Luis Britto García
Vladimir Acosta es palabra apasionada y escritura vehemente; escucharlo es un placer y un gusto leerlo. Ambos dones expresan un pensamiento claro y conciso, que destaca lo esencial donde otros se pierden en divagaciones y adornos.
El título de su último libro, Para salir de la Colonia, se asemeja al de un manual práctico, y en efecto lo es. En vano nos propondremos autonomía, soberanía e independencia si nuestros ideales consisten en mimetizar a nuestros opresores.
El genocidio y saqueo de América por los europeos representó el mayor cataclismo humano hasta entonces conocido. A raíz de él, perdieron su vida unos 60 millones de pobladores originarios; para sustituirlos, fueron secuestrados igual cantidad de africanos, de los cuales apenas doce millones sobrevivieron a la atrocidad del tráfico de carne humana.
Las riquezas robadas a los aborígenes fortalecieron a los Estados nacionales europeos, permitiéndoles costear ejércitos permanentes que unificaron sus reinos y lanzaron sobre el mundo las jaurías de la expansión colonial, convirtiendo a la insignificante península de Europa en centro económico, estratégico, científico y cultural del planeta. El colosal botín, según Marx, estuvo entre las causas de la instauración del capitalismo.
Gracias a las riquezas robadas y al comercio derivado de ellas, los bloques sociopolíticos que eligieron la integración y la modernización ascendieron al estatuto de potencias. Mientras tanto, para los pueblos saqueados, el holocausto planetario se tradujo en sumisión política y dependencia económica, social y cultural.
Las culturas originarias de lo que hoy es América Latina y el Caribe fueron devastadas y casi destruidas por las arremetidas de los reinos europeos a quienes este saqueo convertiría en imperios. Pero la colonia no se impuso sólo por fuerza de las armas: requirió la colonización de las mentes, por la imposición del idioma y la religión imperiales.
Imposible le era a la metrópoli destacar un sicario para vigilar y dominar a cada colonizado: había que colocar dentro de cada quien un sicario interno que controlara sus conductas y su visión del mundo. Se intentó así convertir a pueblos originarios, esclavos y élites en fallidas copias de los dominadores, en oprimidos aspirando a remedar opresores.
Cruentas y radicales fueron nuestras Independencias: la de Venezuela costó la destrucción de la economía y de más de la tercera parte de la población. Nos libramos de la subordinación política a las monarquías ibéricas: pero ese simulacro que sería llamado posteriormente República oligárquica preservó la esclavitud, la entente con la religión conquistadora, el monopolio de la propiedad de la tierra para la minoría, la desigualdad social traducida en derechos civiles y políticos desiguales, la subordinación a cuanta metrópoli apoyara el orden del privilegio.
Nuestra modernización no pasó de sacudirnos el vínculo político con la monarquía española o portuguesa. En vano nuestros próceres más esclarecidos aspiraron a crear grandes bloques geopolíticos que emularan y sobrepasaran a los delineados por los conquistadores: de cinco virreinatos y pocas capitanías surgieron 25 repúblicas distintas en sus fronteras e idénticas en su sumisión hacia las nuevas potencias coloniales.
Si la primera colonización ibérica se impuso por la espada, el idioma y la religión, las sucesivas de signo europeo y estadounidense se implantaron por los empréstitos, los tratados de libre comercio, la instauración de casas comerciales, la intervención armada y la ideología. Una vez más, la colonización más eficaz y duradera fue la del pensamiento.
Pasamos así de colonias que exportaban metales preciosos a España a neocolonias que exportan materias primas y bienes poco elaborados a Inglaterra, Francia o Estados Unidos. La prédica del nuevo Evangelio liberal de la libertad de comercio y luego del Credo positivista del progreso continuó la labor de sometimiento intelectual del absolutismo y la catequesis.
El nuevo Evangelio, al cual Roberto Hernández Montoya llamó “religión sin poesía” predica el liberalismo económico y el culto al mercado, el modelo europeo y estadounidense del progreso, con sus corolarios positivistas del exterminio de indígenas “inferiores”, el prejuicio contra afrodescendientes y mestizos, el blanqueamiento mediante la inmigración caucásica. Y cuando las armas de la ideología fallaran, pronta estaba la ideología de las armas, en forma de intervenciones imperiales europeas y luego estadounidenses para sellar con candados de hierro y dictadores o demagogos títeres el estatuto neocolonial.
En cada una de nuestras patrias la aplicación del modelo tiene sus peculiaridades: Vladimir nos ofrece una brillante síntesis de su trasplante en Venezuela, con sus principales casas importadoras, sus aparatos ideológicos instalados en los medios de comunicación de masas, la cómplice bellaquería para el saqueo con el Estado y los capitales foráneos.
Así como la Conquista culminó con la dominación de las mentes, la Colonia se prolonga con la subordinación de ellas. Al final de su apretada síntesis, Vladimir llama la atención sobre el campo cultural, en el cual se decide nuestro destino en las batallas de la identidad, el idioma y la religión, entre otras.
Conocer quiénes somos es saber lo que queremos. La primera ofensiva del adversario es negarnos la identidad, y con ella cuanto somos y pudiéramos ser.
El idioma es el código que une la comunidad cultural de la Nación. Empobrecerlo, pervertirlo y convertirlo en remedo de la lengua del dominador es la condición del triunfo de éste.
Los credos protestantes son confesiones cuyas sedes esencialmente están situadas en Estados Unidos, dirigidas por los intereses de éstas, y que confesamente actúan como partidos políticos.
Para salir de la colonia debemos dejar de adoptar como propios valores, costumbres, creencias y prácticas de quienes nos explotan: no seremos libres acogiendo como salvadores capitales e ideologías transnacionales.
Para salir de la colonia, dejar de pensar como colonizados.