Parece algo loco: a Venezuela la acusan de dictadura porque va a realizar unas elecciones parlamentarias. Quedaron atrás los tiempos en que los gobiernos autoritarios eran aquellos que se negaban a convocar al pueblo a votar.
En lugar de hacer elecciones, los países que dan clases no solicitadas de democracia, exigen que se nombre un gobierno que a ellos les guste. ¡Qué interesante concepto de democracia!
Parece loco, pero no lo es. Lo que ocurre es que, en verdad, la élite que gobierna el mundo, aunque posa de muy liberal y republicana, nunca ha creído en el voto. Y en estos tiempos parece que cree menos que antes.
Revisemos y comprobaremos que una parte de los gobiernos que quieren educarnos en democracia son, en realidad, monarquías, algunas de ellas con reyes que solo sirven para chulearse el dinero público y, no conformes con ello, salen a cobrar comisiones o a robar el oro de otros países. Pero que algunas de esas naciones sigan teniendo testas coronadas en pleno siglo XXI sería lo de menos. Lo grave es que tanto las monarquías como las otras formas de organización del Estado son, en realidad, plutocracias, regímenes en los que mandan los sectores económicos privilegiados. Los ricos, pues.
No es nada nuevo. Luego de que los movimientos que se inspiraron en los ideales de igualdad, libertad y fraternidad insurgieron contra el absolutismo de los reyes, a finales del siglo XVIII, nació el derecho a elegir, pero al principio (y durante un montón de tiempo) no fue muy igualitario ni muy libertario ni muy fraterno que se diga, pues solo abarcaba una parte de la ciudadanía.
Debieron pasar muchos años hasta que el sufragio llegara a ser, en verdad, universal. Las mujeres (es decir, la mitad de la población), las etnias discriminadas, los analfabetas y, sobre todo, los pobres, estuvieron al margen en numerosos países, en algunos casos hasta bien entrado en siglo XX. En otros, lo siguen estando.
Si releemos la historia de Venezuela, observaremos que durante prácticamente todo el siglo XIX, funcionaron sistemas censitarios en los que para ejercer el derecho a elegir gobernantes era necesario ser propietario de tierras o establecimientos comerciales. También predominaron los modelos de segundo grado, en los que el elector no votaba directamente por el presidente, sino que este era elegido por conciliábulos de oligarcas conservadores y liberales. Algo que, dicho sea de paso, sigue aplicándose en Estados Unidos, otra superdemocracia.
En cuanto al voto femenino, en Venezuela no se puso en práctica sino hasta 1947.
A partir de 1958, el país empezó a acudir a votar masivamente. Pero el voto, como instrumento por excelencia de la democracia, fue parte de los acuerdos que una cúpula política, indisolublemente imbricada a otra económica, entabló en los años fundacionales de la democracia representativa. Bajo el paraguas del Pacto de Puntofijo, las elecciones se establecieron como una ilusión quinquenal, movilizada por grandes maquinarias políticas, y sometida a descarados mecanismos de control y manipulación.
En las primeras tres elecciones imperó uno de los más burdos sistemas imaginable. Al elector le daban un mazo de tarjetas de los diversos partidos. El votante seleccionaba las dos de su preferencia (una para el presidente y la otra para el Congreso) y se llevaba las otras. Así, por descarte, se ejercía el control sobre empleados públicos y militantes.
En 1973 se estableció un tarjetón plegable. El elector debía poner un sello en las dos tarjetas, doblar de nuevo el tarjetón e introducirlo en la urna. En estos tiempos se consolidó uno de los inventos más perversos de la historia electoral del país: acta mata voto. Como en muchas mesas electorales solo había testigos de los dos grandes partidos, Acción Democrática y Copei, los delegados de estas dos organizaciones se repartían equitativamente los votos de los no representados. Todo quedaba asentado en el acta y no había posibilidad de reconteo porque los tarjetones, según la normativa, eran destruidos al final de la jornada.
El bipartidismo venezolano que floreció entre 1959 y 1989 fue, en una medida que nunca podrá calibrarse con rigor, un subproducto del fraude electoral continuado que perpetraban las maquinarias de ambas toldas políticas. Hasta tenían manuales para que los miembros de mesa con una gama de trucos que iba desde poner laxante en el café de los otros testigos hasta dañar intencionalmente el acta, cuando el resultado no era favorable. Las historias al respecto darían para escribir antologías enteras, y algunos de sus protagonistas (incluso unos que fueron víctimas predilectas, como Andrés Velásquez y otros causaerristas) andan por ahí, denunciando las supuestas irregularidades de los sistemas instaurados en los últimos veinte años y clamando por un retorno al voto manual.
Después del giro político de Venezuela en 1999, y de las réplicas que ocurrieron en Brasil, Argentina, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Honduras y otras naciones, a las élites imperiales y a las oligarquías locales ya no les gustan las elecciones tanto como antes. Se dieron cuenta de que el pueblo no siempre se deja engatusar por los candidatos que representan los intereses plutocráticos. Así que han desplegado la panoplia de la antidemocracia: golpes de Estado clásicos, revoluciones de colores, guerra jurídica, golpes parlamentarios, magnicidios, invasiones mercenarias, medidas coercitivas unilaterales, bloqueos, piratería en alta mar. Como suele decirse, todas las opciones están sobre la mesa.
Todas, menos una que no aceptan, de la que denigran, la que rechazan, contra la que lanzan sus perros mediáticos furibundos: las elecciones. ¡Qué rara forma de defender la democracia!
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“Libres y creíbles”, ¿para quién?
Le preguntan a cualquier funcionario de los países que nos dan clases de democracia no solicitadas, ¿qué opinan de las elecciones en Venezuela? y siempre dan la misma respuesta: deben ser libres y creíbles.
Es un sofisma muy refinado porque cuando se ahonda en el asunto, todo lo que hay debajo es puro colonialismo, puro supremacismo de nuevos y viejos imperios, pura intención de imponer decisiones por encima del voto popular.
En rigor, quieren unas elecciones “libres”, sí, libres de candidatos de izquierda, única forma segura de que sus favoritos puedan ganar.
Quien desee entender este punto, solo tiene que repasar lo que ocurrió (y está ocurriendo) en Bolivia, Ecuador y Brasil. En esos países, el empeño fundamental ha sido que las elecciones sean “libres” del liderazgo de Evo Morales, Rafael Correa y Lula Da Silva. Eso es lo que aspiran a hacer en la Venezuela que imaginan después de dejar la tierra arrasada de chavismo.
El asunto de que los resultados sean creíbles deriva de lo anterior. Si ganan los candidatos de la izquierda y sus alrededores, las élites mundiales dicen que el resultado “no es creíble” y, por tanto, hay que hacerlas de nuevo, hasta que ellos se convenzan.
Un curioso enfoque de la democracia en el que no importa lo que diga el votante común, sino si los poderosos de terceros países ponen el pulgar hacia arriba o hacia abajo. ¡Qué vergüenza de mundo!