Después de los criminales hechos de abril de 2002, con sus 47 horas en el poder, y luego del circo tragicómico de la plaza Altamira, parecía imposible que la oposición venezolana hiciera algo igual de dañino para el país en ese mismo año. ¡Pero lo hizo! Los dirigentes de la derecha local y sus jefes estadounidenses se superaron a sí mismos y arrojaron a Venezuela por el barranco de un paro-sabotaje contra su principal industria: el petróleo.
Han transcurrido 19 años y aún hoy se sigue sufriendo las consecuencias, ello sin pretender eximir de responsabilidad a muchos de los supuestos revolucionarios que se montaron luego sobre la empresa rescatada y volvieron a hundirla.
La disputa por el control de Petróleos de Venezuela SA (Pdvsa) había sido factor primordial del breve derrocamiento del Comandante Hugo Chávez, siete meses y tanto antes de la peculiar huelga. Se recordará que la élite gerencial de la compañía estatal se había sumado al bloque opositor, cuestionando la designación de Gastón Parra Luzardo como presidente. Ante los actos de rebeldía, el jefe del Estado los despidió públicamente en un recordado Aló presidente, en el que utilizó un silbato, cual árbitro de fútbol.
Tras retornar al Palacio de Miraflores y esgrimir el crucifijo del perdón a sus adversarios, Chávez reenganchó a los altos cuadros de la autodenominada “meritocracia petrolera”. Esas personas, por su lado, no perdonaron nada. En diciembre fueron cabezas visibles de un paro que, según sus propios cálculos, obligaría al Presidente a renunciar en, como máximo, dos semanas.
Su postura triunfalista se sustentaba en tres pilares: primero, la elevada autoestima de quienes se consideraban imprescindibles, la flor y nata de la gerencia nacional, muy por encima del resto de la sociedad y, en especial, del Gobierno; segundo, el hecho de que Chávez había tenido que mantenerlos en sus cargos, pese a haber participado abiertamente en el golpe, lo que tomaron como un signo de debilidad; y tercero, el apoyo total de Estados Unidos.
Sobre esto último, debe apuntarse algo que de ninguna manera es un detalle, sino un aspecto medular: ese apoyo no era solo de declaraciones políticas y diplomáticas. No. El gobierno imperial estaba metido hasta los tuétanos en Pdvsa de dos maneras muy estratégicas: en lo más profundo de la mentalidad de los gerentes, y en los nervios de la empresa, sus sistemas informáticos.
No es una expresión figurada, sino la pura realidad. Todos los sistemas de Pdvsa los manejaba Intesa, una empresa en la que la casa matriz petrolera solo tenía 40% de las acciones, mientras el 60% lo manejaba la firma estadounidense Science Applications International Corporation (SAIC), una contratista habitual del Departamento de Defensa y de la red de organismos de inteligencia de EEUU. En pocas palabras, no les hacía falta tener espías ni quintas columnas (aunque sí los tenían), pues estaban dentro de Pdvsa desde 1997. No es casualidad que haya sido justamente en 2002, cuando el Gobierno se propuso renacionalizar la estructura informática de Pdvsa, que se haya producido esta furiosa reacción desde sus mismas entrañas.
“Pocas personas se habían preocupado por averiguar de qué se trataba esa empresa SAIC. Si lo hubiesen hecho habrían sabido que era, en la práctica, una fachada del Gobierno de Estados Unidos y que algunos de sus gerentes habían sido de la CIA”, cuenta la ingeniera Socorro Hernández, quien se desempeñaba en ese campo y formó parte del equipo que, luego de grandes esfuerzos, logró recuperar el control de Pdvsa.
¿Quieren un ejemplo de los orígenes de los dueños de la firma? Pues, el fundador fue el almirante retirado Bobby Inman, quien fue director de Inteligencia Naval, vicedirector de la Agencia de Inteligencia de Defensa, subdirector de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y director de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA): un consumado agente federal.
Los trabajadores de Intesa, aunque eran casi todos venezolanos y muchos de ellos habían pertenecido antes a Pdvsa o seguían en su nómina, no eran ninguna compensación en materia de soberanía, pues casi todos estaban implicados en el paro. Fue desde allí que se generó el plan del sabotaje.
“La sede de La Campiña era un pueblo fantasma, los pasillos estaban solos. Era tétrico”, recuerda Hernández.
En Caracas la anormalidad llegaba hasta allí, pero en las refinerías, los campos, los oleoductos y centros de control de operaciones sí hubo daños de distintos tipos: desde averías provocadas en equipos físicos hasta bloqueos en sistemas informáticos y aplicaciones, hackeos y conexiones no autorizadas mediante módems. No fue sino hasta el 16 de enero cuando se tomaron los centros de cómputos principales y se pudo considerar vencida la huelga, al menos desde el punto de vista de las redes de computación.
Durante todo el mes de diciembre (el paro comenzó el lunes 2 y nunca fue oficialmente levantado) el pueblo sufrió una de sus más duras navidades: escasez y especulación en productos de primera necesidad, sin gasolina ni gas, sin beisbol y con unos medios de comunicación empeñados en enloquecer a la población.
El Comandante Chávez puso de manifiesto sus dotes de estratega y fue obteniendo victorias parciales. La primera de ellas fue la recuperación del buque Pilín León, que los meritócratas habían anclado en medio del lago de Maracaibo, repleto de gasolina, bajo la premisa de que solo ellos podrían moverlo de allí, cuando el Gobierno hubiese caído. El 21 de diciembre, el capitán de altura Carlos López Peña condujo el tanquero a puerto seguro. Allí, según muchas opiniones, quedó derrotado el paro y se deshizo el mito de los gerentes imprescindibles.
Huelga mediática con harakiri
Igual que el 11 de abril, igual que la plaza Altamira, el paro petrolero fue una acción con un fuerte componente mediático. Los medios no dejaron de circular ni de salir al aire (como habría sido de esperar en un paro cívico) porque sin medios esa acción no tendría sentido ni repercusión.
La contribución de las televisoras, radioemisoras y periódicos fue consagrarse a tiempo completo a la tarea de imponer el relato de que el paro tenía gran apoyo popular y que estaba siendo un rotundo éxito. La histeria de la vieja Globovisión se contagió a todos los otros canales, que pasaron a ser de noticias 24 horas al día y con una sola “noticia”, la de que Chávez se iba ya.
Pagaron caro el fracaso porque dejaron de percibir publicidad (solo emitían cuñas y publicaban avisos de la huelga) durante una de las mejores temporadas del año.
Periódicos como El Nacional y El Universal se redujeron de cuatro a dos cuerpos y otros bajaron su número de páginas. Se convirtieron en endebles pasquines dedicados únicamente al paro. En 2003, llorosos, los dueños solicitaron a sus empleados que aceptaran reducciones de nómina y de salarios. Como de costumbre, los trabajadores pagaron las aventuras de los jefes. Para algunos diarios fue el principio del fin. Un auténtico harakiri, aunque, desde luego, ellos siempre dijeron que la culpa fue de Chávez.