REVISIONISMO NAZI AL SERVICIO DE LA POLÍTICA EXTERIOR ESTADOUNIDENSE

«PEOR QUE HITLER»

El discurso que compara a Putin con Hitler tiene una impronta política imperial (Foto: Ozan Koze / AFP)

Louis Allday

A lo largo de la semana pasada se vio una oleada de figuras públicas trazando paralelismos directos entre el presidente ruso, Vladímir Putin, y el conocido dictador de la Alemania Nazi, Adolf Hitler. En algunos casos, Hitler ha sido comparado favorablemente con Putin, alegando que fue menos corrupto y menos brutal, ya que nunca mató a «su propia gente» y «no usó armas químicas». Por más ofensivas y ahistóricas que suenen estas comparaciones, es necesario colocarlas dentro del patrón histórico ampliado de Estados Unidos y sus aliados una y otra vez para que se comprendan por completo. Este patrón consiste en retratar de manera cínica a los líderes de aquellos Estados que son designados como enemigos como una reencarnación de Hitler, para así generar la reacción pública que se necesita para justificar sus políticas beligerantes y añadirle a ellos una fachada venerable.

Incluso una mirada superficial al registro histórico de las décadas recientes muestra claramente que esta comparación ha sido hecha de un manera tan constante y tan eficiente que equivale a una forma de negación del Holocausto, e incluso una maliciosa rehabilitación del nazismo. Al hacer estas comparaciones repetidamente para cumplir con las necesidades de una agenda de política exterior imperialista y expansionista, y al exagerar (y en muchos casos fabricar) los delitos de los enemigos de Estados Unidos, los crímenes de los nazis han sido sistemáticamente minimizados, distorsionados y algunas veces negados rotundamente. Esta tendencia ha alcanzado un crescendo en las últimas semanas a medida que los principales comentaristas políticos blanquean abiertamente a grupos paramilitares neonazis en Ucrania y a la misma vez declaran a Putin como el nuevo Hitler, o algo peor que eso.

Se trata de un tropo que tiene raíces sorprendentemente largas y se remonta a apenas una década después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Cuando el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser compró armas de la Checoslovaquia comunista en 1955 para mayor disgusto de Estados Unidos, el New York Times -un portavoz siempre confiable del establishment estadounidense- empezó a denominarlo el «Hitler del Nilo» [1]. Esta etiqueta se generalizó aún más luego de que el antimperialista Nasser nacionalizara el Canal de Suez en 1956 y una cantidad de políticos británicos y franceses, incluyendo al primer ministro británico Anthony Eden, lo compararon con Hitler repetidas veces, con el fin de justificar la desastrosa invasión conjunta a Egipto, invasión que se ejecutó más adelante ese año. Sin ofrecer evidencia alguna, el primer ministro israelí, David Ben-Gurion, llegó a declarar que los vehículos de los oficiales egipcios estaban decorados con la esvástica, una afirmación que fue acríticamente sostenida por la prensa tanto israelí como estadounidense [2]. El presidente cubano Fidel Castro también fue comparado con Hitler en la década de los 80 como parte de la campaña de décadas para difamar al líder revolucionario. El representante permanente de Estados Unidos ante las Naciones Unidas declaró:

«Soy lo suficientemente viejo como para recordar a quienes hacían apologías a favor de Hitler y Stalin. Recuerdo los gritos de sorpresa y traición cuando la verdad sobre lo que hicieron esos dictadores se filtró al mundo. Pienso que tarde o temprano los mismos gritos volverán a escucharse cuando el mundo finalmente reconozca los horrores de la vida bajo Castro».

Parece, sin embargo, que la relevancia sostenida del encuadre del «nuevo Hitler» no llegó a su máximo esplendor hasta el período postsoviético, en el cual Estados Unidos -ahora el hegemón global indiscutible- prácticamente tenía rienda suelta para derrocar cualquier gobierno que se opusiera a su dominio, pero aún necesitaban que hubiera indignación pública para así asegurar suficiente apoyo interno para sus «intervenciones» seriales. Por ejemplo, el presidente George Bush padre comparó al presidente iraquí Sadam Husein – antes un aliado cercano a Estados Unidos- desfavorablemente con el dictador alemán y lo acusó de un nivel de «brutalidad en el que no creo que ni Adolf Hitler se haya visto involucrado», una interpretación perturbadora de eventos que son una negación al Holocausto en sí, dichas en una manifestación pública a solo dos meses antes del lanzamiento de la operación Tormenta del Desierto y el inicio de la Guerra del Golfo en enero de 1991. Bush haría la misma comparación una vez más para justificar el conflicto cuando ya estaba en marcha y Estados Unidos ya había cometido múltiples crímenes de guerra en el lapso de apenas unos meses. Una ironía particularmente obscena del uso retórico de Hitler que hizo Bush de este modo tan belicista, es que su propio padre, Prescott Bush, estuvo directamente involucrado en el financiamiento del ascenso al poder del partido nazi, beneficiándose de su posición en el directorio de empresas que estaban relacionadas directamente con los arquitectos financieros del nazismo hasta 1942. Por supuesto, Bush estaba lejos de ser el único en hacer aquella comparación. Un estudio de la Fundación Gallant encontró que entre el 1° de agosto de 1990 y el 28 de febrero de 1991, sólo los medios impresos de Estados Unidos compararon a Husein con Hitler en 1 mil 35 ocasiones [3].

El mismo tema recurrente reapareció en 1999 cuando para justificar el asalto de la OTAN a Yugoslavia y mostrarlo como algo motivado por preocupaciones humanitarias, el presidente yugoslavo Slobodan Milosevic fue comparado con Hitler varias veces por funcionarios estadounidenses [4]. Quizás, la de mayor significación fue cuando el sucesor de Bush, Bill Clinton, trazó comparaciones directas entre Milosevic y el dictador nazi, preguntando sombríamente: «¿Qué hubiese pasado si alguien hubiera escuchado a Winston Churchill y se hubiera rebelado? Sólo imagínense si los líderes en ese entonces hubieran actuado sabiamente y con suficiente anticipación, ¿cuántas vidas se hubieran salvado? ¿Cuántos estadounidenses no habrían tenido que morir?». Todo esto justamente cuando hacía un discurso en vivo a la nación desde la Oficina Oval el 24 de marzo de 1999, el mismo día en que empezó el ataque militar de la OTAN a Yugoslavia [5]. Al mes siguiente, el diputado del Partido Laborista Ken Livingstone hizo eco de las palabras de Clinton, argumentando que no estaba mal comparar a los dos gobernantes tal y como lo hizo el presidente, agregando que muchos ya lo habían hecho de todos modos.

Al morir Milosevic en 2006, el Wall Street Journal publicó un artículo escrito por el hombre que dirigió la campaña de bombardeos asesinos de la OTAN en Yugoslavia -la máxima autoridad del mando aliado conjunto, Wesley K. Clark- que simplemente se titulaba: «Un pequeño Hitler». Que Clark, quien dirigió lo que el exfiscal de los tribunales de Nuremberg, Walter J. Rockler, describió como «la agresión internacional más descarada desde que los nazis atacaron Polonia… [en la cual] Estados Unidos ha descartado la legalidad internacional y la decencia, y se ha embarcado en el rumbo de un imperialismo alocado», el ver cuáles fueron las últimas palabras sobre Milosevic dice mucho sobre el agujero negro moral en el centro de la prensa estadounidense, y la seriedad con la que deben ser consideradas cualquiera de las denuncias de un «nuevo Hitler».

A continuación, al defender su violento ataque a Irak en marzo de 2003, poco antes de que se lanzara la invasión británica y estadounidense al país, el primer ministro del Reino Unido, Tony Blair, también invocó al espectro de Hitler. Argumentando en contra de cualquier «apaciguamiento» y alegando que, aunque «una mayoría de personas decentes y bien intencionadas dijeron que no había necesidad de enfrentar a Hitler y esos que lo hicieron fueron belicistas, esas personas resultaron estar equivocadas». Tal y como su padre lo hizo antes que él, hace doce años el presidente George Bush Jr. también comparó a Sadam Husein con Hitler más de una vez y al igual que Blair, su contraparte inglesa, argumentó que «[una] política de apaciguamiento podría traer una devastación jamás vista sobre la faz de la Tierra», una oración particularmente repugnante de leer en retrospectiva, sabiendo la devastación inmensa que dejaron la invasión de Irak y sus repercusiones en los ciudadanos, y la región en general, desde entonces.

Este dispositivo retórico, ahora bastante familiar, fue desempolvado de nuevo en 2011, en esta oportunidad para justificar el destructivo ataque de la OTAN a Libia y como apoyo para proporcionar la narrativa de la intervención humanitaria [6]. En un momento en el que acusaciones espeluznantes y sin pruebas de violaciones en masa y otras atrocidades cometidas por las fuerzas libias (que luego probaron ser infundadas) estaban siendo reportadas acríticamente en la prensa occidental, el servicio de información público australiano, el ABCinformó sobre el «nuevo Hitler» Gaddafi. Dos años después, mientras que la guerra proxy de los Estados Unidos contra el Estado sirio estaba en marcha, fue el turno del presidente sirio Bashar al-Assad, quien también fue comparado directamente con Hitler (y también con Sadam Husein) por el secretario de Estado de aquel entonces, John Kerry, y posteriormente etiquetado como «el nuevo Hitler» en la prensa sensacionalista estadounidense. Este argumento se construyó más tarde de manera especialmente trastornada cuando David Simon, comúnmente conocido por ser el creador de la serie The Wiretuiteó: «Hitler, que poseía gas sarín, no lo usaría contra sus soldados ni siquiera cuando el Reich estaba cayendo. Él había sido gaseado en la Primera Guerra Mundial. Assad lo ha usado dos veces contra civiles». La implicación de Simon de que Hitler tomó una postura moral digna de encomio al no emplear gas sarín es suficientemente perturbadora por sí sola, pero en retrospectiva es más escandalosa ya que existe evidencia sustancial que señala que los ataques con armas químicas en Siria que supuestamente fueron perpetrados por «Assad» (es decir, las fuerzas del gobierno sirio), fueron, de hecho, ejecutados por fuerzas «rebeldes» apoyadas por Occidente.

En tiempos recientes, el encuadre de «peor que Hitler» fue usado por Mohammed bin Salman, el príncipe heredero de Arabia Saudita, quien en 2018 durante una conversación con Jeffrey Goldberg, un excarcelero de las prisiones del ejército israelí y ahora editor de The Atlanticafirmó: «Creo que el Líder Supremo iraní hace que Hitler se vea bien. Hitler no hizo lo que el Ayatolá está tratando de hacer. Hitler trató de conquistar Europa… Jamenei está tratando de conquistar el mundo». Un ejemplo similarmente absurdo de este fenómeno es cuando el diario The Daily Mail señaló que el líder de la República Popular Democrática de Corea, Kim Jong-Un, estaba «canalizando su Hitler interno» simplemente porque estaba usando una chaqueta de cuero.

Las comparaciones recientes entre Putin y Hitler han sido especialmente ruidosas y extendidas, no solamente por la indignación que pudiera provocar el conflicto en curso en Ucrania sino porque aquellos que lo argumentan han podido basarse indirectamente en un proyecto político de larga data para equiparar a Hitler y los nazis con Stalin y la Unión Soviética. Las tácticas, los fundamentos y la historia de esta campaña, en la que el trabajo del historiador Timothy Snyder es central, son de relevancia directa para el momento actual y pueden ser leídas extensamente en este ensayo detallado sobre el tema.

El testimonio de cuán falso y cínicamente ha sido empleado este encuadre de manipulación emocional no es sólo el carácter, circunstancias y dirección política de esos líderes a quienes se les ha sido aplicado en el tiempo, sino que la etiqueta parece haber sido usada para todos excepto para los gobernantes de los mismos estados que realmente inspiraron la visión de Hitler: Estados Unidos y Gran Bretaña [7]. Lo que une a este grupo disparatado de Estados y sus líderes es que de un modo u otro han resistido directamente o de alguna manera se han interpuesto en el camino de la hegemonía imperialista liderada por Estados Unidos y la penetración del capital occidental ahí donde lo desee. Putin, quien previamente no había ocultado su oposición hacia el repetido socavamiento estadounidense del derecho internacional y sus mecanismos de equilibrio y contrapeso, es un caso ilustrativo en este sentido.

Al enfocarnos en las supuestas acciones irracionales, sanguinarias y desquiciadas de líderes individuales y subrayando su presunta similitud con Hitler, una figura que es justificadamente la bestia negra en la mente de tantos en Occidente, Estados Unidos es capaz de oscurecer efectivamente el contexto político más amplio de la crisis del momento y encubrir su papel directo en causarla. Este proceso de personalización de los conflictos al centrarse en los líderes sirve para descontextualizar los eventos de su entorno ampliado y borra factores geoestratégicos, económicos y políticos relevantes a través de un enfoque miope en los supuestos rasgos del carácter del líder en cuestión. Por lo tanto, agresiones contra Estados-nación enteros se vuelven comúnmente entendidas como campañas virtuosas contra un solo «hombre malo» que tiene que ser detenido, y aquellos que buscan analizar el contexto político relevante y el papel de Occidente son condenados como «apologistas» del líder en cuestión.

Tanto en su propia retórica como en su uso dentro del extenso aparato propagandístico de los medios, de la academia y más allá para retratarse a sí mismos como si continuamente estuvieran luchando contra un «nuevo Hitler», de una forma permite a Occidente mantener la ficción -a pesar de toda la evidencia abrumadora que apunta hacia lo contrario- de que usa su poder militar (y otros medios de agresión incluyendo sanciones) en pro de la justicia y un compromiso a algún tipo de normas universalistas que apuntan a mejorar las condiciones de vida o aliviar el sufrimiento de las personas afectadas. Al hacerlo, sus motivaciones reales, es decir, la búsqueda incesante de sus intereses políticos, se ocultan. Corresponde a aquellos de nosotros que sabemos cuáles son esos verdaderos objetivos, no ser intimidados al momento de silenciarnos mediante las mismas viejas acusaciones de apologistas de los tiranos o cualquier otro insulto deshonesto que nos arrojen aquellos cuyo trabajo es reforzar, cueste lo que cueste, la fachada de la benevolencia occidental que permanentemente se derrumba.

NOTAS AL PIE

[1] Ali Rowghani, ‘The Portrayal of Nasser by the New York Times’ (manustricto sin publicar, Stanford University, Department of History, Mar. 1994) citado en Joel Beinin, The Dispersion of Egyptian Jewry: Culture, Politics and the Formation of Modern Diaspora (University of California Press, 1998).

[2] Joel Beinin , The Dispersion of Egyptian Jewry Culture, Politics and the Formation of Modern Diaspora (University of California Press, 1998).

[3] Richard Keeble, ‘The Myth of Saddam Hussein: New Militarism and the Propaganda Function of the Human-Interest Story’ en Media Ethics, Ed. Matthew Kieran (Routledge, 1998), 73.

[4] Para una discusión sobre el contexto más amplio de la guerra de la OTAN, sus verdaderas intenciones y la descripción que los medios hacen de ella, véase: Degraded Capability: The Media and The Kosovo Crisis (Pluto Press, 2000) y Diana Johnstone, Fool’s Crusade: Yugoslavia, NATO and Western Delusions (Pluto Press, 2002).

[5] Presidente Clinton, ‘Discurso a la Nación’, Casa Blanca, Oficina del Secretario de Prensa, Washington D.C., 24 de marzo de 1999.

[6] Véase Maximilian Forte, Slouching Towards Sirte: NATO’s War on Libya and Africa (Baraka Books, 2012).

[7] Un elogio particular por la ‘crueldad’ británica y la ‘falta de escrúpulos morales’ en la construcción y defensa de su imperio, la cual fue considerada un modelo a seguir para los alemanes. Hitler profesaba una admiración por el poder del imperio británico como prueba de superioridad de la raza aria, y el gobierno británico en India fue tomado como modelo para los alemanes sobre cómo gobernarían el este de Europa. Gerwin Strobl, The Germanic Isle (Cambridge University Press, 2000), 42-43, 91.


Louis Allday es un escritor e historiador radicado en Londres. Es el editor y fundador de Liberated Texts.

Publicado originalmente en inglés en Ebb Magazine el 15 de marzo de 2022, la traducción para Misión Verdad fue realizada por Camila Borges Calderón y Diego Sequera.