La vuelta de Marx en el siglo XXI

El mundo celebra el bicentenario del nacimiento de Karl Marx. Ya no son los partidos clásicos de izquierda los que tienen el privilegio exclusivo de la celebración, como ocurría en 1918, cuando el centenario del natalicio del pensador alemán coincidía con el desenlace de la Primera Guerra Mundial y los albores de la Revolución Rusa. Tras el derrumbe de los socialismos reales, acontecido hace casi tres décadas, contamos con un Marx menos sagrado y más profano. Si el Marx de estos 200 años ya no anuncia, como ayer, la inminencia de la revolución proletaria, viene al menos a recordarnos que los costos de las crisis periódicas del capitalismo las seguirán pagando los más débiles y a darnos herramientas para entender problemas centrales de las sociedades actuales.

El mundo entero celebra en estos días el bicentenario del nacimiento de Karl Marx. Ya no son los partidos socialistas y los comunistas los que tienen el privilegio exclusivo de la celebración, como ocurría en 1918, cuando el centenario del natalicio del pensador alemán coincidía con el desenlace de la Primera Guerra Mundial y los albores de la Revolución Rusa. Marx era entonces el padre fundador del movimiento obrero, mientras que hoy las sedes de la celebración son las universidades de todo el globo, las mismas que resistieron durante años la llegada del pensamiento de Marx a las aulas. Hoy son los grandes diarios de todo el mundo los que le consagran suplementos de homenaje, los mismos medios que hace apenas dos o tres décadas celebraban en primera plana: «Marx ha muerto».

No era la de las décadas de 1970 y 1980 la primera muerte de Marx, ni su primera resurrección. La «crisis del marxismo» fue proclamada repetidas veces; la primera a fines del siglo XIX. Pero el fantasma de Marx siguió sobrevolando al capitalismo. Si la redacción de El Capital le costó a su autor décadas de desvelos –Marx escribía de noche–, el espectro de Marx –que es el nombre propio que adoptó el «fantasma del comunismo» de 1848– nunca dejó de ser una obsesión para el capitalismo. Ni siquiera en los años de hegemonía neoliberal, observaba Jacques Derrida, dejaba de «exorcizar el posible retorno de un poder considerado, en sí, maléfico y cuya demoníaca amenaza seguiría asediando el siglo».

Hoy estamos lejos de aquel «consenso ensordecedor» del que hablaba Derrida, que trabajaba sin cesar para que el muerto permaneciera «bien muerto y enterrado». La difusión como vulgata del «fin de la historia» es hoy casi un recuerdo risueño. Marx ha vuelto, acaso por caminos inesperados. Ya no es el adalid de un movimiento obrero que ha sufrido en el último medio siglo dislocaciones colosales. Ni es el padre de aquellos Estados comunistas que se desbarrancaban hace casi treinta años. No es, necesariamente, el precursor de Lenin, ni el de Stalin, el de Mao o el de Trotsky. Aquellas viejas genealogías quedaron arrumbadas en el arcón de los recuerdos.

Hasta hace pocas décadas, izquierdas y derechas podían coincidir en que Lenin había sido el fiel ejecutor del legado de Marx y que la Unión Soviética no era sino la realización histórica del proyecto marxiano. La renovación del pensamiento histórico y político ha hecho estallar ese antiguo consenso. El economista británcico Alec Nove, por ejemplo, demostró que Marx escribió poco y nada sobre la futura sociedad comunista, de modo que aquello que los bolcheviques llamaron pomposamente «teoría marxista de la transición del capitalismo al socialismo» no fue otra cosa que una serie de ensayos y errores experimentados sobre la marcha. La extraordinaria historia del marxismo que dirigió Eric Hobsbawm, con un prestigioso elenco internacional de colaboradores vino, a reponer las diversas apropiaciones que el siglo XX hizo del legado de Marx. La historia del marxismo era, en verdad, la historia de los marxismos. La leninista fue apenas una de esas apropiaciones, incluso una de las más heréticas, pero que devino hegemónica con el triunfo de la Revolución de Octubre. El mundo comunista tendió desde entonces a monopolizar el marxismo, que pasó a llamarse «marxismo-leninismo», y luego «marxismo-leninismo-estalinismo».

El derrumbe del socialismo real trajo consigo el desprestigio de esas viejas genealogías y de las codificaciones. El marxismo de Lenin ya no es sagrado, sino que viene siendo objeto de estudios históricos y teóricos, que lo ponen en relación con otras apropiaciones simultáneas del legado de Marx. La desacralización de Lenin permite revisitar la obra de pensadores o líderes políticos que hasta ayer se caratulaban sumariamente como «revisionistas», «renegados» o «desviacionistas de izquierda», desde Karl Kautsky a Georg Lukács, desde Eduard Bernstein a Rosa Luxemburg, desde Anton Pannekoek hasta Karl Korsch. El siglo XX discutió largamente la relación Hegel-Marx. El posible que el siglo XXI repiense reiteradamente la relación Marx-Lenin. Siempre conviene recordar, para no recaer en los antiguos anacronismos, que si bien Lenin era marxista, Marx no era leninista.

En efecto, el siglo XX leyó a Marx en clave leninista. Su obra se editaba codificada con la de Engels y con la de Lenin, lo que aplastaba las diferencias históricas que separaban a los dos alemanes exiliados del líder ruso. La historia comunista oficial adoptaba una linealidad y una finalidad según las cuales la Liga de los Comunistas de Marx y Engels aparecía como una anticipación del Partido Bolchevique; la Internacional Comunista era la heredera natural de la Asociación Internacional de los Trabajadores: y una experiencia excepcional como la Comuna de París de 1871 era el pensada como la anticipación de la Revolución Rusa.

Las propias representaciones icónicas de Marx, Engels y Lenin, los enormes carteles de Marx, Lenin, Stalin y Mao que portaban en la década de 1950 y 1960 los manifestantes chinos, los mostraban en simultaneidad, como si hubieran sido coetáneos. Las nuevas generaciones que han establecido una relación más laica con Marx lo han ayudado a descender de los pedestales y a escapar de los viejos panteones sagrados. Para corroborar esta mutación en el imaginario social, basta contrastar la solemne iconografía de los viejos daguerrotipos del barbado Marx con las irreverentes intervenciones a que los jóvenes diseñadores gráficos han sometido sus fotografías en la web, en las revistas estudiantiles, en los fanzines, en los volantes. Este Marx con su barba teñida de verde, sus ojos maquillados con rimmel o sus labios pintados con carmín, dialoga mejor con las jóvenes generaciones del siglo XXI que aquel Marx hierático de las estatuas.

El derrumbe de los socialismos reales, acontecido hace menos de 30 años, hizo desvanecer esa cultura comunista que hoy percibimos tan lejana. La historia del marxismo se ha descentrado para ganar en ecumenismo, la historia de la Revolución Rusa y de la Unión Soviética han ganado en espesor y en desacralización. A medida que se debilitaban o desaparecían los ismos del siglo XX, el pensamiento de Marx fue recobrando densidad por sí mismo. Al mismo tiempo que viene siendo objeto de nuevas actualizaciones.

Si tuviésemos que establecer un punto de quiebre en este proceso, podríamos datarlo en el año 1998. Con motivo de los 150 años del Manifiesto Comunista, casi todas las universidades del mundo, sobre todo el mundo occidental, convocaron seminarios y simposios. La prensa lanzó durante ese año decenas de suplementos especiales desde las más diversas regiones del globo. Se lanzaron ediciones masivas del Manifiesto en alemán, inglés, francés, español, portugués, italiano, griego, turco, kurdo, árabe, hebreo, islandés, esloveno, eslovaco, sueco… El deseo de Marx y Engels anunciado en las primeras líneas del Manifiesto de ver publicado su texto simultáneamente en diversas lenguas, finalmente se había hecho realidad 150 años después.

Es que el mundo globalizado de fines del siglo XX y comienzos del tercer milenio era asombrosamente parecido al descripto en el Manifiesto Comunista. Los hombres y mujeres del nuevo siglo entendían que aquella profecía de que un sistema anónimo, impersonal y regido por la lógica de su propia acumulación, entonces bautizado «capitalista», se extendería por todo el globo subordinando antiguas tradiciones y formas de vida, y venciendo todas las resistencias culturales o nacionales, se había cumplido puntualmente. Pero esa «profecía» no solo anunciaba la expansión geográfica del capital por todo el globo, sino también la generalización de las relaciones mercantiles, al punto que la casi totalidad de los bienes y los servicios que producimos y consumimos en el tercer milenio, ya sean materiales o digitales, no adoptan otra forma que la de mercancías. El Marx redescubierto esos años era sobre todo el del profeta de la modernización capitalista, entonces rebautizada «globalización». En sus versiones más simplificadas, Marx aparecía celebrando antes que impugnando el capitalismo.

Sin embargo, diez años después, la crisis mundial que estallaba en 2008 vino a recordarnos que el diagnóstico crítico de Marx sobre la dinámica de expansión del capitalismo sujeta a sus crisis periódicas y con su carga de miseria, exclusión y violencia sistémica, también permanecía vigente. Las reediciones de El Capital, interrumpidas durante muchos años, se reactivaron entonces en todo el globo. Incluso para los exponentes más serios de la ciencia económica, que desde hacía décadas venía dándole la espalda a Marx, era irrelevante una explicación de la explosión de la burbuja financiera como la mera consecuencia de la irresponsabilidad de algunos bancos en el otorgamiento de créditos hipotecarios «basura». La olvidada teoría de Marx según la cual las crisis económicas no eran el mero resultado accidental de agentes exógenos sino que eran inherentes al capitalismo, volvió al centro de la escena.

Pero las crisis económicas, como sabemos, no son necesariamente terminales. El capital, ciertamente, se depura a través de sus propias crisis para relanzarse en nuevos ciclos de expansión. Mientras la humanidad no encuentre, como quería la utopía marxiana, el modo de organizar concientemente la producción social, mientras la producción quede librada a las fuerzas ciegas y anónimas del mercado, tendremos más capitalismo. Si el Marx de estos 200 años ya no anuncia, como ayer, la inminencia de la revolución proletaria, viene al menos a recordarnos que los costos de las crisis periódicas del capitalismo las seguirán pagando los más débiles: los trabajadores, los desocupados, los pensionados, los pequeños capitales obsoletos o «improductivos», los migrantes, los excluidos del sistema, los países periféricos «no viables».