Sucre: grande como mariscal, político y diplomático

Perfil Clodovaldo Hernández 

Fue hijo, nieto, bisnieto y tataranieto de militares, aunque ninguno de sus antepasados logró ni siquiera una parte de las glorias que el cumanés Antonio José de Sucre cosechó en sus apenas 35 años de vida

Si tan solo vemos su hoja de servicio como oficial, ya tenemos más que suficiente para el asombro y la admiración. Fue pieza clave de la Guerra de Independencia de Venezuela (con especial influencia en el Oriente), pero luego desplegó todo su inmenso potencial en las campañas para la liberación de Ecuador y Perú, y para la fundación de Bolivia.

Las batallas de Pichincha y Ayacucho fueron decisivas para el fin de la dominación colonial en Ecuador y Perú. La última marcó la patada final al imperio español en Suramérica. Sin el concurso del Ejército grancolombiano, enviado por Simón Bolívar y dirigido por Sucre, muy probablemente España habría logrado la reconquista de Lima y buena parte del Perú, pues ya habían logrado doblegar a las fuerzas comandadas por José de San Martín, integradas por argentinos y chilenos. Debido a la importancia del desenlace bélico, el Congreso peruano designó a Sucre jefe supremo de sus ejércitos y le confirió el título de Gran Mariscal de Ayacucho.

Fue un titán de la Independencia, casi al mismo nivel de Bolívar. Solo que otro de los grandes atributos de Sucre fue su lealtad inconmovible hacia el Libertador. Varios le disputaron su título de líder supremo y unos cuantos lo traicionaron cobardemente, mientras Sucre se mantuvo siempre fiel, presto a ejecutar órdenes.

Bolívar no ahorró honores para pagar tan inmensa lealtad. Al hablar de su victoria en Perú, dijo: “La batalla de Ayacucho es la cumbre de la gloria americana, y la obra del general Sucre. La disposición de ella ha sido perfecta, y su ejecución divina (…) El general Sucre es el padre de Ayacucho, es el redentor de los hijos del Sol, es el que ha roto las cadenas con que envolvió Pizarro el imperio de los Incas. La posteridad representará a Sucre con un pie en el Pichincha y el otro en el Potosí, llevando en sus manos la cuna de Manco-Capac y contemplando las cadenas del Perú, rotas por su espada”.

Pero esos descomunales méritos militares no son lo único destacable en la vida de este joven, nacido en 1795 en la ciudad que ahora es la capital del estado que lleva su nombre. En los paréntesis de su agitada existencia de guerrero, fue un destacado conductor político y diplomático.

Una de sus primeras y trascendentales gestiones fue en Ecuador, al ocuparse de sumar a Guayaquil al proyecto de Colombia la Grande. Esa región, por sus disputas con Quito, se estaba quedando al margen de la confederación, y las habilidades de Sucre fueron claves para reorientarla hacia la unión.

Dicho sea de paso, hay sectores de Ecuador que sienten verdadera veneración por Sucre. Eso se siente en el ambiente del lugar donde está sepultado, la catedral de Quito.

En Perú, en cambio, los sentimientos son encontrados, tal como sucede con Bolívar. Una parte de los peruanos, a lo largo de casi dos siglos, lo han reconocido como artífice de la Independencia, pero otros no le perdonan la pérdida territorial que implicó la creación de Bolivia en el llamado Alto Perú.

De hecho, la última vez que Sucre tomó las armas no fue ya para luchar contra el imperio español, sino para frenar el expansionismo peruano en detrimento del Departamento de Quito, que en 1829 estaba integrado a la Gran Colombia. El mariscal derrotó a José de la Mar en la batalla del Portete de Tarqui y mantuvo intacta la frontera del actual Ecuador.

De Bolivia, Sucre fue su primer presidente y pudo haber tenido ese cargo de manera vitalicia, pero renunció en 1828 como fórmula para detener las protestas de peruanos que nunca aceptaron la creación del país que rinde honor al nombre de Bolívar.

La rápida revista a las hazañas militares y a los desempeños políticos de Sucre no le hacen plena justicia a su biografía, pues el Gran Mariscal tiene todavía otro rasgo para la reverencia: fue un gran diplomático y un precursor indiscutible del derecho humanitario de guerra. Con apenas 25 años de edad, actuó como el delegado patriota principal en los Tratados de Armisticio y de Regularización de la Guerra, de 1820, junto al coronel Pedro Briceño Méndez y al teniente José Gabriel Pérez. Por el bando realista participaron el general Ramón Correa, Juan Rodríguez del Toro y Francisco González de Linares. Las conversaciones tuvieron lugar en San Cristóbal y sus frutos fueron los pactos firmados por Bolívar y el jefe español Pablo Morillo, en Trujillo, en noviembre de 1820.

Las disposiciones acordadas tuvieron el propósito de evitar, en la medida de lo posible, involucrar en el conflicto a la población civil no combatiente o desarmada. También se establecieron normas para el intercambio de prisioneros, se dispusieron medidas para la atención a los heridos en batalla, y se acordaron principios para rendir honor a los caídos.

El estudioso del tema Alejo García, de la Sociedad Bolivariana del Táchira, opina que se trata de un avance descollante, que se adelantó más de cuarenta años a la formación del Comité Internacional de la Cruz Roja y a los Convenios de Ginebra, que regulan el Derecho Internacional Humanitario. Lo acordado en la capital tachirense, firmado luego en Trujillo, sentó bases para la formación, consolidación y ejecución del Derecho Internacional Humanitario.

“Este tratado es digno del alma de Sucre, él será eterno como el más grande monumento de la piedad aplicado a la guerra”, resumió Bolívar.

Queda así demostrado que Sucre no solo fue un militar excepcional, sino también un excelso político y un insigne precursor en materia de derechos humanos.