Nadie que se ame debe morir por no tener la fragancia de ser rico
Basta que le alcance para tener las manos limpias
y secar con el sol los colores sobre la percha
La fiesta globalizada que parte el final de los años, en uno que muere y otro que abre la vitrina vendiéndose mejor, nos recibe amable porque no somos más que conocidos distantes, sujetos a uno de los métodos más gentiles, para quien conoce las diversas vías que te ubican como en un año que se va, en el nicho del olvido.
Pasajeros comunes quizás somos, para una muchedumbre sin pie ni cabeza, que está más preocupada en sobrevivir que fortalecerse con lo inesperado. Seguramente nos aferramos por carecer de riesgo, situarnos del lado negativo de la imaginación, cual si fuéramos discípulos de Orfeo o de Sísifo, uno porque temblaba sólo de pensar mirar atrás, otro por saberse en medio de la indecisión sobre la nada, luego de la roca en la cima de la montaña
Supongo, no se debe atesorar tiempo sin tener una intuición porque al tercer día hiede lo que está en curso, citemos la resurrección de lo que duele muerto. Así creo entender el renacimiento, sobresaliente del brillo de un bisturí cuando abre zanja al ras de la tierra, escoltado por la sangre emocional, que impulsa abrirse paso en la emergencia
Partir a mirarse en los ojos de lo que se ama no quiere decir, que porque nos esperan la meta está obligada a no moverse. Las sendas no desaparecen, inevitables están a cargo de instalarnos en la intriga que contienen los opuestos, al situarnos maniquí en la espera o en el salto vital fuera de la sujeción y del performance, deletreado desde el lenguaje de la sumisión
Enaltecernos como un principio pudiese ser más certero, en torno a revestirse de lo limpio y sano, cual agua de los ríos que se van haciendo cristalinas por el mismo hecho de no postrarse, incluso siendo necesaria naturaleza arrastrarse sobre las piedras, pero sin trastocar la memoria horizontal
Nunca estaremos preparados para el asombro si estamos conformes con la esperanza, si lo recibimos con el mismo desgaste de la vida cotidiana, con los mismos conceptos del desencanto, que giran dentro y no asoman fuera a constatar otras perseverancias que da la existencia. Su profundidad inusual se diluye muy rápido cuando no lo habitamos desde la belleza en que echa raíces, obviando el esfuerzo que hace la lejanía cuando sacrifica su distancia por el sólo hecho de creerse también íntima de lo cercano.
Tanto corazón social y llanto en la historia de la canción del adiós, mientras todavía nos recordamos sobreviviendo, en Los Hijos de Sánchez, Pedro Páramo, Nosotros los Pobres, Ayotzinapa o al norte de un sueño que nos mal nombra, desde que le dio por llamarnos patio trasero, solar de lo exclusión. Nunca antes, canto alguno conocido con exceso, pudiésemos asociar a esta idea el tango, hizo un registro tan preciso de la tristeza de los pueblos y su resistencia, como la letra, la música y la pasión total de una ranchera. Han pasado tantas décadas y todavía no sabemos dónde ha ido a parar la soledad de ese mar de lágrimas ni la psicología expuesta en la composición de ese llamado de atención emocional, de las razones. La exclusión cultural de esta narrativa de la injusticia, hecha canto, nos deja huérfanos de información, relativa a los pormenores del diario de la vida socio-política y la resistencia del pueblo mexicano. De tanto recrearnos en la ostentación del futuro, hemos abandonado entender la crisis del pasado que nos inundó de mercaderes este presente, empujando a escondidas la mendicidad del arte en sus mecenas. Incluyendo también en la sombra, la herencia espiritual de las raíces, aquellas que con la misma fuerza existieron, se consolidaron y se hicieron referencia afectiva de otro mundo, no ajeno a nuestro reporte ancestral. Usando a conciencia sus propios idiomas y símbolos dominantes buscando sabernos, estamos incursos en los argumentos de una ambición material. Relativa, a que el tiempo que ellos, religión y economía consolidaron en sus tres imaginarios, pasado, presente y futuro, es oro, o no eres nadie. Ese vacío temible como un ruego que resuelva, se desborda contradictorio cuando los centros comerciales pasan a ser los nuevos hálitos que mueven el corazón en los señoriales parques sin cielo, por donde paseamos a gusto, el consumismo.
Detrás de las caídas de agua salubre en las cuales se posterga la agonía en transición, muy apenas comienza a sentirse unas ganas de saldar esa deuda ética, sólo conducible con la exactitud de una brújula, hacia el lugar donde se enquista el rezo sin respuesta, las náuseas de esos tiempos, el analfabetismo del poder, y libere con sabiduría colectiva las compuertas del dolor acumulado. Algún día los pueblos en cambote asistiremos al suicidio de la muerte y su cortejo de lástima, como si no supiesen que lo que conmueve es de donde viene enlazada la pobreza. Agraciadamente, la luz que emana de la multiplicidad de ojos que cuelgan del firmamento asegura, que ninguna oscuridad ni malestar le será posible dar por extraviado definitivamente, los augurios. La vida no tiene un segundo plan, porque el que nos correspondía desafortunadamente lo sustrajo la muerte, en el momento de la inocencia de nacer. Pareciera una infernal doledumbre, pero únicamente los vivos tenemos la posibilidad de soñar y juntarnos siempre para recomenzar o seguir en la insistencia, mientras nos recorra la sangre. En cambio la muerte, sumando a los que se la dan de encielados mercantiles, los llamados privilegiados de los aposentos jamás tendrán otra opción, que su doble fondo desbordado de no dar la cara, que la de no poder incorporarse a la fiesta de sus muertos nada más celebrables por los de fervor íntegro, a todo lo que merece ser amado, esté donde esté. Excepta opción de clase la muerte, la de hacer desaparecer todo lo que toca sin tener eternamente acceso, ni siquiera a la realidad de una solitaria alegría. Igual tal vez sea lo mismo cada duelo cotidiano en las comparaciones de lo perdido, pero muy diferente la parca en su más honda terredad, debido a la alevosía de sus claves inertes, silenciosas, y su no visible fatalidad. La tristalgia pareciera incorporar también, la evidencia de un camuflado homenaje al duelo de lo que se fue amándonos, dejando rastros de ternura de los que no se creen equivocados, sino pendientes de una oportunidad para desatar la belleza, de sea cual sea, el omnímodo poder. Tal vez ya somos parte de una sarta existencial, que no oye el movimiento de los atavíos, porque el error primario alucina derecho toda la curvatura numerada de las encrucijadas. Aun así, somos portadores de una preocupada sensación, en cuanto a que la vida sigue demasiado detenida, en tiempo y espacio, en alguna parte o en algún lugar de la frustración. Mientras oportunistamente se lucran sobre los huesos de una economía agonizante, en la ausencia acorralada de un debate originario respecto a la causalidad de lo empobrecido de este mundo en manos manchadas. Las recesiones se preparan sistemáticamente, para optar por una inusual plusvalía del desencanto endémico, la enfermedad programada y la muerte como el último negocio al que sacarle el traje y su corbata. El afecto por la academia del error original, consternado en el amor de familia, difuminado en el futuro torpe de ser pareja desde el abismo, casi todo se consagra en el desenlace final del amor propio, donde se desprenden todo los significados de la propiedad privada Las debilidades incendian el rostro de las desventajas en un espacio determinado, ex profeso, porque nacemos de una conflictuada consecuencia y no de lo prolífero de las vanguardias. Debilidades que suscriben formatearnos, para andar sin contrarios en las humillaciones definitivas de la indigencia. Y no en la diversidad interior, apartada de los anaqueles de la ética y estética de un planeta en convulsión, tiznado de sangre impune en el ADN y sus contraseñas. No quita inquietud obedecer al pasado, el presente o el futuro debido a que estos tiempos no son más que una de las más terribles divisiones de los dominios. Sofisticada manera de controlar las emociones silvestres, que apenas recordamos en las flores de los manteles, de la misma forma que nos diseñan sueños sospechosos, sólo emancipables en los insomnios. Enloquecemos por temer que el amanecer nos sorprenda despiertos, y preferimos acostarnos en el regazo de los cansancios a dormir insensible, lo que nos va matando en el descuido. Así vamos entrando a la realidad de cada angustia cada vez que abrimos los ojos creyéndonos el sol, a pedirle clemencia a los atavíos afectivos que nos sellan el pase, para hacer uso de la visual de un sentimiento en la pecera. Así nos permiten ver desde dentro de la cerca, lo que pudiésemos haber sido juntos en esta rebelión. Y que al salirte incrédulo por la vía del esquema, te da la electiva de ofertarte desahuciado de la society, en la mesa liberada de los informales. Así nos interpretamos libres, encerrados en el círculo ajeno de las vueltas que dan las causalidades. La vida no tiene otra posibilidad de volver, llores o hagas lo que hagas. No únicamente porque ya otros viven lo que nosotros dicen que desconocemos ni tenemos glamour ni cómo se defiende, sino porque esa mezquindad no se apiadará de nadie, y menos bajarse de sus hélices, ni de nosotros conmiserarse, cuando incautos juguemos con ellos a ser Estado y a ser amor
Los náufragos no caen en el anzuelo porque la transformación de los amarres que tapan la boca a los destinos no está en soltarse ni en la tabla de salvación, sino en lo posible de otro conjuro que no odie la soledad, ni explote ni beba la fuerza y el sudor de ser gente. Y menos la clasista impresión de la mala apariencia, lo que diferencia del lujo de los opulentos, vestidos a la moda de las alcurnias con la tristes empresas de los genocidios
Volverse baladí usando el cursilódromo del amor capital en pleno centro del desenlace, pasar días extraordinarios en el delirio sin estar prestos a evitar caer en los repetitivos finales de lo dramático, y maquillarse para ser normal dando la espalda a la transgresión necesaria, sería faltarle el respeto al coraje que impulsa la historia del código 30 30, y su atrevimiento. Se menosprecia así, la carencia impuesta, donde antes residieron los recursos ancestrales de lo hermoso, todavía no incautados por la afortunada ignorancia al acomodo de vivir. Amo, aún con el destierro en la piel de estos conceptos originarios, la vida en sus puertas de salida, sus opciones y la terquedad en vivir sea como sea, pero sin rendirse ni traicionar. Habito definitivamente, quizás como una determinación de los que en procesión van detrás del sol para que no caiga, las visitas a lo más lejano del pasado o las distancias por recorrer, las ansias por cumplir la palabra comprometida de los encuentros. Sobre todo, cuando los latidos de la caja del pecho saltan por salirse de alegría, al conmoverse también con el asombro de llegar al no creído y casi imposible destino del abrazo. Incluyendo el lugar donde, el va y viene de la respiración, aún jadea de haberla visto llegar e irse sobre los rieles de lo invariable, como una premonición que no concluye. Exactamente después del silbido que avisa entrar de prisa al adiós, para sentarse anónimo sobre los desolados vagones del metro como si fueran las verdosas dársenas del último muelle que no habrá de llegar al horizonte. La soez tristura de las despedidas, nos dispone a cada uno con su magnitud en la orilla asignada, para ejercitar padecer cada quien en su holgura, el mismo vacío que se sospecha en los estadios cuando se pierde y se van quedando solos lentamente. Podía haberme quedado en sus brazos tal vez si hubiese echado mano de la injerencia, o en otro país por dolor, pero no me estaba dado manipular el universo, ni violar las leyes internacionales que protegen y blindan la entereza afectiva de los arraigos. Vuelvo a donde me quedé aquella vez a repensar, y no me pesa lo perdido sino lo que molesta en el regreso, aunque no tanto como la angustia indefinida en la memoria, pero si en la abismal evidencia que subraya el infinito historial de estas comunes realidades, propias de un sistema que le da más seguridad a los bancos que a su gente. Digo, esa sentencia, la de que nadie regresa ni de los cielos ni los infiernos, y eso que reitero, evita la probabilidad de arrepentirse ni ser piedra para los otros, en la antigüedad de los errores. Cuando la escalera descansa duerme horizontal, exactamente al mismo momento en que los sueños colectivos se ponen en marcha. A veces los intranquilos la recubren con tierra alborotada mientras se suma el invierno, y es enlodada patinando en todos sus peldaños. Entonces es menester bordear la vida por los surcos verdes, hasta deslastrarse de caprichosas incertidumbres, y andar a lo largo y ancho de vivir, que es donde se luchan y prueban los principios. No se trata de atravesar las ciénagas, porque retoman hálito los pedazos de perdidas conspiraciones, que incluye todo proyecto cuando va rozando el triunfalismo de los besos
Así en esta compulsión en que andamos, casi siempre acontecido de lo mismo, como los durmientes de un tren que de pronto repetido todo se le viene encima, inundo mi memoria por encima de la cintura. Ella entró a este conglomerado de vida por las puertas de la noche, mientras yo salía ajetreado y tormentoso, de un día en ocaso. Lo mejor estaba por venir a verse, pero también a irse. No hay nada más distinto que lo mismo, que nos pasa. Faltaba poco para atravesar la artificial bóveda celeste, agradaba la belleza de los cielos otoñales inventados en la Vía Láctea de un cielo de cartón, un poco después de las lluvias de estrellas desprendidas, en tiempos de la crispante belleza boreal. Andaba un poco indispuesto por los excesos, que se juntaban a los espantos del recuerdo de ciertas y torpes separaciones. Probablemente eso, y la incómoda predicción que anuncia llegar a los espacios de las ausencias, cuando te arropan las tragedias terminales. Ahí casi en el mismo lugar donde imprevisto te sorprenden las afrentas, de “cómo perder el tiempo en la estupidezâ€. Seguidamente debiésemos corregir, -el tiempo no, más bien la alegría-. Y así, por otras razones codeadas a una prisa inexistente, nos dijimos brutalmente adiós. No era yo ni ella el final de estos amores. Íbamos de paso, como quien no asume, y se pierde consciente al borde de la entrada. Se abrió la puerta y salí de la noche hacia los pasillos, amanecía lentamente, con las náuseas a punto de abrir la ventana. No sé qué insinuaba el frío en los huesos, ni las grandes colas desesperadas por surtirse de combustible para despistarse fuera de la hecatombe, creyendo que al huir dejamos atrás el equipaje consternado de la conmovida intimidad. Ahí, como en ese contexto, desfilaban abruptamente y apilándose las rancheras hartamente conocidas en dirección a la memoria, aunque no todavía como contracultura incisiva hacia los vericuetos que redistribuyen la fortaleza y la riqueza de los pueblos, probada hartamente, en la historia de este país profundo y solidario
Si queremos evitar que nos malogren con todo y sueño, tendremos que predecir bien las consecuencias. Es preferible avanzar sin cabos sueltos por una idea justa hasta el límite que podamos, a tener que hacer caso omiso a la celada que habrá de estar aguardando en lo inoportuno. Allí fue cuando desperté, al escuchar voces repetidas, “Terminal de Tapachula, hemos llegado al destino que compraronâ€. Tanto en el sueño como en la realidad, no había nadie ni magos o malabares en aquella estación de flores húmedas regadas fuera del florero, ni en el asiento a mi lado. Si ese día te fuiste con duda, en lo imaginado o en lo onírico, alcánzame adelante si aún voy solo. De esa manera salí del sueño en otra noche, en zigzag, sorteando las bombas personales de las relaciones amorosas, sociales y políticas en su desequilibrio, y todavía ando sin mirar atrás ni después, porque ya no me importa el entretenimiento de las rocas para retrasarnos llegar a la inmensidad de liberarnos, ni cuanto miden en tiempo ni espacio los temerosos cuentos del Averno, sino este laberinto de donde sé que estamos por salir si llegamos a despertar Ca. México 6-1-19