Federico Ruiz Tirado
La semiótica colectiva no tiene expresión social, cultural y posiblemente “asimilable” entre las masas y el público sensiblemente atento a los matices del devenir político. Como “fenómeno” sociológico, tal vez, pueda ser vista como la existencia, sí, de un sujeto colectivo que se ejerce en acciones, ejecuciones y valoraciones frente a los hechos de otros sujetos que a su vez hacen lo mismo, o promovieron experiencias políticas y organizativas similares en ámbitos populares, territoriales u obreros, como Alfredo Maneiro o Hugo Chávez: por eso sus referentes e idearios persisten en múltiples expresiones y modos sociales y públicos, organizados o no. Sus idearios como corrientes políticamente sembradas, construidas como valoración revolucionaria y cultural en el ser venezolano y latinoamericano u otros espacios geográficos actúan y ejecutan y se valoran como figuras en un espejo, que entran y salen de lo insondable a veces a contracara de lo “real”.
Así, las prácticas o ensayos de Maneiro son casi imperceptibles, pero ciertamente tangibles en una esquina de una barriada de la Venezuela profunda, en una vivienda de tasa de peltre del Oeste remoto de Barquisimeto o de San Félix de Guayana.
Y no digamos los constructos de Chávez: él está en la calle, a veces desafiante, a veces acompañándonos en la cola del gas o en las trágicas salas de un hospital donde una gasa puede ser un pañuelo, un truco, un carta. Nunca nos deja solos. Chávez siempre anda por ahí, entre nosotros.
Esa es la cuestión de la no-semiótica colectiva. Tal vez más secretamente sencilla: es cuando vemos producirse un “acto de magia” medio maquivélico: un contrato polémico entre ambos sujetos colectivos que dan sentido a la guerra asimétrica o como se llame esta vaina que vivimos hoy, esa disputa silenciosa con el expendedor de un remedio para los nervios y no tenemos récipes porque los médicos no tienen talonarios o se fueron del país.
En el caso del colectivo que juzga a Chávez como ídolo, pero no como jefe único, supremo, o responsable de todos los males del cielo y de la tierra (sino más bien como una especie de ente espiritual, sagrado e incólume), se produce una unanimidad de valoración, que tiene un ingrediente cuasi religioso, o de “magicidad”: “Así no lo haría Chávez”, se cuela en el vocerío popular, cuando el exabrupto rebasa lo monumental. Lo que otorga vigencia a esa valoración se basa en hechos reales de carácter positivo y, también en hechos fantásticos (no racionales), donde puede ocurrir el nacimiento de un mito. Seguro así ocurrió en la antigüedad.
¿Y por qué no? Chávez veía cosas que los ojos de sus ministros no veían; ni los de uno, habitantes de un barrio que lo seguía porque, tarde o temprano, o más temprano que nunca, el hombre iba a poner el ojo en la bala: pero hasta ahí: el funcionariato que lo acompañaba no sabía que a veces las cosas no es que no tienen ni pies ni cabeza, como dice Saramago, sino que la cabeza está en otra parte y los pies andan por otro lado.
Pero el mito entró desde entonces por los ojos. Y como Hugo decía, “todo mito tiene algo de verdad”.