Luis Britto García
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Toda una campaña culpabiliza por las emisiones del “gas de invernadero” anhídrido carbónico (CO2) a la quema de carbón e hidrocarburos, fuente de energía preponderante desde principios del siglo pasado. La meta “cero emisiones de carbono” para 2050, impuesta por la «Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático» en Glasgow, presupondría su sustitución total por energías alternativas no contaminantes y renovables. Sin embargo, para 2016 estas últimas aportan apenas 19,3% del consumo energético mundial (REN21. (2017). Renewables 2017 Global Status Report. https://goo.gl/Pc2WuA). Por otra parte, predice el Banco Mundial que para 2040 el consumo mundial de energía aumentará 60%. ¿Es posible que en apenas 27 años las fuentes alternativas cubran el creciente consumo energético global? ¿Y a qué costo?
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Ante todo, desechemos los espejismos. Otra insistente campaña promueve la sustitución por autos de baterías del parque mundial de 420 millones de automóviles con motores de combustión interna, más buses y camiones. La anima el multimillonario Elon Musk, fabricante de los vehículos eléctricos Tesla. Su resultado fue el golpe contra Evo Morales en Bolivia, ostensiblemente destinado saqueo de las reservas de litio del país andino. La insistente campaña pareciera sugerir que la explotación de dicho mineral no requiere energía y que, una vez instaladas, las baterías fabricadas con él producen electricidad para siempre, sin volverse contaminantes al ser desechadas. Las tres sugerencias son falsas. La minería del litio demanda exorbitante consumo de energías tradicionales. Las baterías y sus residuos son altamente contaminantes. Y la batería de litio esencialmente almacena la energía que le es cargada. Es un recipiente, no una fuente. Se puede leer centenares de páginas encomiando su uso sin encontrar la ominosa palabra recarga. En realidad, la energía que acumulan debe ser obtenida a partir de otra fuente. La masiva construcción de un parque automotriz mundial con baterías de litio será un magnífico negocio para sus fabricantes, pero no suministrará energía para moverlos. Sólo correrá la arruga energética, agravándola.
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Otro espejismo para la solución del problema de la energía es promocionado desde 2011 por Billy Gates en el programa televisivo estadounidense TED. Consiste en enterrar en pozos de gran profundidad desechos de uranio empobrecido y disfrutar eternamente de la descarga térmica producida por éste. Una vez más, se omiten los costos contaminantes y energéticos de esta producción de energía supuestamente milagrosa. El uranio es sumamente escaso, y no renovable. Su minería, refinamiento y posterior empobrecimiento requieren ingentes cantidades de energía de otras fuentes. Su manejo es contaminante y peligroso: recuérdense, entre otros, los accidentes de Nuevo México (1945) Mayak (1957) Windscale (1957) Three Mile Island (1979) Chernóbil (1986) Tokaimura (1999) y Fukushima (2011). Al punto de que Ángela Merkel decretó en 2011 el cierre de las plantas atómicas en Alemania. En fin, para 2016 la energía nuclear suplía apenas el 2,3% del consumo energético mundial (REN21, 2017). ¿Qué explotaciones mineras, que incalculables dispendios de energías tradicionales, qué efectos colaterales, qué riesgos serían necesarios para que el escasísimo uranio pase en 27 años a suplir del 2,3% al 100% de la demanda de energía global, que según vimos para 2040 se incrementará 60% del actual?
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No: salvo que se descubra algún imposible Móvil Perpetuo del Segundo Tipo (que supuestamente genera energía de la nada), tenemos que contactar con la realidad. Cálculos de REN21 de 2017 señalan que el consumo mundial de energía para 2016 es cubierto en 78,4% por combustibles fósiles, 19,3% por energías renovales y sólo 2,3% por la energía nuclear. Para el mismo año, entre las energías renovables, la biomasa tradicional (madera, desechos orgánicos) aporta el 9,1% de dicho consumo; la energía hidroeléctrica el 3,6%; la térmica renovable el 4,2%, la solar y eólica el 1,6%, los biocombustibles el 0,8% (REN21,2017).
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Cualquier intento de elevar unos cuantos dígitos esa generación de fuerzas renovables demanda prolongadas y gigantescas inversiones de energías tradicionales. La hidroeléctrica necesita recursos hídricos naturales y colosales obras de infraestructura que interrumpen el flujo de la biodiversidad en los ríos. La eólica requiere costosísimas aspas de metales ligeros, la solar, dispendiosos espejos y vastas superficies acumuladoras; ambas son intermitentes y dependen de factores climáticos imprevisibles. La térmica renovable necesita abismales pozos para aprovechar el calor de las profundidades de la tierra. No estoy diciendo que no se deba optar progresivamente por dichas fuentes de energía: señalo que no parece creíble que en apenas 27 años puedan suplir el 78,4% de los requerimientos energéticos mundiales que actualmente cubren petróleo, gas y carbón, sin requerir a su vez contaminantes inversiones de energía e infraestructuras con efectos posiblemente equiparables o peores a las de estas últimas.
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John Kerry, el encargado de Energías Renovables de la administración de Joe Biden, proclama que la “Agenda Verde” de sustitución de combustibles fósiles significará millones de nuevos trabajos. Cuando las economías capitalistas se estancan, gobierno y empresarios buscan desesperadamente nuevos campos de inversión para reactivar el ciclo económico. Es posible que el veto sobre las emisiones de CO2 sirva a este fin. Los países desarrollados expoliaron y consumieron toda la energía fósil que les hacía falta para alcanzar su posición de predominio. Imponiendo pesadas restricciones para su producción y consumo impiden ahora que los países productores de energía puedan superar el subdesarrollo, y facilitaría que éstos les cedieran sus recursos en forma casi gratuita, para ellos usarlos a su vez irrestrictamente cuando y cómo les conviniera. Para superar sus crisis económicas, los imperios han promovido Guerras Mundiales. ¿Por qué no una Guerra Verde para dominar de manera absoluta la energía del mundo?