Vladimir Acosta
Los imperios se parecen a los humanos que se convierten en grandes líderes políticos: nacen, crecen y se desarrollan igual que todo el mundo, pero buena parte de ellos, de los imperios, cuando alcanzan su plenitud, llenos de soberbia, empiezan a creerse eternos, capaces de imponer a los demás su voluntad, hasta que les llega, como a los humanos la vejez, el tiempo de la decadencia, con sus crisis, su estancamiento y su necesidad de moderarse. Y más allá de sus diferencias específicas de poder y de tamaño, lo que más distingue a unos imperios de otros es la forma en que asumen esa inevitable decadencia y ese derrumbe que al cabo los conduce a la muerte. Porque algunos la asumen con dignidad cediendo espacios, otros simplemente desaparecen porque un imperio más joven y en ascenso los somete o los reemplaza, mientras la mayoría de ellos se encierra tercamente en seguir creyendo que tienen el poder de antes, sin ver que se les va a diario de las manos, por lo que terminan haciendo de su decadencia y derrumbe una triste secuencia de amenazas inútiles, acompañadas a menudo de actos ridículos y vergonzosos que solo provocan risa o desprecio porque ya a nadie atemorizan.
El imperio de Alejandro, producto de sus victorias, enorme imperio que incluía Egipto, Siria, Babilonia y parte de Persia, y que iba desde Macedonia y Grecia hasta las fronteras de la India, se desgajó al producirse su repentina muerte. Alejandro no deja hijos y el violento conflicto que se produce entre sus potenciales herederos se prolonga por décadas. Es lo que suele ocurrir en esos casos. Sus generales más prestigiosos se disputan el poder y de ello sobreviven varios imperios menores, aunque grandes y poderosos, imperios encabezados por Diádocos, Seléucidas, Lágidas y Ptolomeos, que sobreviven por dos siglos y terminan sometidos y unificados por la ascendente Roma, que estaba construyendo el suyo. El caso más famoso es el del imperio greco-egipcio. Todos conocen su brusco final marcado por los amores de la sensual Cleopatra, que antes había seducido a Julio César, y el romano Marco Antonio, rival de Augusto, concluyendo todo con la batalla de Accio, el refugio de Antonio en Egipto, su suicidio, y poco más tarde la muerte de Cleopatra, dejándose picar por un áspid. Insensible a los encantos de Cleopatra, Augusto anexa Egipto a Roma, que pronto se convierte en imperio.
Ese inmenso Imperio romano, el más grande de la Antigüedad, soberbio y orgulloso, siempre en extensión, alcanza su plenitud en los primeros siglos de nuestra era. Luego, en medio de altos y bajos, va entrando en lenta decadencia hasta que la parte occidental, la propiamente romana, que abarcaba todo el occidente de Europa, se derrumba a fines del siglo V, mientras la oriental, la griega, centrada en Constantinopla, se mantenía y se expandía hasta su caída, mil años más tarde, en manos de los turcos otomanos. Uno de los más reiterados temas de estudio de historia clásica y antigua ha sido por siglos el de determinar las causas de esa crisis y ese sorpresivo derrumbe. La explicación usual, que se mantuvo hasta mediados del siglo XX, y que lo explicaba como resultado provocado en forma casi exclusiva por las llamadas invasiones bárbaras, se abandonó en su mayor parte entonces, porque los bárbaros no eran tan bárbaros, pues todos habían sido romanizados y en su mayor parte eran ya cristianos, aunque a veces arrianos, y también porque los romanos mismos, menos civilizados de lo que pretendían ser, se habían barbarizado más de la cuenta entre corrupción y dictadura. La esclavitud romana había entrado en honda crisis, no tenía salida, y era cada vez más brutal. Los pueblos sometidos estaban hartos de ella y abrieron las puertas de la hasta entonces inexpugnable Roma a sus invasores.
El Imperio carolingio, fundado por Carlomagno en 800, reúne por cerca de dos siglos a buena parte de la Europa medieval, pero pronto se ve agotado por rivalidades internas de corte feudal y amenazado por nuevas invasiones, como las de los normandos. Entra en crisis y se derrumba por partes, en manos de líderes mediocres, y abre así camino a que nuevos líderes se creen nuevos reinos, de los que algunos fracasan invadidos mientras otros perduran como inicio de futuras potencias reales europeas.
El imperio español, enorme obra española del siglo XVI, fue dividido por Carlos V en dos partes, la menor para el área austríaca, y la mayor, que además de España, abarcaba toda América y las Filipinas. Ese Imperio entra en decadencia en el siglo XVII, aunque con Carlos III los Borbones lo reaniman y reestructuran en el siglo XVIII. Esta parte imperial, española, del imperio, es la que me interesa ahora, porque fue contra su dominio colonial que lucharon nuestros libertadores. Unidos al fin, en Ayacucho, con el liderazgo de Bolívar y Sucre, se liberó América del colonialismo español.
Pero, salvo ellos, nadie entendió que para seguir siendo libres teníamos que seguir unidos. Caudillismos menores, ambiciosos y ciegos, hicieron de la Patria grande patrias pequeñas y rivales que pasaron el resto del siglo XIX chocando por poder y territorios, lo que facilitó que nuestros países cayeran bajo el dominio inglés y que a fines de ese siglo Estados Unidos relevara a Gran Bretaña para imponernos su dominio, del que, desunidos como siempre, no hemos podido librarnos hasta hoy.
El Imperio británico, dueño del mundo en el siglo XIX, decae en el siglo XX y entra en crisis definitiva con la Segunda guerra mundial. Deja libre a India, pero provoca su guerra con Pakistán, que causa millones de muertos. Masacra en Kenia a los patriotas a los que llama Mau mau y califica de terroristas. Al menos al no poder someter a los rebeldes griegos, le pasa el bastón de mando a Estados Unidos y se repliega. Este los masacrará. En esos años su poder de dominio y destrucción militar estaban alcanzado su plenitud.
Del actual Imperio estadounidense solo deseo aquí poner en evidencia la ridícula soberbia con la que intenta en estos días tapar su creciente decadencia. Porque hoy Estados Unidos es el mejor modelo de imperio que se sigue proclamando amo del mundo, capaz, como es su costumbre, de amenazar a otros, mientras la decadencia y crisis actual que lo carcomen resultan evidentes para todos. La crisis de Estados Unidos no es solo externa sino interna. No es solo el fracaso desastroso de sus prepotentes guerras, de lo que Afganistán es el último y mejor ejemplo, sino lo que sucede a diario en el país. Basta ver sus millones de pobres, sus ciudades llenas de tiendas de campaña, sus estados rebeldes pensando en secesionar, sus odios sociales y raciales desatados, y su enorme cifra de población sumida en la droga, el alcohol y la violencia armada. Y mientras tanto, sus líderes amenazan con guerras y sanciones. Ayer lo hacía a diario Trump, hoy lo hace Biden, desteñida copia suya, solo que aquel gritaba sin parar y este se duerme entre amenaza y amenaza.
No hay aquí dignidad ni grandeza, sólo prepotencia y ridículo. A mi ese ridículo me recuerda una vieja canción popular que estuvo de moda hace décadas: Los zapatos de Manacho, en la que se hablaba de un tipo exhibicionista orgulloso de sus tremendos zapatos, pero que apenas empezaba a llover se veía obligado a quitárselos de prisa y andar descalzo porque los tremendos zapatos eran de cartón. Uno podría imaginarse a Biden, dormido en medio de un discurso en Nueva York, con sus tremendos zapatos, y a Blinken, su secretario de estado, que se le acerca para decirle:
—¡Manacho, despierta!,
Está lloviendo fuerte. Y esto se nos va a inundar.
Tienes que quitarte los zapatos.