Por: William Ospina
No es que sea un error nuestro deseo de confort y de comodidad, pero no todo confort supone un beneficio: hoy vivimos la paradoja de que casi todo lo que halaga nuestra comodidad atenta contra nuestra salud.
El confort nos hace sedentarios: escaleras eléctricas, ascensores, automóviles se nos ofrecen como una gran conquista que ahorra esfuerzo físico, pero al mismo tiempo nos venden sin fin aparatos para hacer ejercicio, para modelar la figura, para evitar las enfermedades circulatorias. Ya nuestra alimentación necesita el antídoto continuo de medicinas para la presión arterial, antiácidos y ansiolíticos. Sí, la ciudad es costosa, como decía Browning: nos vende a la vez sedentarismo y gimnasia, angustia y calmantes, incomunicación y aparatos, aburrimiento y espectáculos.
¿Era de verdad tan aburrida la naturaleza? ¿Sí vino a mejorarla la novela del espíritu y la animación de la historia? Nadie dudó tanto de ello en tiempos recientes como las generaciones románticas. Descubrieron que era más apasionante el viaje que el encierro confortable, más educativos los bosques y las montañas que los claustros, más asombrosos los fenómenos de la naturaleza que los inventos de la industria. También a lo largo de la historia nadie disfrutó tanto la pasión y la aventura de vivir como los artistas, para quienes la simplicidad o la sencilla complejidad de la naturaleza fue la principal fuente de creación.
Y la humanidad empezó a fascinarse con la ciencia ficción, que había tenido su gran comienzo con las primeras fantasmagorías de la revolución industrial. Unos de sus temas centrales eran la urbe absoluta, las torres babilónicas, la velocidad, la cibernética, la robótica. Nadie parecía advertir que en la raíz de la ciencia ficción no estaba la veneración de esos universos de metal y de electricidad, el deleite de esas alianzas de la carne con la mecánica y la electrónica, sino el miedo. En realidad la ciencia ficción no era una elegía sino una advertencia, y en el caso de algunos de sus más altos creadores, como Philip K. Dick, el sobrecogimiento y el espanto.
También en las primeras décadas del siglo XX Colombia empezó a decirles adiós a los campos. Es bueno recordar que en aquel momento, a comienzos de los años 40, uno de nuestros más altos poetas, Aurelio Arturo, sorprendió a sus contemporáneos con un poema que era la reconstrucción de su casa en los campos, de su tierra natal. Parecía hecho sólo con la nostalgia de la aldea, pero aquel gran poema, Morada al Sur, el que más ha marcado nuestra sensibilidad contemporánea, no respondía para nada a los hábitos de la tradición, se diría que a medida que construía un ámbito del recuerdo, estaba inventando el lenguaje, una nueva manera de nombrar las cosas asomaba en él a cada instante. Allí uno nunca oye lo que está acostumbrado a oír: las noches no son negras o profundas, son mestizas, las noches no caen sobre el mundo, suben de la hierba, los cascos de los caballos estremecen la tierra, las sombras no son opacas, son brillantes, las estrellas son negras y sonríen “con dientes de oroâ€.
Justo en momentos en que comenzaba la leyenda sombría del campo, Arturo nos recuerda que para muchas generaciones los campos y las moradas humanas en ellos fueron lugares de bendición, de misterio, de belleza y de felicidad. Cuando la modernidad empezaba su violencia y sus expulsiones, sus destierros dramáticos y sus noches de fuego y de sangre, el poeta celebraba la naturaleza como una irreemplazable morada, y su voz exaltaba aquel ámbito no como algo perdido sino como algo indestructible, porque no lo estaba atestiguando en el mundo sino fundando en el lenguaje, donde nadie podría borrarlo, a donde no llegan ni los incendios ni los puñales:
No todo era rudeza, un áureo hilo de ensueño / Se enredaba a la pulpa de mis encantamientos,/ Y si al norte el viejo bosque tiene un tic-tac profundo, / Al sur el curvo viento trae franjas de aroma.
En aquel mundo una magia profunda lo impregna todo, y la principal sensación que nos produce es que la naturaleza, amada e interpretada por el ser humano, es la morada más plena que podría desearse.
Por ello es importante ver en los versos de Arturo que él no idealiza, que no está construyendo un refugio bucólico de plenitud y de ilusión para huir de la realidad, porque algunos de los fragmentos más poderosos del poema hablan también del duelo y del espanto que están en su morada como en todo nicho humano. Una morada verdadera es aquella donde también existen el dolor y la pérdida, el miedo y el desamparo, el horror y la angustia, pero donde todo eso no alcanza a eclipsar el poder balsámico del mundo natural, sus tesoros y sus renovaciones.
Y yo volvía, volvía por los largos recintos, / que tardara quince años en recorrer, volvía. / Y hacia la mitad de mi canto me detuve temblando, / temblando, temeroso, con un pie en una cámara / hechizada, y el otro, a la orilla del valle,/ donde hierve la noche estrellada, la noche / que arde vorazmente en una llama tácita.// Y a la mitad del camino de mi canto, temblando,/ me detuve, y no tiembla entre sus alas rotas, / con tanta angustia un ave que agoniza, cual pudo / mi corazón luchando entre cielos atroces.
Dos cosas nos está revelando: que en la morada humana, por bella, por fascinante que sea, siempre estarán el dolor y la tragedia, que forman parte de nuestra condición humana, porque estamos hechos de tiempo, y el tiempo que somos nos desgasta y nos pierde, porque estamos hechos para ganar y perder, para recibir y despedir seres y esplendores.
Pero la segunda cosa que nos enseña es que no hay espacio más propicio para vivir esa condición humana con sus bellezas y sus dolores que el ámbito de la naturaleza:
En esas cámaras yo vi la faz de la luz pura. / Pero cuando las sombras las poblaban de musgos, / allí, mimosa y cauta, ponía entre mis manos / sus lunas más hermosas la noche de las fábulas.
Y entonces comprendemos que en esas palabras no hay solo nostalgia sino que alienta una promesa. Él parece adivinar a través de la bruma de las décadas, que esa que fue su morada no sólo permanece en el recuerdo sino que germinará en el sueño de las generaciones. Que Colombia mirará su presente y sentirá cada vez con más fuerza el deseo de recuperar esa vida posible, no renunciando a la ciudad y a sus conquistas, sino buscando la reconciliación entre el mundo urbano y el mundo natural, como ya lo anhela el planeta entero; la alianza entre el transporte, la comunicación, la conciencia planetaria, la audacia del conocimiento y el milagro de los inventos humanos, con la protección profunda del tesoro natural amenazado. Que hay que reconstruir ese ámbito natural, convirtiendo la cultura en una alianza verdadera entre lo que recibimos y lo que hacemos, entre el mundo que nos ha engendrado y los sueños y las transformaciones prudentes que podemos obrar sobre él.
Es por eso que no sólo nos dice: Tú te acuerdas de esa tierra protegida / por un ala perpetua de palomas, sino que nos susurra finalmente algo que todos necesitamos oír: Torna, torna a esta tierra donde es dulce la vida.
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