Más que económica, la guerra contra Venezuela es cultural. Se trata de una agresión continuada que tiene como arma principal el imaginario de quienes habitamos este territorio, para ello, quienes la ejecutan, extorsionan a la población acaparando o especulando con los precios de los alimentos procesados que forman parte de hábitos impuestos por la cultura del petróleo.
Un evento en el siglo XX cambió sustancialmente la historia de Venezuela: la aparición del petróleo. Venezuela dejaba de ser mina agroexportadora de cacao y café para ser una mina exportadora de materias primas de origen mineral e hidrocarburos, tal cual lo determinaron las grandes potencias europeas al repartirse el mundo.
El fantasma del desarrollo petrolero
Con el «desarrollo» petrolero, producto de la inversión de los excedentes del capital financiero-monopolista, el Estado venezolano logró incrementar los ingresos en divisas, dispuso de recursos crecientes y el ingreso por persona alcanzó niveles similares a los de algunas naciones avanzadas, lo que se desarrolló fue la capacidad importadora para satisfacer las necesidades creadas de bienes y servicios.
Hasta acá pareciera que la capacidad de consumo de toda la población aumentó; no fue así. No se puede hablar de la Venezuela petrolera sin tomar en cuenta la acumulación de la renta petrolera de la «burguesía» parasitaria y de un funcionariado que convirtió al Estado en la caja chica de esa clase. De allí que lo que llamamos «estabilidad política» está sujeto a quien tiene poder sobre el petróleo, nuestra principal fuente de riqueza, y a quien orienta la cultura que éste ha generado.
El petróleo, como pocos productos de exportación, ha sido vinculado por las clases políticas y empresariales a conceptos como modernización, democracia, bienestar, progreso, acorde a la cartilla civilizatoria de los poderes europeos. Sin embargo, la industria monopolista fortaleció y se asoció a una franja de la clase media que va desde los tecnócratas hasta los intelectuales, pasando por la misma clase obrera concentrada en las «ciudades petróleo» para venderles un proyecto nacional que incluía todo ese paquete conceptual.
El mito de «sembrar el petróleo» se concretó en un proceso de industrialización fantasma que aún adolece de una dramática dependencia de insumos y bienes de capital importados. Más dramática es la dependencia de las fluctuaciones del mercado exterior, con todo y que la OPEP ha logrado disminuirla. Por consecuencia, de lo descrito derivan procesos económicos y sociales en los que el capitalismo rentístico frustra cualquier pretensión de enarbolar un modelo que lo contradiga, el intento que consumió a totalidad la vida de Hugo Chávez.
La inserción de la cultura del petróleo
El antropólogo Rodolfo Quintero describía la cultura del petróleo como «una cultura de conquista que establece normas y crea una nueva filosofía de la vida para adecuar una sociedad a la necesidad de mantenerla en las condiciones de fuente productora de materias primas». Este proceso no ha dejado de ocurrir, se hace y transforma a cada segundo, en cada hábito que se internaliza en el quehacer cotidiano.
El análisis sigue y se ha escrito mucho al respecto; ahora nos detendremos a contemplar cómo la guerra que ha desatado esa misma «burguesía» contra Venezuela se afianza sobre esa cultura, en específico sobre nuestra cultura alimentaria.
En nuestra condición de mina no solo cambió nuestro concepto y materialidad de vivienda y vestido, sino la forma de alimentarnos. Del ritual impuesto por los europeos, pasamos a la comida rápida y prefabricada que desacraliza el acto de comer y lo convierte en una transacción más.
Ese imaginario de consumo penetró mediante la propaganda que nos vendió como «progreso» el ser clientes sumisos de los productos de las empresas monopolistas, llámese vestidos, alimentos o vivienda, llámese también el tiempo y espacio necesario para ser sus esclavos.
El petróleo incluye a Venezuela en la órbita política, cultural y social de Estados Unidos, el american way of life. Aun cuando nunca fue pensada para todos, la idea del confort se fue adhiriendo a la defensa de la «libertad» individual, que se basa en apartar al Estado de la economía, añorar lo extraño y ver la tierra venezolana como un producto para extraer y mercadear.
La petrodieta del esclavo urbano
Luego de la Segunda Guerra Mundial, comenzaba la gran aceleración (1950). Las élites subordinadas de las periferias latinoamericanas intensificaban su imitación gastronómica del american way of life. Un ejemplo sencillo es la popularización del formato de desayuno consistente en jugos, cereales (de avena, trigo o maíz), café con leche, tostadas o jamón con huevos. Más que una imitación directa, estos hábitos responden a presiones económicas y de tiempo, originadas por los intereses de comercialización e industrialización de corporaciones transnacionales.
Los centros urbanos fueron pensados para concentrar la fuerza de trabajo, no para la vida plena. Dentro de toda la estandarización que contienen, está la del consumo de alimentos, por ello aumentó la importación de leche, huevos, maíz, trigo, así como se sustituyeron las bebidas tradicionales por las industriales de origen extranjero. De esta manera, mientras progresaba la instalación de plantas «nacionales» con tecnologías controladas desde el extranjero, se vendió la idea de la «capacidad productiva» como la posibilidad de reprocesar o empacar productos alimenticios.
Desde la agroindustria se gobierna sobre la llamada «canasta alimentaria», elaborando y distribuyendo productos ultraprocesados con alto contenido de azúcar, grasa y sal, cuyo consumo se cuenta entre los factores de riesgo más importantes para desarrollar sobrepeso, obesidad y enfermedades no transmisibles (ENT) como la diabetes tipo 2, hipertensión, enfermedades cardiovasculares, enfermedad respiratoria crónica y algunos tipos de cáncer. Estos constituyen hoy día la principal causa de muerte en el mundo.
Se estima que alrededor del 58% de la población latinoamericana y caribeña (cerca de 360 millones de personas) tiene sobrepeso, y que la obesidad afecta al 23% (140 millones). Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), Venezuela era en 2014 el cuarto país con mayor porcentaje en prevalencia de sobrepeso y obesidad en población adulta (mayores de 18 años) en países de América Latina y el Caribe con un 61%.
Dicen la FAO y la OMS que esto se agudiza por los estilos de vida más sedentarios, jornadas laborales extensas, desregulación del mercado y publicidad de productos alimenticios no saludables, incentivos fiscales y otras fallas de mercado que favorecen productos que promueven la ganancia de peso, además de los procesos de urbanización sin un planeamiento para una movilidad más activa y menos motorizada.
Venezuela, como otros países de la región, presenta en los productos de la «canasta alimentaria» mayores precios por caloría para las verduras que para las bebidas azucaradas. El azúcar y las mantequillas y aceites son fuentes crecientes de calorías abundantes y baratas, además, los productos de charcutería (carnes procesadas) estaban entre los tres primeros productos de consumo en la IV Encuesta Nacional de Presupuestos Familiares (2008-2009). Más allá de los problemas de acceso y consumo que puedan estar ocasionando la especulación y acaparamiento de estos productos, el descontento social es por el shock cultural que provoca la escasez de esos productos ultraprocesados, inducida por cadenas agroindustriales.
Según la investigadora Pascualina Curcio, del total de rubros alimentarios disponibles, en promedio 88%, se produce en nuestro territorio (con semillas, agroinsumos y alimentos balanceados importados, cabe destacar), el 12% restante ha sido y sigue siendo importado. El 50% de la producción total de los alimentos procesados y de elaboración rápida (arroz, harinas, pasta, carnes, lácteos), impuestos como hábito por la cultura del petróleo, está concentrado en el 10% del total de empresas privadas monopolistas y su paquete tecnológico altamente dependiente de petrodivisas, no es casualidad. Así y para eso fue diseñado.
La cultura del petróleo nos inoculó hábitos que nos hicieron dependientes, no solo fisiológica, sino culturalmente. Para poder trabajar en los centros urbanos y dedicar el tiempo a trasladarnos a fábricas, oficinas, centros de servicios, debemos olvidarnos del trabajo que, en otros tiempos y lugares, ha llevado el proceso de preparación de los alimentos. Pilar, picar, fermentar, lavar alimentos frescos significan «atraso» para el habitante urbano. Progreso es cocinar lo precocido, aliñar con glutamato, congelar y descongelar, endulzar con azúcar refinada y tardar el menor tiempo posible para disfrutar las mieles del desarrollo.
Se hace difícil que la pura gestión gubernamental contrarreste este diseño cultural anclado a nuestro sistema de valores; ahí es de donde se ancla la guerra.