KLORIAMEL YÉPEZ
Mí Comandante, mí presidente, dice una canción oída miles de veces, miles de veces celebrada por pequeños astronautas escolares con su inmenso morral adosado a mi mejilla; a la una en punto de la tarde, cuando el hambre ruge igual al motor de este maloliente catanare que nos transporta a lo largo de la ciudad musical -¿de dónde salió ese mitologizante cliché?-, en sentido Este-Oeste. Durante su aventurado recorrido, El Catanare horada el compostero en que se ha convertido este asfixiante paisaje urbano y su esperpéntica arquitectura de Centros Comerciales.
Sólo los zamuros -¿Cierto, Jonuel Brigue?-, se complacen sobrevolando el fétido espacio que a veces parece se va a volcar sobre sus habitantes. Pero resulta que sobre una ciudad huérfana de río, lo único que se vuelca como una cloaca rota, es la politiquería del Psuv Estadal, progresista de izquierdas y de derechas.
Mi Comandante, mi presidente, corean con la radio los niños, menos tímidos que las niñas. Ellas no se atreven a levantar la voz, sus ojitos brillan de contenta complicidad cantora; aprueban sonrientes la osadía de los pajaritos, enjaulados junto a ellas en el tembleque Catanare de obligada, sospechosa, contaminante y, precaria marcha.
De este anecdotario de confusa data no recuerdo fecha, sólo recuerdo la atmósfera – para ese tiempo libre de guarimbas-, porque no me duelen angustias, humaredas, vidrios rotos esparcidos cual metralla, detonaciones, muertos y más muertos. Barquisimeto pagó una brutal cuota de inmerecidas muertes de inocentes…, o culpables. Culpables sí; de amor chavista, de orgullo chavista proletario, moreno pelo teco, bregador, solidario, provinciano, ciclista madrugador, Jirajara.
Por eso el título “Mí Comandanteâ€: en la adolescencia aprendí a punta de vivencias ajenas, como odiar milímetro a milímetro a los milicos; petulante expresión peyorativa importada por los sureños del geopolítico extremo Sur, debido a su brutal experiencia social de esas décadas, cuando yo apenas era una pequeña moza peinada con dos colitas, ataviada con mi bulto escolar para acarrear los libros, los lápices, y los cuadernos que allí cupieran.
En ese tiempo las niñas no portábamos morral. Niña curiosa como un niño curioso, no le perdí pista al Sur, tal vez porque de allá venían Cortázar, El Che, Donoso y Sábato a quienes leía a escondidas porque a las amigas de mi mamá, y a ella misma, le espantaban los títulos incomprensibles y las portadas raídas de los libros ajados que siempre me acompañaban. Mi madrina beata y solterona aconsejaba un noviecito para ir al cine los domingos después de misa y alejarme de tanto libro raro, porque -aseguraba ella-, leer como yo leía, a esa edad, no tenía otra explicación que la influencia de algún endiablado comunista. Que yo recuerde, mi primer proveedor de libros raros fue Papá, el mío por supuesto, adeco amigo de Héctor Mujica y compadre de Raúl Ramos Giménez; él me regaló en cumpleaños sucesivos a Bécquer, a Cervantes, Shakespeare, Andrés Eloy, y muchos otros de Armitano Editores exquisitamente impresos, preciosamente editados, maravillosamente diseñados, más atractivos para mí que todas las muñecas, que cualquier juego frágil de tacitas de loza, o cualquier tomo de cuentos de los hermanos Grimm, deliciosamente ilustrado.
Transcurrido un chorro de años, Chávez me curó de una vez por todas cuando puso en su sitio a La Escuela de Las Américas; de esos prejuicios clasemedia izquierdosa contra los uniformes verde oliva ¡los mismos que vestían Fidel y el Che!, Chávez se convirtió en mí Comandante político y militar hasta siempre; después del por ahora. ¿Qué cómo lo conocí?, igual a cualquier venezolano licenciado por el Vaticano como usuario del libre albedrío: aquella madrugada del 04 de febrero de 1992. No lo conocí antes porque la mezquina ultraizquierda larense se cuidó muy bien de secuestrar bajo sus oportunistas faldones seudo clandestinos; el proyecto Chávez: socialista, antimperialista, anticapitalista, de liberación nacional.
Invariablemente me enteré después de realizadas, de unas reuniones entre los planificadores militares de “un golpe cívico militar†y los planificadores civiles del mismo. Golpe presuntamente promovido por un teniente, o coronel, o teniente coronel, de izquierda. No les daba crédito; no hay militares de izquierda -decía-, ni Fidel, porque él no era militar antes de ser guerrillero, él creó, inventó, diseñó, la milicia cubana junto al Che en La Sierra Maestra, milicia antimperialista, comunista, martiana, y profundamente Fidelista y Chevista.
Si algún soldado subvierte al ejército que lo formó, entonces es un revolucionario, no un izquierdista: la izquierda venezolana es tan floja, tan cobarde, tiene tan poca masa muscular, que huye despavorida de todo lo que huela a Fuerza Armada, a Ejército; sobre todo del Sol y del hambre que éste, por aquellos tiempos, le garantizaba a la tropa. La izquierda venezolana pretende encontrar un ejército burgués que asigne a los nuevos, como mínimo, el grado de Coronel; para mandar siempre y no obedecer nunca, para enseñar siempre y no aprender nunca. Por eso la izquierda venezolana desoyó, difamó, silenció siempre a Maneiro, Chávez quiso y supo oírlo, por eso la izquierda venezolana, de cualquier tendencia; envidió, envidia y envidiará hasta siempre, a Mi Comandante eterno Hugo Chávez.
Volviendo a cómo conocí a Mí Comandante: fue una tarde crepuscular aquí en la ciudad de los cielos rojos, no sé en cuál de los recovecos del subconsciente arrinconé la fecha. Tal vez alguno de los otros y otras asistentes a esa fiesta de palabras que celebramos con Hugo como ponente, guardará en su memoria la fecha cierta, lo cierto es que aquel soldado recién salido de la cárcel se presentó a la hora en punto. Venía de unos desérticos tierreros de esos que antes de Cristo, y mucho más allá de él y de la biblia, eran paisajes marinos por acá, por estas fantásticas geografías de biomas xerófitos.
Lo vi llegar puntual, un segundo después de haber anticipado su llegada contra la opinión general del resto de los invitados, especímenes bordeando la clasemedia y la pequeña burguesía, remisos a creer en la puntualidad de un beligerante aventurero recién salido de prisión. Pero yo conocí a Chávez desde su sorpresivo por ahora que me cacheteó sin darme tiempo a reponerme ante tanta franqueza espontánea, que me expulsó del conocido territorio de la costumbre, que me dejó descolocada en el tiempo y en el espacio, pero ni por un instante me amedrentó, me amenazó, me habló feo, o me confundió a fuerza de dudas. A pesar del eruptivo criadero de suspicacias que soy, puras certezas sembró en mí. Chávez me enseñó que las dudas se desentrañan ellas mismas mientras se gestan. Y me lo enseñó así nomás, con la vibración de su, por ahora.
Cuando entró al comedor donde lo esperábamos alrededor de la mesa, casi firmes y a discreción, me miró fijamente; su límpida y profunda mirada me impresionó, llegó hasta a mí y me estampó un beso en la mejilla, directo y espontáneo como siempre. Escrupulosamente limpio; –en Barinas hay muchos ríos-, me dije. -Este hombre logra lo que sea que se proponga-, será Presidente de este país -¿¡Es un caudillo!?-, aclaraba mis dudas mientras sucedían durante varias horas de conversa.
Peleamos: alzó la voz, mi voz alcé; pa’ bachaco chivo, pa’ gritón, gritona. Me enfurecí y callé. Calló pero no hizo silencio, siguió contando, reflexionando sobre su gira de 72 horas por estos lares, preguntaba de todo a todos. Al rato retomó nuestra conversa, dijo que yo tenía razón, que tomaría muy en cuenta lo que había dicho. Me volvió a dejar fuera de base, argumentó a favor de mis argumentos con exacto conocimiento de causa, no había desoído ni una sola de mis palabras, al contrario, las complementaba como suyas. No era un caudillo, era un hombre muy inteligente, un sabio joven, en todo caso un filósofo coetáneo, simpático y sincero.
Era Hugo Chávez y yo podría decir -lo digo-, desde ese momento, que lo conocí, porque sólo se conoce a la gente después de una pelea, por su manera de hacer las paces, su manera de hacer amigos, el inolvidable, el imprescindible modo, de Chávez ser amigo.
Cuando todos nos íbamos me llamó aparte, me invitó a compartir la cena ofrecida por la anfitriona exclusivamente a él -no puedo, le dije-. Los cuerpos de seguridad del infame gobernador puntofijista, y del nefasto Presidente neoliberal, tenían cercadas al menos 3 manzanas del vecindario, los vecinos llamaban a cada momento para alertar la amenazante presencia de civiles y uniformados equipados para una guerra de invasión, los vecinos temían allanamientos y desapariciones forzadas, expedientes amañados con siembra de drogas y otras tretas contrainsurgentes; los ñángaras aledaños se inquietaban minuto a minuto, los sapos de enfrente auguraban un asalto feroz en cualquier momento y mi hijo adolescente me esperaba enfurruñado dentro del carro, cruzado en la línea de fuego de los francotiradores que algunos aseguraban haber visto apostados en las platabandas de los comercios intercalados entre las viviendas familiares. -Dile a tu hijo que se baje, quiero conocerlo-, -quiero hablar contigo, quiero que me acompañes-, -te quiero en mi equipo-. Laura insistía en que me quedara, si él te invita a ser parte del equipo por algo es, quédate, no te vayas, acompáñalo. Me fui, y por lo que me reste de existencia lo lamentaré, también mi hijo, desde esa noche no se perdona ni me perdona que no le jalara las orejas, el pelo, la nariz, para sacarlo de ese adolescente enfurruñamiento caprichoso, edípico. En ese momento se sintió emocionalmente desplazado ante la presencia de Chávez.
Así lo conocí, así me integré a su equipo de millones de venezolanos demócratas, bolivarianos, socialistas. O como yo, comunistas hormonales. Chavistas incondicionales por ahora y hasta siempre.