Haydée y Melba: Las mujeres del Moncada

Las dos mujeres del Moncada serían baluartes de la Revolución durante toda su vida. Cada una desde su trabajo de entrega, valentía y originalidad

Autor: Marta Rojas | internet@granma.cu

Habana, Cuba, de Servando Cabrera Moreno, 1975. Foto: Ilustrativa

«Con un ojo humano ensangrentado en las manos se presentaron un sargento y varios hombres en el calabozo donde se encontraban Melba Hernández y Haydée Santamaría. Dirigiéndose a la última, y mostrándole el ojo, le dijeron: «Este es de tu hermano, si tú no dices lo que él no quiso decir, le arrancaremos el otro». Ella, que quería a su valiente hermano por encima de todas las cosas, les contestó llena de dignidad: «Si ustedes le arrancaron un ojo y él no lo dijo, mucho menos lo diré yo»».

Fueron esas las palabras de denuncia pronunciadas por el joven abogado Fidel Castro Ruz, ante los crímenes cometidos contra los asaltantes al Cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953.

El hecho, ejecutado por el sargento Eulalio González, apodado «El Tigre», se comentaba en Santiago, porque él mismo se encargó de divulgarlo. Incluso, en un ómnibus donde viajaba, al enterarse de la presencia de la madre de la víctima –Abel Santamaría Cuadrado– se atrevió a decir: «Pues yo sí saqué muchos ojos y pienso seguirlos sacando…». En aquel momento no habían cesado aún los crímenes del Moncada.

 Antes de las acciones de julio de 1953, Haydée y Melba participaron en la organización clandestina del Movimiento de la Generación del Centenario, bajo la dirección de Fidel.

Ambas, quienes fungían como enfermeras, salieron el 26, en la madrugada, de la granjita Siboney, acompañadas por el doctor Mario Muñoz Monroy, los únicos tres combatientes desarmados. Junto a ellos iba también una veintena de jóvenes bajo el mando de Abel, segundo jefe del Movimiento, para ocupar el Hospital Civil Saturnino Lora y evitar que la soldadesca del Moncada lo pudiera hacer.

A excepción de Ramón Pez Ferro, todos sus compañeros después fueron presos y asesinados, como el Trigésimo Cuarto, nombre con el cual se designó a uno de los cuerpos analizados por los médicos forenses en una minuciosa y valiente descripción:

Trigésimo Cuarto: «Se examina un cadáver que viste pantalón, al parecer de enfermo, que dice Salaop; tiene puesta una camisa sin huella de bala y presenta herida de arrancamiento del pie izquierdo, herida de bala en el epigastrio (orificio de entrada), otra de salida en la región interescapular, una en la región maxilar izquierda, cara externa (orificio de entrada), otra de salida en la cara lateral del flanco derecho, otra retroauricular, es decir, en la región retroauricular derecha, con salida por la frontoparietal izquierda; se ocupa la ropa relacionada, siendo la causa directa de la muerte hemorragia intercraneana, toráxico y abdominal y la indirecta por proyectil de arma de fuego».

«OP» tiene un significado muy grande. Demuestra, como otros, que el cadáver había sido uno de los revolucionarios que tomaron el Hospital.

Fallido el plan de asalto por sorpresa, la soldadesca del Moncada se trasladó al Saturnino Lora, situado enfrente de la fortaleza.

En el ínterin, Haydée y Melba, con auxilio de varias enfermeras, instaron a Abel –que decidió disparar contra el Moncada, para darle ­tiempo a la retirada de Fidel y los demás compañeros– a que todos se vistieran de enfermos y ocuparan camas de diferentes salas. OP era la sala de Oftalmología. Ellas recurrieron a la sala de Niños. El médico Muñoz, con su bata profesional, no parecía tener problema si la soldadesca ocupaba el Hospital. Otros, se dispersaron en el centro.

Abel fue de los últimos en ocupar una cama e insistía con Haydée y Melba: «El que tiene que vivir es Fidel». El Hospital estaba ocupado por todos los revolucionarios vivos. Entró el Ejército y los trasladaron con maltratos hacia el Moncada. Cuando ocurrió un incidente Baladí, uno de los guardias determinó dispararle al médico por la espalda, delante de las dos enfermeras. Mario Muñoz fue el primer asesinado.

La escena dramática que después describió Fidel sobre Haydée, en la última sesión del juicio (Causa 37), componía otro crimen para descompensarla. Pero no lo lograron. También los guardias le mostraron «despojos» de Boris Luis Santa Coloma, entonces su novio, que había ido al hospital al ­frustrarse el asalto por sorpresa, para rescatarlas a ella y a Melba.

Las hazañas de estas dos ­mujeres no terminaron allí, ni en el juicio. Como pioneras de la lucha formaron parte indisoluble del proceso que continuó, victorioso al fin.

Fueron las personas de abso­luta confianza, a quienes Fidel escribió, desde la cárcel de Isla de Pinos, para darles la tarea de que se publicara su alegato de autodefensa, conocido como La Historia me absolverá y reconstruido por él en las condiciones más difíciles, luego de semanas de construirlo mentalmente en la cárcel de Boniato, ya que en el juicio del 16 de octubre el joven abogado improvisó su defensa. Algo impresionante, una cosa y la otra.

Recién cumplida la condena de las dos en la cárcel de mujeres de Guanajay, lo publicaron masivamente.

Eran momentos cruciales de la lucha clandestina: sin dinero, ni ningún otro apoyo, más allá que el de amigos a quienes ofertaban la «rifa» de un televisor, para recaudar fondos.

Ninguna imprenta de «prestigio» asumiría la tarea de editar la defensa del Moncada. Mas ellas lograron, en medio de esa situación tan hostil, imprimir clandestinamente, en una pequeña imprenta de la calle Lombillo, cerca de Ayesterán, 10 000 ejemplares que se distribuyeron, bajo su dirección, en todo el país, con el concurso de un grupo mínimo de jóvenes. En un auto de alquiler del entonces chofer Gustavo Ameijeiras, y con cinco pesos que les entregó Lidia Castro, se inició el viaje a Oriente, donde Fidel pidió que se distribuyera primero.

Las dos mujeres del Moncada serían baluartes de la Revolución durante toda su vida. Cada una desde su trabajo de entrega, valentía y originalidad, fue excepcional.