Por: Orlando Rangel Yustiz- AVN
Hace 19 años, en octubre de 2002, 14 militares auspiciados por factores de la derecha, iniciaron la toma de la Plaza Altamira, para convertirla según ellos, en «territorio liberado» y plataforma mediática ideal para hacer un llamado a la desobediencia «legítima» contra el gobierno constitucional del presidente Hugo Chávez, a quien le solicitaban, sin mayores argumentos, su renuncia a cambio de la «estabilidad» de Venezuela.
Este plan, amparado en la lucha «pacífica», «no violenta», como lo postulan las tácticas del estadounidense Gene Sharp, consistió en comprar la lealtad de un grupo de militares a cambio de prebendas y minutos de fama, quienes creyeron también que con unirse a la voz de la cúpula burguesa terminarían con la Revolución Bolivariana.
Las caras más visibles del golpe de abril representadas en la entonces llamada Coordinadora Democrática—predecesora de la actual Mesa de la Unidad Democrática (MUD)—convocaron el día 21 de octubre a un paro cívico nacional de 24 horas para solicitar la renuncia del Presidente Chávez, como preámbulo al pronunciamiento militar que se haría al día siguiente en el este de la ciudad.
El 22 de octubre el municipio Chacao del estado Miranda, bajo la responsabilidad del entonces alcalde Leopoldo López, se convertía en el epicentro de la conspiración que tras seis meses del golpe de Estado de abril de ese mismo año, intentaba nuevamente acabar con la democracia venezolana en favor de la burguesía y bajo el tutelaje de la injerencia extranjera.
Dos meses antes, el 13 de agosto, parte de estos 14 militares golpistas habían sido absueltos de sus cargos por jueces del TSJ que guardaban estrechas relaciones con Luis Miquilena, ex constituyentista y ministro de Chávez convertido en asesor de la derecha desde abril.
El TSJ sentenció en dicha oportunidad que no existían méritos para enjuiciar por rebelión militar a los cuatro altos oficiales, responsables del golpe de Estado, porque todo lo hicieron «preñados de buenas intenciones».
Esta sentencia le otorgó margen de maniobra a los factores desestabilizadores que el 22 de octubre mostraron al país el rostro de esos 14 supuestos «valientes» oficiales, con el auspicio de los medios de comunicación de derecha, entre ellos Globovisión.
Las transmisiones televisivas de aquella jornada fueron semejantes a los días previos al 11 de abril, con el propósito de que una gran cantidad de venezolanos, de manera inconsciente, tomasen aquellas imágenes y declaraciones desestabilizadoras como si fueran la voluntad de toda Venezuela.
De esta forma los medios crearon el escenario perfecto para iniciar un nuevo camino hacia el derrocamiento de Chávez. Sin embargo, la verdad era que sólo 14 militares se pronunciaban ante todo un arsenal de medios de comunicación privados (no menos de 20), en un espacio que apenas llegaba a unos 20 metros cuadrados de la plaza.
Altamira se convirtió en el sitio ideal. Era el lugar de encuentro de la alta sociedad que de manera religiosa y con la complicidad desmedida de los medios de comunicación privados, un grupo de militares, entre ellos los generales Enrique Medina Gómez y Néstor González González, llamaban al golpe de Estado contra Chávez.
Aquel día fue el inicio de una cadena de acontecimientos que meses después, el 9 de diciembre se convertirían en un sabotaje petrolero.
Tal como lo sugieren las teorías de Gene Sharp, ese día se alargó durante semanas como una guerra de desgaste, con el fin de promover el desconocimiento a las autoridades de gobierno y la conformación de un Estado paralelo.
La compra de conciencias que inició con 14 militares de alto rango se extendió a 135 oficiales superiores y subalternos que a través de las pantallas de televisión calentaban la escena. Según ellos, la salida de Chávez parecía inminente, volvían los vientos de abril.
Todos estos militares juraban día tras día no salir de la plaza hasta que Chávez renunciara a la presidencia de la República, y sostenían que la «única salida a la crisis» era la «desobediencia legítima —con base en el artículo 350 de la Constitución Bolivariana—, y la renuncia inmediata del Presidente».
Mientras, las principales ciudades del país como Valencia, San Cristóbal, Barquisimeto y Maracaibo, fueron víctimas de la violencia desatada por grupos de extrema derecha.
Por esos días, las televisoras privadas y medios impresos reseñaban una especie de miniserie protagonizada por los militares de Altamira. Los supuestos «valientes», que dormían en la comodidad del hotel Four Seasons ubicado a un lado del obelisco de plaza Francia, eran los famosos, no tanto así los tenientes, subtenientes, y cabos. Esos dormían en carpas o en el estacionamiento bajo la plaza.
Esta operación de desgaste, iniciada aquel 22 de octubre, poco a poco se fue diluyendo en su propia miseria. Una vez más los planes estaban a punto de fracasar y el epicentro de todo este escenario mediático debía refrescarse.
La aparición «casual» el día 6 de diciembre de João de Gouveia, un paciente psiquiátrico que desató su ira y desequilibrio mental para, lamentablemente, asesinar a tres personas y herir a otras 28, se convirtió en el punto de partida para la escalada del sabotaje en la industria petrolera.
Ese mismo día, la empresa Intesa—socio estratégico de la estadounidense SAIC— creada por la nómina mayor de Petróleos de Venezuela—, realiza la agresión informática contra el cerebro operativo de la estatal petrolera, punto de partida del sabotaje petrolero que sería derrotado por el pueblo dos meses después.
Para el entonces director de la Disip (Dirección General Sectorial de los Servicios de Inteligencia y Prevención, actual Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional – Sebin), Miguel Rodríguez Torres, la jornada que comenzó el 22 de octubre, fue resultado de la decisión que emitió el TSJ, que rompió con toda posibilidad de juzgar a quienes participaron en el golpe de Estado de abril.
Luego de 11 años, con más de una década de Revolución Bolivariana consolidada, muchos de estos militares utilizados por la derecha, con la honra de su uniforme dejada en Altamira, se fueron a vivir el sueño americano en Miami, Florida.
Sin asumir ningún tipo de lucha política, con la marca del desleal, prófugos de la justicia venezolana, algunos en el mejor de los casos bajo la protección de empresarios «venezolanos-mayameros», quizás recuerden ese 22 de octubre de 2002 como un día más de esos en los que la derecha le pone precio y tiempo de expiración a su propia dignidad.