas las garantías (que no existen en la inmensa mayoría de los países del área, donde el fraude pre y post electoral es la norma, como en Honduras o México, para mencionar apenas los dos casos más espectaculares) y que haya sido el propio Gobierno quien solicitó a la ONU el envío de una numerosa misión de observadores, la oposición no acudirá a las urnas para no sufrir una nueva bochornosa derrota. Su apuesta, impulsada por Estados Unidos, es a la “intervención humanitaria”, que de producirse -habrá que ver si se animan a ello porque la Venezuela Bolivariana no está indefensa- provocaría ingentes daños a la población venezolana y una enorme destrucción de propiedades e infraestructura. Porque, si no aceptan que sean las elecciones las que decidan quién gobernará en ese país sólo queda abierta la vía insurreccional apoyada por los paladines mundiales de la democracia con sede en Washington DC.

Dado lo anterior no es casual que la escalada injerencista de la guerra económica decretada por Trump tenga lugar al día siguiente del rotundo triunfo en Rusia de un fiel aliado de Venezuela: Vladimir Putin. Y que coincida también con la creciente aceptación de la criptomoneda bolivariana, el Petro. Todos saben que la declinante hegemonía norteamericana tiene como uno de sus pilares al dólar. Las criptomonedas y el avance del yuan chino están debilitando sin pausa ese pilar, lo que explica la agresiva respuesta de la Casa Blanca.

El mercado petrolero mundial, antes movilizado exclusivamente en función del flujo de dólares, ahora lo hace sólo en parte y ya se habla del papel de los “petroyuanes” como cosa de todos los días. China está obligando a Arabia Saudita a aceptar sus yuanes como pago de sus exportaciones petroleras, y varios otros grandes productores, como Rusia, Irán, Venezuela, venden sus productos en otras monedas que no el dólar. El intercambio comercial entre China y Japón se realiza en yuanes, lo mismo que el que se produce entre China y Rusia. Catar entró por la misma variante, lo que precipitó que el Gobierno estadounidense calificara a ese país como “terrorista”. Libia fue destruida y Gadafi linchado, entre otras cosas, porque dejó de vender su petróleo en dólares. Y lo mismo había ocurrido antes con Sadam Hussein, que también optó por vender el petróleo iraquí en euros. Signos todos de la desesperación de un imperio que inició su irreversible ocaso y que, por eso, da rienda suelta a todos sus demonios.

El inmenso ejército imperial no es suficiente para garantizar la perpetuidad de la hegemonía norteamericana. También se requiere la absoluta primacía del dólar. Y esto ya va siendo cosa del pasado. Por eso el ataque interminable contra la Venezuela Bolivariana. Y por eso, hoy más que nunca, “todos somos Venezuela.”

Nota:[1] Cf. Oliver Stone y Peter Kuznick, Historia no oficial de Estados Unidos (Buenos Aires: El Ateneo, La Feria de los Libros, 2015), p. 630.

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