«La culpabilidad de muchos
de nuestros intelectuales y artistas
reside en su pecado original:
No son auténticamente revolucionarios»
Ernesto Che Guevara
La condición de intelectual no es un atributo, tampoco una profesión ni mucho menos el resultado de esas unciones divinas feudales sobre élites de individuos consagrados a «pensar» y escribir lo pensado. Hoy, en el capitalismo del siglo XXI, el intelectual sigue siendo un individuo con adscripción de clase, ya sea porque trabaja y produce bienes para el consumo o porque se apropia de la riqueza generada por lo producido.
Sin embargo, los intelectuales, al igual que los artistas, constituyen una casta que produce bienes de sentido a falta de su incorporación entre los productores de bienes para el sustento.
Su papel en las sociedades divididas en clases resalta porque ellos (y ellas también) suelen constituir la intelectocracia, esa forma de gobierno por la que se expresa el pensamiento hegemónico de la clase dominante. Ante el «kratos» de las ideas burguesas surge un pensamiento de los explotados, el cual es inherente al trabajo y a las relaciones como este produce.
«Las ideas dominantes, en toda sociedad, son las ideas de la clase dominante», apuntaba Marx. Hay otras ideas u otros pensamientos sí, pero es muy poca su relevancia a menos que éstas se consoliden como pensamiento crítico o intelecto contrahegemónico.
Brevemente, y sin proponernos profundizar ese aspecto en este artículo, lo cierto es que la conciencia revolucionaria se hace de un pensamiento que la explica, profundiza y divulga. Quienes se ocupan de esa tarea constituyen lo que en general se conoce como «intelectuales revolucionarios» o «intelectuales de izquierda», identificados con mayor precisión y claridad por Antonio Gramsci, quien los categorizó como «intelectuales orgánicos de clase».
¿A qué viene esto hoy, aquí, cuando la humanidad tiene tantos y tan graves temas de qué ocuparse? Pues, a que esa casta dedicada a producir ideas o a expresar éstas por diversas vías estéticas del arte, tiene o debe tener algo que decir o hacer en la transformación del mundo y la construcción simultánea del equilibrio solidario de la humanidad, consigo misma y con la naturaleza de su entorno total.
Ernesto Che Guevara se quejaba (en 1961) del «pecado original de una intelectualidad culpable de no ser revolucionaria» y hoy, pareciera que sigue sin haber «agua bendita» que consiga limpiar tal falta de origen.
Si en algo pudiésemos entender a los intelectuales y los artistas es en el hecho de que su producción de sentido tiene su génesis en la conciencia, ese foco energético donde la humanidad se sabe y reconoce una en totalidad con la naturaleza y el universo.
Esta condición, explicada por la llamada «neurociencia» como el estadio de sensibilidad en presencia de ondas cerebrales Alfa, no es privilegio de élites de humanos. Todas y todos, mujeres y hombres en su conjunto, tenemos esa capacidad amplificada o amplificable en el intelecto y en la creación artística, como prefiguración de lo revolucionario, armonía y equilibrio del universo que ha sido amenazado por confrontaciones basadas en egoísmos y miedos que confluyen en poder, poder objetivado en riquezas materiales y en egos coronados en diversos tronos, incluyendo el de la intelectocracia.
Es por eso que se hace urgente replantearnos los conceptos (también categorías) de intelectuales y artistas desde una ruptura radical con las cosmovisiones feudal y capitalista aún con plena vigencia y determinación hasta en el llamado «pensamiento de izquierda» o «pensamiento socialista».
Propongo revisar acontecimientos de envergadura histórica, muchos de ellos cercanos a nuestra realidad nuestroamericana, para asumir la Revolución más allá de la resolución de confrontaciones sociales diversas y puntuales.
La mayoría de las revoluciones conocidas y ocurridas durante los dos últimos siglos, nos sirven para constatar que todas nacieron de alientos, empujones, estallidos de conciencia que al poco tiempo se esfumaron detrás de tronos de poder con diferentes denominaciones, que finalmente condujeron a regresar al mismo estatus de los egos de poder que fueron destronados.
Hoy, cuando se pide a los intelectuales asumir su responsabilidad en la defensa de la humanidad. De lo que se trata es de defender el avance en conciencia, más que en actos que muchas veces se quedan en la pobreza egótica de quienes terminan convirtiéndose en reproductores del pasado que creyeron vencido.
Las revoluciones cubana y venezolana, por nombrar tan solo dos muy vigentes y afectas a nosotros, se declaran socialistas en sendos momentos de expansión en la conciencia de sus pueblos. Cuba lo hace en medio del fragor y la primera victoria en Nuestramérica frente al imperio yanqui que había intentado invadir, con un ejército de terroristas (mercenarios entrenados por el Pentágono y la CIA por órdenes del Gobierno estadounidense y los amos del mundo) por Bahía de Cochinos (derrotados en Playa Girón). Allí su Revolución se asume, a conciencia, socialista.
Entre tanto, Venezuela asume su decisión de radicalización socialista, justo en medio de una serie de acciones terroristas y contrarevolucionarias entre las que se cuenta el cruento Golpe de Estado de 2002, ejecutado el 11 de abril de ese año y derrotado por fuerza de la misma conciencia unificada del pueblo (despierta el 27 de febrero de 1989) el día 13 de ese mismo mes.
Las y los intelectuales ahora tienen la responsabilidad de lavar aquí su «pecado original» (Che), no para mostrarse como autores y guías de la conciencia de un pueblo, sino para ser capaces de universalizar la comprensión de hechos liberadores de la humanidad, como los que cito, al tiempo que honro por su fuerza auténticamente revolucionaria.
Caracas, abril de 2021