2019 abre el telón y rápidamente el país es deslizado a una nueva operación de cambio de régimen que sintetiza y acumula los aspectos más destructivos de las anteriores.
La violencia y las hostilidades, como en toda guerra, nuevamente comenzaron por el discurso y como siempre en orden de autoridad y dependencia: desde el secretario de Estado Mike Pompeo, pasando por el Grupo de Lima, para finalmente terminar en la asunción del diputado de Voluntad Popular Juan Guaidó como presidente de una Asamblea Nacional en desacato.
A partir de ahí se desprenden las líneas gruesas del paisaje de confrontación en el cual se desarrollará el ciclo político local en el primer semestre del año, entre tendencias de fractura y recomposición de la propia sociedad venezolana y con las determinaciones de una crisis geopolítica y civilizatoria que, con la aceleración del conflicto entre Estados Unidos y China, nos pone a coger palco.
En el campo estrictamente nacional, Rondón no ha entrado a pelear todavía. Cuando suceda en los próximos días y semanas, tendremos una fotografía más nítida de la correlación de fuerzas actual, al menos, para este primer semestre del año, a lo que inexorablemente habrá que sumar el pulseo geopolítico después del 10 de enero.
El cuadro global de la cuestión venezolana
El transcurrir de Venezuela en los últimos años ha desafiado los patrones acostumbrados de causa y efecto, haciendo imprevisible casi siempre el futuro más cercano. En los últimos años se ha entretejido un período de inestabilidad donde las cadenas de acontecimientos inesperados y peligrosos pueden cambiar la situación de un momento a otro, mientras que lo planificado se hace cada vez menos significativo para proyectar el largo plazo.
Para muestra un botón: nuevamente la Asamblea Nacional y plataformas internacionales subordinadas a Washington desconocen al gobierno venezolano. Aunque esto sucede ahora en un contexto político de mayor tensión geopolítica, y sin lugar a dudas con agendas disruptivas operando detrás pero más alebrestadas de lo común, es imprevisible saber la magnitud y la virulencia de la nueva operación de cambio de régimen que está en marcha por la urgencia propia de los planificadores estadounidenses.
En todas las escalas del organigrama de la agresión contra Venezuela hay improvisación, y nadie sabe a ciencia cierta si las fases de lo planificado culminarán exitosamente. Ellos también operan en una calle ciega y sin manejo concreto de todas las variables en juego, y es allí donde el escenario cunde de peligrosidad porque hace posible tantear la brutalidad de un acontecimiento inesperado que voltee las circunstancias.
No olvidar: ya lo intentaron con el frustrado magnicidio en un día cualquiera de agosto sin que hubiera una trama visible de golpe.
Son incuantificables las causas que originan esta ausencia de brújula. Una de ellas que se puede analizar por su relevancia, está vinculada a la novedad histórica de nuestro tiempo: vivir una gigantesca transición y ruptura del orden mundial global vigente y de su proyecto de gobernanza, pero en medio del desgarro material y psíquico de la globalización neoliberal que impide la consolidación en el tiempo de cualquier sistema de reglas de convivencia. Nunca antes, en tan poco tiempo y con tanta violencia, tantos intereses, rabias, frustraciones, desórdenes existenciales y delirios, se habían acumulado y entrado en contradicción bajo una premisa apocalíptica. Su nombre es «guerra civil global» y atraviesa tanto a la élite como al 99% de la población.
Por sus condiciones y singularidades históricas, Venezuela recibe el impacto de este oleaje de tensiones sin un modelo de país propio que pueda metabolizarlas y orientarlas hacia un freno de la disgregación. Esto dibuja el marco histórico y espiritual de la guerra en curso.
Pero es justamente desde ahí que se desprende el objetivo estratégico del nuevo intento de cambio de régimen: la intensificación del asedio para que el país no tenga tiempo, calma, orden, ni los recursos materiales y físicos para construirse un nuevo pacto social y económico donde protegerse y reinventarse ante la turbulencia global. Derrocar al chavismo antes de su próxima reinvención: la lógica de funcionamiento de la guerra desde 2013.
En este sentido, el reto del proyecto venezolano también va por partida doble. Frente a las sanciones que presionan hasta el extremo todas nuestras contradicciones económicas, y en paralelo, frente a la guerra política internacional que maneja los tiempos de forma suicida, posterga que la experiencia acumulada sea invertida en nuestra urgente reconstrucción nacional.
Así, el derrocamiento del gobierno presentado bajo trampas legales que siempre encubren las opciones antipolíticas de fondo, expresa a su vez el empuje del poder global por disolvernos como experiencia política continental. Y Maduro es su botín simbólico.
Descalabro y dependencia: la Asamblea Nacional se traslada a Washington
La secuencia de eventos que llevaron al diputado Juan Guaidó a desconocer al gobierno venezolano desde la presidencia de la Asamblea Nacional, nos aproxima, con mayor nitidez, a las razones y consecuencias del descalabro de la dirigencia antichavista. Aunque no se niega su mérito propio en ese proceso, el estado de inutilización en que quedó la dirigencia antichavista luego de revoluciones de color fallidas, muy bien administradas tiempo después por Washington para favorecer a su camada de mercenarios profesionales formados por la USAID y la NED contra los sectores moderados, ha permitido que la transferencia de mando hacia el tablero internacional fuese automática e indolora.
Esto lo certificó el paseo del secretario de Estado Mike Pompeo por Brasil y Colombia para coordinar los próximos pasos del hostigamiento diplomático contra el país, la traducción posterior de esa línea de acción y otras más en el comunicado del Grupo de Lima, y su puerto de llegada en el ventrílocuo del momento, Juan Guaidó, que sin ofrecer resistencias y simulando una especie de impronta de la sociedad civil, trasladó al hemiciclo la agenda de una coalición de gobiernos extranjeros.
Aunque bastante reducida y conocida es su estatura moral, a tal punto de reducir un poder soberano del Estado venezolano a estatus de oficina del Departamento de Estado norteamericano, lo que ocurrió no podría haber sido de otra forma. La minusvalía opositora en el campo electoral como consecuencia de su complejo de Edipo hacia Estados Unidos, la ausencia de un liderazgo de proyección nacional y la reducción de su base de apoyo, ha hecho de la subordinación a instancias extranjeras su única garantía de existencia en el tablero político.
El legado de Julio Borges de transferir a Estados Unidos y la Unión Europea las líneas gruesas de la presión económica-financiera y diplomática contra Venezuela, que reclamó como suyas el Grupo de Lima, ahora se revierte contra un Guaidó que debe administrar un elefante blanco con distintos jefes supranacionales que pregonan orientaciones y vías distintas para conducir la confrontación con el chavismo.
Esa debilidad quedó manifestada en el pésimo equilibrismo que hizo al llamar desde la tribuna de oradores a la conformación de un «Gobierno de Transición» que «no dependerá exclusivamente del Parlamento», entre otros malabares como anunciar la «usurpación de Nicolás Maduro en la Presidencia», pero evadiendo si el escenario se resolverá con él mismo simulando la toma de posesión de la primera magistratura del Estado.
Guaidó deberá acometer una tarea imposible en una fracción muy corta de tiempo: a lo interno, mantener entusiasmada a la barra brava del «Team Almagro» que pregona la intervención directa y a las otras tendencias opositoras, muy debilitadas hoy, que apuestan por la negociación apropiándose a su manera del comunicado del Grupo de Lima. A lo externo, en consecuencia, deberá sostener el apoyo del gobierno de Iván Duque y el pedido de choque de poderes exprés solicitado por Washington.
La finitud de Guaidó estará marcada por esa presión de agendas de distinto nivel, fuerza y apresto financiero, que operan bajo el consenso de que la promesa política del estado Vargas debe ser sacrificada, o al menos desgastada al máximo posible, mientras se acumulan los factores de presión económica, financiera e institucional que harán viable e «impostergable» una intervención militar preventiva. Es decir, la definitiva fase de securitización del conflicto venezolano, la cual dependerá, sí o sí, de que esa deriva se imponga bajo la promoción del contencioso local como una amenaza a la seguridad de una entidad política concreta (Colombia o Estados Unidos) o «internacional», empleado como recurso propagandístico los efectos de la migración.
Las operaciones de bandera falsa, «crisis humanitarias» de laboratorio, simulación de enfrentamientos armados o la conformación de grupos mercenarios, serán clave para llegar a ese punto. La porosidad de la frontera colombo-venezolana se perfila como la base de desestabilización seleccionada por sus rasgos, características y lesionado tejido.
Grupo de Lima: cartografía de un semigobierno supranacional (formato libio criollizado)
Hay distintas formas de observar el último comunicado del Grupo de Lima. Por su extravagancia, representa una operación política dirigida a atemorizar al chavismo haciendo suyo y presentando como novedosas tácticas de guerra diplomática y financiera que tienen tiempo corriendo de manos de Estados Unidos y la Unión Europea. Lo extenso, apresurado y agresivo del tono utilizado tiene que ver con cubrir la ausencia de México.
Por su violencia, implica una carta de navegación para legitimar cualquier acción insurreccional que apunte a quebrar la Constitución venezolana. Por sus compromisos previamente adquiridos, se asume como plataforma internacional de los intereses de ExxonMobil en el petróleo del Esequibo guyanés, al cuestionar la expulsión legal de un buque de exploración por parte de la Marina venezolana hace pocos días. Por su composición heterogénea, ofrece una plataforma de opciones políticas contradictorias (derrocar a Maduro y pedir elecciones al mismo tiempo, por ejemplo) que agregará mayores rivalidades a la dirigencia opositora, quizás afectando algunas posturas dentro del Grupo dependiendo de cómo se desarrolle la situación.
Pero por su finalidad, el Grupo de Lima se abroga un conjunto de atribuciones y facultades del Estado que persigue el tutelaje de las instituciones venezolanas. Desde su exigencia a que sea transferido el poder ejecutivo a la Asamblea Nacional, la designación de las elecciones del 20 de mayo pasado como ilegítimas, hasta la exhortación al bloqueo del comercio internacional con Venezuela y el reconocimiento del «Tribunal Supremo en el exilio», queda expresado el interés por monitorear y suplantar las instituciones nacionales y la voluntad político-electoral expresada por la mayoría de la población.
Una agresión que no se finaliza únicamente en el ámbito diplomático por ser un comunicado, sino que busca interferir en las prácticas institucionales concretas del Estado venezolano, que son básicamente, como las de cualquier otro Estado, el manejo de su comercio exterior, la autodeterminación de su tejido legal y de conducir sus procesos electorales, la protección de su integridad territorial y la salvaguarda de la autoridad de sus poderes públicos.
En lo simbólico, el Grupo de Lima se abroga una especie de autoridad supranacional al consagrar como legal y jurídicamente vinculante lo que deviene de su criterio, y no aquello que impone la Constitución venezolana reafirmada por su población en cada proceso electoral. En el discurso público y con el apoyo material de la Asamblea Nacional, el Grupo intenta reconfigurar la soberanía venezolana como una extensión de la suya.
Este socavamiento y acoso de la anatomía del Estado venezolano, apoyándose en la Asamblea Nacional, no se corresponde tanto con la metódica del choque de poderes del año 2015, sino que dio un paso adelante configurando una base de reconocimiento internacional a la emergencia de un paraestado. La cercanía con el formato libio es reconocible de inmediato, tanto por el lenguaje simbólico de la «usurpación» que posibilitó la intervención de la OTAN, como por el uso de la narrativa de la transición, que camufla el discurso de la guerra civil de fondo, para presionar a un país a dividirse entre dos Estados, que compiten por autoridad, legitimidad internacional y administración de los recursos de la nación.
Ningún formato al exportarse guarda todo su diseño original, siempre es sometido a las condiciones nuevas donde se pone a prueba y a las modificaciones que proporcionan sus variables. En ese sentido, las sanciones dirigidas a bloquear el acceso al comercio internacional del país por parte del gobierno venezolano, a lo que se suma el acoso y la prohibición de viajes contra altos funcionarios de la República, han pretendido configurar un vacío relativo de funciones estatales que, ahora, ante las nuevas circunstancias, pudiera plantear su suplantación por la vía de un «Gobierno de Transición» de laboratorio.
La diferencia crucial entre el formato y su adaptación a Venezuela es que en Libia el «Consejo Nacional de Transición» ostentaba un ejército paramilitar de extracción terrorista y había logrado el control de buena parte del país ante de su reconocimiento internacional. En el caso venezolano, la fase internacional maduró sin esta variable de poder fáctico por la capacidad de detección y desestructuración de grupos mercenarios por parte del Estado venezolano.
¿Otra revolución de color? Proyecciones, geopolítica y reorganización de los antagonismos
Pero más allá de lo planificado y calculado inicialmente, con toda la mezcla de formatos e intervenciones semidirectas y camufladas que están planteadas, este nuevo intento de cambio de régimen necesita de la activación de las opciones antipolíticas de siempre (violencia mercenaria, profesional, banderas falsas, confrontaciones callejeras promovidas por vanguardias entrenadas, etc.) que le den matiz de realidad al relato del fin del chavismo y al «nuevo gobierno».
La incógnita de si son posibles no está en su factibilidad per se, pues las sanciones económicas representan un aliciente al descontento social que puede ser empleado articulando (y financiando) protestas sectoriales disgregadas que vayan gestionando un sentido común de conflictividad generalizada.
El asunto clave está en si el antichavismo cuenta con un base de masas lo suficientemente sólida, animada y movilizada con la cual mantener un ambiente de crispación y violencia el tiempo suficiente que exige la maduración de las condiciones internacionales, o al menos el necesario para acompañar la presión económica-financiera e internacional hacia el objetivo de fracturar al gobierno venezolano. Es imposible proyectar una respuesta definitiva, sin embargo, la experiencia de dos revoluciones de color en menos de cinco años nos dan como elementos de alerta una etapa de preparación de condiciones, que van desde la instalación de un relato sofisticado hasta la gestación de un liderazgo que asumirá la vanguardia, que por ahora no muestra signos de maduración.
A esto se suma, producto de las sanciones, una reconfiguración de los antagonismos políticos y sociales de la sociedad venezolana que hoy coloca a las dificultades económicas cotidianas como eje articulador de la escala de prioridades de la población y de las exigencias de los actores políticos. Para dolor del «Team Almagro», la contradicción política de Venezuela no es «Libertad vs. Dictadura», sino «Salario vs. Sanciones».
En tales circunstancias, el chavismo ha sido hábil en construir un bloque social por la recuperación económica transversalizando esa agenda más allá del propio chavismo y colocando como el principal obstáculo a las sanciones económicas. La oposición, identificada con las sanciones y vista como aliada del empresariado que mantiene sometida la situación económica, se enfrenta al problema de superar su crisis de liderazgo y de movilizar a una población que tiene como prioridad su subsistencia diaria.
Precisamente, por ese cúmulo de razones, es probable, más que una revolución de colores tradicional, un hecho de conmoción que resuma las fases, acumule la suficiente presión en distintas escalas y desencadene circunstancias de choque internacional, institucional y político que favorezcan la supremacía de la oposición en el marcaje de tiempos para la definición (siempre violenta en el papel y en la práctica) del conflicto.
La defección del magistrado del TSJ, Christian Tyrone Zerpa, parece ser un ejemplo a seguir de los golpes de efecto que buscan para compensar, en esta primera etapa, la movilización que le hace falta en la calle. Tal parece que, también, ese será el móvil de las próximas acciones en el campo institucional: intensificar el acoso, la atemorización y la promoción de defecciones para irle dando cuerpo físico al relato de la transición y del «quiebre definitivo del chavismo».
La intensificación del bloqueo financiero contra el país y sus terribles consecuencias no corresponde a un pronóstico, sino a una realidad permanente. Favorece a la oposición porque promueve el descontento y su capacidad de articularlo políticamente, pero al mismo tiempo, y es el efecto principal que signó 2018, es que consolida los planes de contingencia del gobierno como lo son el CLAP y el Carnet de la Patria. Fortalece su conexión con las necesidades primarias de gran parte de la población, lo que también a su modo genera una sensación de predictibilidad y certeza que contrastan con el sacrificio que le piden a la población porque Juan Guiadó quiere ser presidente, Antonio Ledezma quiere volver del exilio, Diego Arria necesita recuperar su finca y Mike Pompeo quiere recibir un aplauso de Trump por derrocar a Maduro.
Sin embargo, hay una parte del paisaje que no dependerá de nosotros, y es el de la geopolítica. Entre la guerra comercial, la probable crisis de deuda global para este año, el conflicto por Taiwán y el Mar Meridional de China, el enfrentamiento entre Estados Unidos y China ha aumentado a cotas que parecen inmanejables. Para Trump, el destino de Estados Unidos como nación imperalista se dirimirá en el choque con China, y para ello ambos lados encabezan una enorme bifurcación de la economía mundial que está dividiendo al mundo en grandes bloques de influencia económica, financiera y geopolítica exclusivas y mutuamente excluyentes.
2019 será un año clave para este reparto del poder mundial, donde Latinoamérica dentro de los objetivos de Estados Unidos debe terminar de alinearse para alimentar con sus recursos naturales el florecimiento de la industria norteamericana. La ruta es la militarización de los recursos y la lucha anticorrupción como opciones estratégicas para destronar Estados, gobiernos y figuras políticas que avizoren a China como aliado geopolítico.
En ese contexto, la importancia de Venezuela, como base de sustentación y como punto de tensión entre la resurrección de la Doctrina Monroe y el orden multipolar, al mismo tiempo que se describe sola, es la razón fundamental de que Estados Unidos, el Grupo de Lima y sus mercenarios locales disfrazados de políticos intenten, una vez más, romper todas las reglas de juego y la convivencia política en el país, con el objetivo de cerrar el indescifrable frente venezolano que tiene más de 200 años resistiendo, a su propia forma y con su propio desastre, a morir siendo un esclavo en su propia Patria.