El nacimiento de la Cumbre de las Américas, por allá en 1994, expresa las coordenadas políticas precisas de este evento afiliado a la red de instituciones panamericanas, impulsadas por Estados Unidos en la región a partir de su nave insignia, la Organización de Estados Americanos (OEA).
Aquella primera cumbre realizada en Miami, con Bill Clinton como presidente, buscaba ser la primera instancia de consenso regional para la concreción del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), una vez triunfante la unipolaridad con la caída de la Unión Soviética a principios de la década de los 90. Más de 20 años después, la VIII Cumbre de las Américas de Lima, Perú, se ubica en un contexto totalmente diferente de la política exterior de Estados Unidos en América Latina.
En 2005, el ALCA fue enterrado en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, Argentina, y con el pasar de los años la influencia se ha deteriorado a tal punto que a inicios de esta década los organismos panamericanos perdieron gran parte de su poder como expresiones institucionales del poder de Washington en América Latina. Tanto así que su estrategia comercial debió ser reelaborada para reimpulsar el ALCA a partir de la Alianza del Pacífico, plataforma de libre mercado impulsada por Colombia, México, Panamá y Chile.
Dentro de esta nueva realidad, la VIII Cumbre de las Américas expresa la intención de Estados Unidos de rearmar una nueva estructura de control en América Latina: dada su necesidad de consolidar la expulsión de los gobiernos progresistas de países del tamaño de Brasil y Argentina, y de proteger sus intereses económicos del ascenso de China y Rusia como un nuevo binomio con influencia a partir de inversiones e intercambios comerciales, que en el caso del gigante asiático alcanzan la promesa de ingreso de 750 mil millones de dólares, según el propio Comando Sur.
América Latina atestigua una competencia feroz entre potencias que en otras regiones toman rumbos dramáticos e impredecibles, como hoy sucede en Siria con la amenaza de bombardeos anunciada por el presidente estadounidense Donald Trump. Paradójicamente, su ausencia en la Cumbre de las Américas se explica por la necesidad de quedarse en la Casa Blanca a monitorear esta nueva serie de eventos militares, que mantienen en vilo a todo aquel que tenga consciencia del peligroso momento en el que se encuentran los poderes mundiales a la hora de medir sus fuerzas en la arena internacional.
En este contexto, la VIII Cumbre de las Américas tiene como tema principal «La gobernabilidad democrática frente a la corrupción», que coincide con la política que la Administración Trump despliega en la región. Manufacturada como una de las problemáticas más importantes, este tópico ya forma parte, junto al narcotráfico y el terrorismo, de las amenazas narrativas que Estados Unidos utiliza para intervenir en América Latina con el objetivo de tutelar de manera más efectiva el poder político-institucional de Latinoamérica.
Esta Cumbre es la presentación ante la sociedad de un nuevo modelo de control «anticorrupción» para la región
Con base a esta tesis, Estados Unidos armó una serie de estructuras judiciales dentro de los países latinoamericanos que utiliza como una forma de control de la clase política. Entre las cuales sobresalen la visible red judicial-policiaca del Lava Jato en Brasil que acaba de condenar a Lula, la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, la Misión de Lucha contra la Corrupción en Honduras y la simbiótica relación del Departamentos de Estado y el de Justicia con los Ministerios Públicos y Procuradurías Generales de la República de la mayoría en la América Latina. Bajo este fin, la política norteamericana invirtió sólo en Guatemala 100 millones de dólares, un tercio de lo gastado por el Departamento de Estado en programas de justicia hasta 1999.
Por eso la XIII Cumbre de las Américas viene a ser el espacio donde esta agenda avance hacia un compromiso común entre los participantes para realizar reformas judiciales de amplio alcance, uno de los objetivos centrales de la Estrategia de Seguridad Nacional de la Administración Trump. Dirigida a darle mayor autonomía al poder judicial como nuevo árbitro de la política interna de los países de la regióm, como antes lo eran los militares durante fines del siglo XX. Un consenso que Estados Unidos ha construido a través de una agresiva campaña cultural y una serie de operaciones que prácticamente ubican este caramelo envenenado como una necesaria cura contra una «enfermedad endémica», presentada a conveniencia de los intereses estadounidenses.
Sin embargo, en la propia clase política de derecha se alimenta una animadversión contra esta intención de eliminarlos como intermediarios. Por más que suene bien intencionada, la lucha contra la corrupción, institucionalizada desde el poder de Washington, encuentra serios adversarios en los países más adelantados en este proceso, como Guatemala, Brasil y Honduras, donde frontalmente Jimmy Morales, Michel Temer y Juan Orlando Hernández se enfrentan a la casta judicial que los investiga por casos de corrupción.
Incluso, con derivaciones por demás profundas a través de expedientes como el de la red de sobornos de Odebrecht, armado por el Departamento de Justicia, que permiten el ascenso de movimientos y partidos políticos «anticorrupción» en países gobernados por fuerzas políticas adversas como República Dominicana. Variante de un mismo envase que, además, busca ciudadanizar interesadamente la corrupción para que las sociedades latinoamericanas adopten esta agenda como propia, haciendo de la Latinoamérica un laboratorio a cielo abierto de este nuevo formato de intervención.
En este contexto se realiza la VIII Cumbre de las Américas, en un país donde recientemente Pedro Pablo Kuczynski fue destituido por recibir sobornos de Odebrecht. Un accidente de la historia que, sin embargo, desnuda la fibra humana e íntima que toca esta política en los mandatarios de la región. En palabras del senador norteamericano Marco Rubio: «Kuczynski era una persona a la que ellos podían manejar y presionar -de ser necesario- para que siguiera actuando contra Venezuela». Sentencia que revela el núcleo central con el que opera Estados Unidos sobre la clase política latinoamericana: la extorsión.
Otro dato político de profundidad es que, aún con este formato de coerción como principio de relacionamiento diplomático, Estados Unidos no puede mostrar una coalición totalmente alineada a su política de agresión permanente contra Venezuela. Por lo que ante este escenario, el principal activo de una de las Cumbre de las Américas con más ausencia de presidentes es justamente la presentación ante la sociedad de este nuevo modelo de control para la región. Por eso es más que revelador que el empaque con el que se vende sea el de «la gobernabilidad democrática frente a la corrupción».