LA INFLACIÓN EN EL MUNDO DE AYER DE STEFAN ZWEIG – DANIELLE TRIAY ROYO

Uno busca en la biblioteca ajada, apolillada del padre algo para leer y mitigar la angustia de los días de escasez. Encuentra ese libro lleno de pequeños insectos que han hecho su tabernáculo casi bíblico en los estantes viajeros de ese padre, ejemplar subrayado en sus páginas casi muertas, que trata la lectora de hacer revivir.

Es un texto de finales de los años cuarenta, comprado en los puestos de libros viejos de la Caracas de los años cincuenta. Tapa de cartón, cosido, editora Claridad de Buenos Aires, que siempre traía buenos textos a la capital de los todavía tranvías.

Las polillas o esos bichitos que corren sobre las páginas y alcanzan sin problema  cara, manos, ojos dejan ver una tipografía barata sobre un papel casi marrón de años. Se lee lentamente porque el asunto de las guerras europeas nos ha sido relatado, de manera tergiversada, por los filmes vengativos y comerciales de los estudios del león. Sin embargo existe otra historia, la de los padres, esa que hace brotar lágrimas, soledad, hambre, segregación, persecución, esa que unos exiliados te han contado como retazos de vida verdadera. Por ello, la lectura prosigue hasta llegar a las consecuencias que trae la guerra. Aquí el libro, que al fin nombro, El mundo de ayer de Stefan Zweig. La página 299 trae ya la reseña de la escasez que se deriva de la guerra del 14-18, en Austria, patria del escritor que leemos: “el pan negro se desmigajaba y sabía a brea y a cola… el llamado café era un brebaje de cebada tostada… La mayoría criaba conejos para no olvidarse totalmente del gusto de la carne… y los gatos o perros bien alimentados rara vez volvían de sus paseos”.

Pero a medida que Zwieg, judío de habla alemana, prosigue su narración dolorosa se van añadiendo expresiones y párrafos que hablan de las penurias de la guerra: acaparadores, trueque primitivo, “desaparición del dinero acuñado porque un pedacito de cobre o níquel no dejaba de constituir un ‘valor’, en contraste con el papel impreso. Es verdad que el Estado exigió a la Casa de la Moneda su rendimiento máximo para crear la mayor cantidad posible de dinero artificial, de acuerdo a la receta de Mefistófeles; pero ya no pudo dar alcance a la inflación”.

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El término que nos emparenta hoy a nosotros con aquella situación es esa inflación, que allí tomó por asalto, desvirtuó, envileció, transformó la actividad humana más simple: “Un entendido en ciencias económicas que supiera describir plásticamente todas esas fases de la inflación…  podría…  superar fácilmente el interés intrigante  de cualquier novela, pues el caos tomaba formas cada vez más fantásticas. Pronto  ya nadie sabía cuánto valía una cosa. Los precios subían en forma arbitraria. Una caja de fósforos, en el negocio que había aumentado el precio a tiempo, costaba veinte veces más que en otro, donde el buen hombre que todavía vendía su mercancía, ingenuamente, al precio de la víspera, al cabo de una hora  se encontraba con su comercio vacío, pues un parroquiano lo contaba a otro y todos corrían a comprar cuanto estaba en venta, lo necesitaran o no.”

Cuenta este testigo de la hinchazón de precios que los alquileres no subían por un decreto gubernamental  y  así,  en Austria,  el alquiler de un departamento mediano costaba menos que un almuerzo en esa etapa. “Debido a ese caos frenético, la situación se volvía de semana en semana más insensata y amoral.” Los ahorradores en bancos pasaron a ser mendigos, el que aceptaba la distribución correcta de víveres se mataba de hambre, pero si el vivo infringía toda ley se hartaba de buenos platos.

Cuenta Zweig que aquel que sobornaba, especulaba aprovechaba, acaparaba obtenía progreso inmediato. La evaporación del dinero hacía surgir del humano los más viles procederes, según el enunciador de este texto testimonio. Añadir que lo único que conservaba su valor estable era el dinero extranjero. En la Austria de después de la Primera Guerra Mundial la época se volvió anárquica, incierta, etapa en la que junto al valor descendente del dinero comenzaron a desmigajarse también todos los valores culturales y morales.

Pero el aquelarre de la inflación,  como lo llama el autor,  pasó también a Alemania al caer la República de Weimar, luego del asesinato de Walter Rathenau, otro judío adinerado y político brillante; el autor escribe: “Viví días en que por la  mañana pagué cincuenta mil marcos por un periódico y cien mil por la tarde. El que tenía que cambiar dinero extranjero distribuía la conversión por horas, pues a las cuatro recibía multiplicada la suma que se pagaba a las tres y a las cinco varias veces más que sesenta minutos antes… los billetes de tranvía se pagaban a razón de millones de marcos; camiones transportaban el papel moneda del Banco del Reich a los demás bancos, y quince días después se encontraban billetes de cien mil marcos flotando en el albañal… Unos cordones de zapato costaban más que antes un par de zapatos… Al precio de cien dólares podían comprarse series enteras de edificios de seis pisos en el… hubo fábricas que no costaban más, convirtiendo la moneda, que antes una carretilla.”

Estas han sido solo pequeños párrafos que la lectura retuvo para mostrar ese fenómeno mefistofélico en la Europa de después de la Gran Guerra. El autor que ha guiado este escrito fue uno de más prolíficos escritores de lengua alemana, cultivó, sobre todo, el género autográfico y biográfico. En sus biografías de María Antonieta, Erasmo, María Estuardo, Fouché además de en sus ensayos sobre Dostoievski, Tolstoi, Nietzsche, Freud, este escritor austriaco toma la decisión de esclarecer su presente a la luz de las actuaciones pasadas, así ilumina y saca a flote toda la aparente incapacidad del ser humano para aprender de sus errores, ante todo en esa época en que comienzan a vislumbrarse los primeros indicios de catástrofes mundiales.