Leonardo Rossiello Ramírez | Arte/cultura / CONTROVERSIA
Estaban recluidos en el monasterio y procuraban salir lo menos posible a hacer compras en la villa del señorío, porque la peste negra[1] asolaba Europa desde hacía años y no parecía dispuesta a desaparecer hasta haber matado al último niño de todos los estamentos, al último siervo, al último artesano, al último soldado, al último albañil y al último monje. Fuera de las oraciones, las labores en el huerto y los talleres, y las colaciones, les quedaban libres unas pocas horas semanales. De acuerdo con lo que había dispuesto el abad, las utilizaban en controversias doctas sobre temas propios de la época.
En un proscenio ad hoc que hoy parecería miserable, dispuesto en la sala capitular del cenobio, Anicio Boecio [2] y Guillermo de Ockham [3] debatían [4] sobre las causas de la peste. El tribunal colegiado estaba compuesto por Isidoro de Sevilla, huérfano empedernido y escritor prolífico; el sentencioso Pedro Lombardo y el muy alemán y memorioso Alberto Magno[5].
–La peste, la peste –se lamentaba en ese momento Anicio–. ¡Estoy oyendo hablar de la peste desde que nací!
–Si uno es propenso a la queja –dijo la sorna de Guillermo–, y llega a una situación donde todo es inmejorable, todavía puede quejarse de que no tenga nada de qué quejarse.
Un murmullo de risas sofocadas llenó el aire de la sala y fue a extinguirse en la bóveda. Atentos y sin hacerle ascos a lo cómico, estaban ahí sentados filósofos del porte de Anselmo de Canterbury, Tomás de Aquino, Buenaventura de Fidanza, Agustín de Hipona, Ramón Llull y otros nombres sobresalientes del pensamiento cristiano. El abad, en un momento de debilidad, había pensado que de buen grado escucharía a Maimónides, incluso a Al-Ghazali, a Averroes y a Chang Tsai [6] aunque fueran infieles, pero enseguida se avergonzó de ese pensamiento sacrílego. Por eso lo reveló apenas pudo en el confesonario y aceptó con resignado agradecimiento la imposición del padre confesor: rezar sesenta y seis avemarías y ponerse un silicio durante una semana.
–No es esta precisamente la situación –replicó el oponente de Guillermo–. Casi todo es mejorable. Y tampoco es queja, hermano, es comprobación de que debemos resignarnos ante este castigo divino.
–En rigor, Anicio, usas una falacia: estás dando por sentado algo que no puede probarse. ¿Cómo sabes que la peste es una represalia divina? No parece tener mucho sentido que Dios haya resuelto enviar un castigo colectivo de este tamaño. ¿Por qué sacrilegios, cometidos por quiénes, cuándo? Sería una corrección como golpes de ciego, en la que están pagando justos y pecadores.
–No es cuestión de Trivium ni de Quadrivium –contestó Anicio encogiéndose de hombros–. Es cuestión mera fe, no de Escolástica o de saberes.
Lo que consideraban saberes los medievales los guardaron por siglos en incunables –sobre todo gracias a la obligada paciencia de generaciones de monjes copistas– pero también en y por la metodología del escolio (comentario exegético al margen), privilegiada precisamente por la Escolástica. Estos hombres parecían haber heredado de la Antigüedad la manía de clasificarlo todo. Habían dividido los saberes de acuerdo con quién los practicara: en artes, para la élite docta, y en artes serviles para los siervos y los esclavos. Las primeras las habían metido en dos bolsas. En la primera, el Trivium, se debatían, desesperadas por el encierro, la Gramática, la Dialéctica y la Retórica; en la segunda, el Quadrivium, bastaba con meter la mano (rogando que no la mordieran), para palpar la Música, la Aritmética, la Matemática y la Astronomía.
–Cuidado hermano –recomendó Guillermo–, parecería que estás dando por sentado otra cosa más que tampoco puedes probar: que tu oponente, un servidor, carece de fe. Dar por sentado algo es peligroso, puede llevar a conclusiones falsas. Por otra parte, no es cuestión de creer o no creer, de tener o no tener fe. Es cuestión de averiguar, en esta controversia, las causas de la peste.
–Vayamos por partes –propuso Anicio–. Primero: si no se debiera a un castigo divino, entonces, ¿a qué se debería? ¿A la intervención de Satanás? Hemos quemado brujas hasta el cansancio, hemos casi exterminado a los gatos, donde suele encarnarse Lucifer, y nada de eso parece resolver el problema. En cambio, encima, aparecen otros: proliferan las ratas.
Guillermo de Ockham se quedó unos instantes con la vista mirando más allá del vitral que tenía enfrente. Representaba el Espíritu Santo, en forma de una paloma celeste rodeada de un mosaico de vidrios polícromos, tal vez a modo de nubes.
–Segundo –prosiguió–, claro que es peligroso dar cosas por sentadas, pero también es peligroso vivir en estos tiempos de peste negra. Si no diéramos por sentado que Dios existe, ¿qué sería de nuestra fe, de la Santa Iglesia?
–Convengamos pues, querido hermano Anicio –replicó Guillermo– en que conviene ser cuidadoso a la hora de dar algo por sentado. Pero mira: deberíamos pensar en las relaciones entre causa y efecto. La experiencia nos demuestra que, para explicar cualquier fenómeno, es conveniente apelar al menor número posible de causas, porque así es más probable que la conclusión sea verdadera. Tú dices que hay menos gatos y más ratas. ¿Y si la peste fuera causada, precisamente, por las ratas, por algún éter que ellas transportaran a las personas? A lo peor estamos empeorando la peste al matar a los gatos: son los únicos capaces de eliminar las ratas o de evitar que proliferen.
–No des por sentado que sea mejor liberar a mil culpables que condenar a un inocente, como dijo no por casualidad un infiel, porque más vale prevenir que curar.
–No se ve que matar gatos sea una buena manera de prevenir, como has reconocido tú mismo. Por otra parte, que los gatos sean refugio del Mal es solo una hipótesis que no está probada. ¿No hay miles de animales diferentes entre los que Satanás podría escoger para refugiarse? ¿No sería más inteligente de parte de Satanás variar de animales, para hacer imposible saber dónde se encuentra y de esa manera engañarnos mejor?
–Estás dando por sentado que Satanás es capaz de inteligencia. Si fuera inteligente, ya se habría arrepentido y confesado, esperando una absolución de Dios.
–No he dicho que sea inteligente, pero hay que admitir que es lo bastante astuto, por lo menos, como para inducir a miles de almas al pecado. Si la peste fuera un castigo infernal, ¿no podría Lucifer haber elegido las ratas para encarnarse? No lo sabemos.
–Hay mucho que no sabemos –repostó Anicio–. Algunos hermanos, lo digo por experiencia de bibliotecario, se saltan las notas a pie de página de los manuscritos, y allí hay también saberes importantes. Me parece, hermano Guillermo, que ahora eres tú el que no las lee, quien está dando por sentado que la peste es un castigo, sea divino o infernal.
–Estás poniendo en mi boca palabras que no pronuncié. Dije «si fuera»; expuse, pues, algo hipotético.
–La peste es o no es un castigo; está fuera de la eventualidad. Si la peste es un castigo, solo puede ser de origen divino o infernal. Y si no lo es, todavía seguimos sin saber las causas.
–Pero propongo este experimento: convengamos en que esa proposición tuya no es cierta y a la vez, que esto que estoy diciendo, tampoco. Entonces, ¿qué pasa?
–Entonces –dijo el abad, mientras se ponía de pie, sonriente – no pasa nada. salvo que hemos aprendido que, salvo la fe, no conviene dar nada por sentado. En cambio, debemos verificar y examinar con mansedumbre y humildad cada aserto. Seguiremos mañana; llegó la hora de ir a comer. Demos gracias a Dios que estamos con vida, en estos momentos tan aciagos. Recuerden, como postuló Aristóteles, que es en los momentos más oscuros que debemos buscar la luz. Muchas gracias.
«Andá a decírselo a los infectados», pensó Anicio, poniéndose en marcha con los otros monjes rumbo al comedor.
«Da por sentado el abad –pensó a su vez Guillermo– que la comida estará lista, esperándonos, y a nosotros nos da por sentados devorándola».
Afuera, la peste negra seguía cobrando víctimas. Salvo los cuervos y los buitres, los demás pájaros estaban en sus nidos, esperando el siguiente amanecer para romper el silencio. Por encima de las altas, pequeñas nubes grises que semejaban un mosaico, el sol continuaba brillando con el entusiasmo de siempre.[1] Desaparecido el Imperio romano de Occidente, hacia el siglo V (año 476 de nuestra era), el esplendor y las misierias de la Antigüedad se refugiaron en el de Oriente, donde mal que bien perduraron otros diez siglos. De acuerdo con la minoría de los historiadores, el periodo denominado Edad Media (al que habría que llamar Edades Medias, porque se la dividió en Temprana, Alta y Baja) terminó en 1453 con el fin de Guerra de los Cien Años y un hecho fundamental de la cultura de los humanos: la invención de la imprenta.
[2] Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio (480 – 524), filósofo nacido en Roma y autor de La consolación de la filosofía. Tres papas provinieron de su familia.
[3] Guillermo de Ockham, filósofo metafísico, predicó las virtudes de la austeridad y fue partidario de limitar el alcance y responsabilidad del poder. Consecuente con esa línea, acusó de hereje al papa Juan XXII, pero él mismo fue acusado de lo mismo y excomulgado. Nació en Inglaterra en1280, fue y murió de la peste negra.
[4] Hoy puede parecernos extraño que se encontraran al mismo tiempo y en el mismo lugar filósofos nacidos en épocas y espacios tan diferentes, pero hay que considerar que en el medioevo el modo de percibir esas dimensiones no era como el nuestro. Para ellos, eran nociones relativas. Respecto al tiempo, por ejemplo, se decían: ¿los soldados de César, al incendiar la Biblioteca de Alejandría, habían hecho retroceder el conocimiento humano un milenio? No; Dios, en su alta sabiduría, lo había hecho preservar, detenido, en las bibliotecas monásticas. Y respecto al espacio, se preguntaban: ¿no regresaba todo, tarde o temprano, al mismo punto, como lo hacen los astros melodiosos que giran con inigualable precisión en torno a la Tierra plana?
[5] San Isidoro de Sevilla, autor del entonces imprescindible Etimologías, vivió entre los años 560 y 636. Pedro Lombardo nació en 1100 en Italia y murió, no sin antes haber escrito el fundamental Libro de las Sentencias, medio siglo más tarde. San Alberto Magno, uno de los más destacados en el sistema escolástico y patrón de los estudiantes de Ciencias Naturales, vivió entre 1206 y 1280.
[6] Maimónides (España, 1135 – 1204) profesó el judaísmo. Discípulo de Averroes, fue llamado el Segundo Moisés, por su obra Mishneh Torah. Al Ghazali (Persia, 1058 – 1111) escribió El resurgimiento de las ciencias religiosas, una de las más importantes obras de la espiritualidad islámica. Averroes (1126 – 1198, España), islamista, difundió y comentó la obra de Aristóteles, que había caído en un olvido de siglos, estudiando la manera de llegar a las supuestas verdades universales. Chang Tsai (1020 – 1077), neoconfuciano, fue uno de los pocos filósofos chinos leídos e influyentes durante la Edad Media.
Leonardo Rossiello Ramírez
Nací en Montevideo, Uruguay en 1953. Soy escritor y he sido académico en Suecia, país en el que resido desde 1978.