Fernando Bossi · MEMORIA HISTÓRICA / REVOLUCIONARIOS
Por Simón Bolívar
El General Antonio José de Sucre nació en la ciudad de Cumaná, en las provincias de Venezuela, el 3 de febrero de 1795, de padres ricos y distinguidos.
Recibió su primera educación en la capital de Caracas. En el año de 1808, principió sus estudios en Matemática para seguir la carrera de ingenieros. Empezada la revolución se dedicó a esta arma y mostró desde los primeros días una aplicación y una inteligencia que lo hicieron sobresalir entre sus compañeros. Muy pronto empezó la guerra, desde luego el General Sucre salió a campaña. Sirvió a las órdenes del General Miranda con distinción en los años 11 y 12.
Cuando los Generales Mariño, Piar, Bermúdez y Valdés emprendieron la reconquista de su patria, en el año de 13, por la parte oriental, el joven Sucre les acompañó a una empresa la más atrevida y temeraria.
Apenas un puñado de valientes, que no pasaban de ciento, intentaron y lograron la libertad de tres provincias. Sucre siempre se distinguía por su infatigable actividad, por su inteligencia y por su valor. En los célebre campos de Maturín y Cumaná se encontraba de ordinario al lado de los más audaces, rompiendo las filas enemigas, destrozando ejércitos contrarios con tres o cuatro compañías de voluntarios que componían todas nuestras fuerzas. La Grecia no ofrece prodigios mayores. Quinientos paisanos armados, mandados por el intrépido Piar, destrozaron ocho mil españoles en tres combates en campo raso. El General Sucre era uno de los que se distinguían en medio de estos héroes.
El General Sucre sirvió al Estado Mayor General del Ejército de Oriente desde el año de 14 hasta el de 17, siempre con aquel celo, talento y conocimientos que los han distinguido tanto. El era el alma del ejército en que servía. El metodizaba todo; él lo dirigía todo, más, con esa modestia, con esa gracia, con que hermosea cuanto ejecuta. En medio de las combustiones que necesariamente nacen de la guerra y de la revolución, el General Sucre se hallaba frecuentemente de mediador, de consejo, de guía, sin perder nunca de vista la buena causa y el buen camino. El era el azote del desorden y, sin embargo, el amigo de todos.
Su adhesión al Libertador y al Gobierno lo ponían a menudo en posiciones difíciles, cuando los partidos domésticos encendían los espíritus. El General Sucre quedaba en la tempestad semejante a una roca, combatida por las olas, clavando los ojos en la patria, en la justicia y sin perder, no obstante, el aprecio y el amor de los que combatía.
Después de la batalla de Boyacá, el General Sucre fue nombrado Jefe del Estado Mayor General Libertador, cuyo destino desempeñó con su asombrosa actividad. En esta capacidad, asociado al General Briceño y Coronel Pérez, negocio el armisticio y regularización de la guerra con el General Morillo el año de 1820. Este tratado es digno del alma del General Sucre: la benignidad, la clemencia, el genio de la beneficencia lo dictaron; él será eterno como el más bello monumento de la piedad aplicada a la guerra; el será eterno como el nombre del vencedor de Ayacucho.
Luego fue destinado desde Bogotá, a mandar la división de tropas que el Gobierno de Colombia puso a sus órdenes para auxiliar a Guayaquil que se había insurreccionado contra el Gobierno Español. Allí Sucre desplegó su genio conciliador, cortés, activo, audaz.
Dos derrotas consecutivas pusieron a Guayaquil al lado del abismo. Todo estaba perdido en aquella época: nadie esperaba salud, sino en un prodigio de la buena suerte. Pero el General Sucre se hallaba en Guayaquil, y bastaba su presencia para hacerlo todo. El pueblo deseaba librarse de la esclavitud: el General Sucre, pues, dirigió este noble deseo con acierto y con gloria. Triunfa en Yaguachi, y libró así a Guayaquil. Después un nuevo ejército se presentó en las puertas de esta misma ciudad, vencedor y muy fuerte. El General Sucre lo conjuró, lo rechazó sin combatir. Su política logró lo que sus armas no habrían alcanzado. La destreza del General Sucre obtuvo un armisticio del General español, que en realidad era una victoria. Gran parte de la batalla de Pichincha se debe a esta hábil negociación; porque sin ella, aquella célebre jornada no habría tenido lugar. todo habría sucumbido entonces, no teniendo a su disposición el General Sucre medios de resistencia.
El General Sucre formó, en fin, un ejército respetable durante aquel armisticio con las tropas que levantó en el país, las que recibió del Gobierno de Colombia y con la división del General Santa Cruz que obtuvo del Protector del Perú, por resultado de su incansable perseverancia en solicitar por todas partes enemigos a los españoles poseedores de Quito.
La Campaña terminó la guerra del Sur de Colombia, fue dirigida y mandada en persona por el General Sucre; en ella mostró sus talentos y virtudes militares; superó dificultades que parecían invencibles; la naturaleza le ofrecía obstáculos, privaciones y penas durísimas: más a todo sabía remediar su genio fecundo. La batalla de Pichincha consumó la obra de su celo, de su sagacidad y de su valor. Entonces fue nombrado, en premio de sus servicios, general de división e Intendente del Departamento de Quito. Aquellos pueblos veían en él su Libertador, su amigo; se mostraban más satisfechos del jefe que les era destinado, que de la libertad misma que recibían en sus manos. El bien dura poco, bien pronto lo perdieron.
La pertinaz ciudad de Pasto se subleva poco después de la capitulación que les concedió el Libertador, con una generosidad sin ejemplo en la guerra. La de Ayacucho, que acabamos de ver con asombro, no le era comparable. Sin embargo, este pueblo ingrato y pérfido obligó al General Sucre a marchar contra él, a la cabeza de unos batallones y escuadrones de la guardia colombiana. Los abismos, los torrentes, los escarpados precipicios de Pasto fueron franqueados por los invencibles de Colombia. El General Sucre los guiaba, y Pasto fue nuevamente reducido al deber. El General Sucre, bien pronto, fue destinado a una doble misión militar y diplomática cerca de este gobierno, cuyo objeto era hallarse al lado del Presidente de la República para intervenir en la ejecución de las operaciones de las tropas colombianas auxiliares del Perú. Apenas llegó a esta capital, que el gobierno del Perú le instó, repetida y fuertemente, para que tomase el mando del ejército unido; él se denegó a ello, siguiente su deber y su propia moderación hasta que la aproximación del enemigo con fuerzas muy superiores convirtió la aceptación del mando en una honrosa obligación.
Todo estaba en desorden: todo iba a sucumbir sin un jefe militar que pusiese en defensa la plaza del Callao, con las fuerzas que ocupaban la capital. El General Sucre tomó, a su pesar, el mando. El Congreso, que había sido ultrajado por el Presidente Riva-Agüero, depuso a este magistrado luego que entró en el Callao, y autorizó al General Sucre para que obrase militar y políticamente como Jefe Supremo. Las circunstancias eran terribles, urgentísimas: no había que vacilar, sino obrar con decisión.
El General Sucre renunció, sin embargo, el mando que le confería el Congreso, el que siempre insistía con mayor ardor en el mismo empeño, como que era el único hombre que podía salvar la patria en aquel conflicto tan tremendo. El Callao encerraba la caja de Pandora, y al mismo tiempo era el caos. El enemigo estaba a las puertas con fuerzas dobles: la plaza no estaba preparada para un sitio: los cuerpos del ejército que la guarnecían eran de diferentes estados, de diferentes partidos; el Congreso y el Poder Ejecutivo luchaban de mano armada; todo el mundo mandaba en aquel lugar de confusión, y al parecer el General Sucre era responsable de todo. El, pues, tomó la resolución de defender la plaza, con tal que las autoridades supremas la evacuasen, como ya se había determinado de antemano por parte del Congreso y del Poder Ejecutivo. Aconsejó a ambos cuerpos que se entendiesen y transigiesen sus diferencias en Trujillo, que era el lugar designado para su residencia.
El General Sucre tenía órdenes positivas de su Gobierno de sostener al Perú, pero de abstenerse de interferir en sus diferencias intestinas; esta fue su conducta invariable, observando religiosamente sus instrucciones. Por lo mismo, ambos partidos se quejaban de indiferencia, de indolencia, de apatía por parte del General de Colombia, que si había tomado el mando militar había sido con suma repugnancia y sólo por complacer a las autoridades peruanas; pero bien resuelto a no ejercer otro mando que el estrictamente militar. Tal fue su comportamiento en medio de tan difíciles circunstancias. El Perú puede decir si la verdad dicta estas líneas.
Las operaciones del General Santa Cruz en el alto Perú habían empezado con buen suceso y esperanzas probables. El General Sucre había recibido órdenes de embarcarse con cuatro mil hombres de las tropas aliadas hacia aquella parte. En efecto dirige su marcha con tres mil colombianos y chilenos; desembarca en el puerto de Quilca, y toma la ciudad de Arequipa. Abre sus comunicaciones con el General Santa Cruz que se hallaba en el Alto Perú; a pesar de no recibir demanda alguna de dicho General, de auxilios, dispone todo para obrar inmediatamente contra el enemigo común. Sus tropas habían llegado muy estropeadas, como todas las que hacen la misma navegación; los caballo y bagajes, había costado una inmensa dificultad obtenerlos; las tropas de Chile se hallaban desnudas, y debieron vestirse antes de emprender una campaña rigurosa. Sin embargo, todo se ejecutó en pocas semanas. Ya la división del General Sucre había recibido parte del General Santa Cruz, que la llamaba en su auxilio, y algunas horas después de la recepción de este parte estaba en marcha, cuando se recibió el triste anuncio de la disolución de la mayor parte de la división peruana en las inmediaciones del Desaguadero. Por entonces todo cambia de aspecto. Era, pues, indispensable mudar el plan. El General Sucre tuvo una entrevista con el General Santa Cruz en Monquegua, y allí combinaron sus ulteriores operaciones. La división que mandaba el General Sucre vino a Pisco y de allí pasó, por orden del Libertador, a Supe para oponerse a los planes de Riva-Agüero que obraba de concierto con los españoles.
En estas circunstancias el General Sucre instó al Libertador porque le permitiese ir a tomar el valle de Jauja con las tropas de Colombia, para oponerse allí al General Canterac, que venía del Sur. Riva-Agüero había ofrecido cooperar a esta maniobra más su perfidia pretendía engañarnos. Su intento de dilatarla hasta que llegasen los españoles, sus auxiliares. Tan miserable treta no podía alucinar al Libertador, que la había previsto con anticipación, o más bien la conocía por documentos interceptados de los traidores y de los enemigos.
El General Sucre dio en aquel momento un brillante testimonio de su carácter generoso. Riva-Agüero lo había calumniado atrozmente: lo suponía autor de los decretos del Congreso; el agente de la ambición del Libertador; el instrumento de su ruina. No obstante esto, Sucre ruega encarecida y ardientemente al Libertador, para que no lo emplee en la campaña contra Riva-Agüero, no aún como simple soldado; apenas se pudo conseguir de él, que siguiese como un espectador y no como un jefe del ejército unido; su resistencia era absoluta. El decía que de ningún modo convenía la intervención de los auxiliares en aquella lucha, e infinitamente menos la suya propia, porque se le suponía enemigo personal de Riva-Agüero y competidor al mando. El Libertador cedió con infinito sentimiento, según se dijo, a los vehementes clamores del General Sucre. Él tomó en persona el mando del ejército, hasta que el general La Fuente por su noble resolución de ahogar la traición de su jefe, y la guerra civil de su patria, prendió a Riva-Agüero y sus cómplices. Entonces el General Sucre volvió a tomar el mando del ejército; lo acantonó en la Provincia de Huailas, donde se le ordenó; y allí su economía desplegó todos sus recursos para mantener con comodidad y agrado a las tropas de Colombia. Hasta entonces aquel departamento había producido muy poco, o nada al Estado. Sin embargo el General Sucre establece el orden más estricto para la subsistencia del ejército, conciliando, a la vez, el sacrificio de los pueblos, y disminuyendo el dolor de las exacciones militares con su inagotable bondad y con su infinita dulzura. Así fue que el pueblo y el ejército se encontraron tan bien cuanto las circunstancias lo permitían.
Sucre tuvo órdenes de hacer un reconocimiento de la frontera, como lo efectuó con el esmero que acostumbra, y dictó además aquellas providencias preparatorias que debían servirnos para realizar la próxima campaña.
Cuando la traición del Callao y de Torre-Tagle llamaron los enemigos a Lima, el General Sucre recibió órdenes de contrarrestar el complicado sistema de maquinaciones pérfidas que se extendió en todo el territorio contra la libertad del país, la gloria del Libertador, y el honor de los colombianos. El General Sucre combatió con suceso a todos los adversarios de la buena causa; escribió con sus manos resmas de papel para impugnar a los enemigos del Perú y de la libertad; para sostener a los buenos, y para confortar a los que comenzaban a desfallecer por los prestigios del error triunfante. El General Sucre escribía a sus amigos que más interés había tomado por la causa del Perú, que por la que fuese propia o perteneciese a su familia. Jamás había desplegado un celo tan infatigable; más sus servicios no se vieron burlados: ellos lograron retener en la causa de la patria, a muchos que la habrían abandonado sin el empeño generoso de Sucre. Este General tomó al mismo tiempo a su cargo la dirección de los preparativos que produjeron el efecto maravilloso de llevar el ejército al valle del Jauja por encima de los Andes, helados y desiertos. El ejército recibió todos los auxilios necesarios debidos, sin duda, tanto a los pueblos peruanos que los presentaban como al jefe que los había ordenado tan oportuna y discretamente.
El General Sucre después de la acción de Junín se consagró de nuevo a la mejora y alivio del ejército. Los hospitales fueron provistos por él, y los piquetes que venían de alta al ejército, eran auxiliados por el mismo General; estos cuidados dieron al ejército dos mil hombres, que quizás habrían perecido en la miseria sin el esmero del que consagra sus desvelos a tan piadoso servicio. Para el General Sucre todo sacrificio por la humanidad y por la patria, le parece glorioso. Ninguna atención bondadosa es indigna de su corazón: él es el general del soldado.
Cuando el Libertador lo dejó encargado de conducir la campaña durante el invierno que entraba, el General Sucre desplegó todos los talentos superiores que lo habían conducido a obtener la más brillante campaña de cuantas forman la gloria de los hijos del nuevo mundo. La marcha del ejército unido desde la Provincia de Cochabamba hasta Huamanga, es una operación insigne, comparable quizá a lo más grande que presenta la historia militar. Nuestro ejército era inferior en mitad al enemigo, que poseía infinitas ventajas materiales sobre el nuestro. Nosotros nos veíamos forzados a desfilar sobre riscos, gargantas, ríos, cumbres, abismos, siempre en presencia de un ejército enemigo y siempre superior. Esta corta, pero terrible campaña, tiene un mérito que todavía no es bien conocido en su ejecución: ella merece un Cesar que la describa.
La Batalla de Ayacucho es la cumbre de la gloria americana, y la obra del general Sucre. La disposición de ella ha sido perfecta, y su ejecución divina. Maniobras hábiles y prontas desbarataron en una hora a los vencedores de catorce años, y a un enemigo perfectamente constituido y hábilmente mandado. Ayacucho es la desesperación de nuestros enemigos. Ayacucho semejante a Waterloo, que decidió del destino de Europa, ha fijado la suerte de las naciones americanas. Las generaciones venideras esperan la victoria de Ayacucho para bendecirla, y contemplarla sentada en el trono de la libertad, dictando a los americanos el ejercicio de sus derechos, y el imperio sagrado de la naturaleza.
El General Sucre es el Padre de Ayacucho: es el redentor de los hijos del Sol; es el que ha roto las cadenas con que envolvió Pizarro el imperio de los Incas. La posteridad representará a Sucre con un pie en el Pichincha y el otro en el Potosí, llevando en sus manos la cuna de Manco-Capac y contemplando las cadenas del Perú rotas por su espada.
Lima 1825.
Simón Bolívar