La batalla de Pichincha: dos siglos después

Por: Yldefonso Finol 

«No es que los hombres hacen los pueblos, sino que los pueblos, en su hora de génesis, suelen ponerse, vibrantes y triunfantes, en un hombre.» José Martí

I

Definiciones fundamentales

La Campaña del Sur -esa que el mismo Libertador resumió tan gráficamente en la frase: «redondear Colombia»-, fue una compleja operación político-militar de múltiples movimientos tácticos y estratégicos, que tenía como propósito principal completar la derrota del ejército realista que sostenía el régimen colonial en el suroeste de la Nueva Granada y el departamento de Quito, países que formaban, junto a Venezuela y por iniciativa de la Presidencia de ésta, desde el 17 de diciembre de 1819, la República de Colombia.

Estaban imbricados en esta Campaña del Sur, ciertos asuntos muy complicados, de cuya resolución dependían los derroteros que tomase el devenir de la guerra y de la configuración socioeconómica y político-territorial de nuestras naciones:

– La cuestión de Guayaquil: tenía que quedar tajantemente definido a qué república se incorporaba la ciudad-puerto. La elite peruana la apetecía y Colombia la reclamaba como parte de la Nueva Granada y de la audiencia de Quito en su momento. Bolívar en esto no tenía la más mínima duda, y sus cavilaciones y decisiones durante la Campaña siempre tuvieron en el tablero esta cuestión como prioritaria. Guayaquil era el sur del sur de Colombia.

– La aclaración del modelo de régimen a establecer en las naciones liberadas con el héroe argentino José de San Martín: o monarquías o repúblicas. El Libertador tenía muy claro que debían ser gobiernos republicanos y democráticos, en los términos que se entendía el concepto por entonces. Nunca monarquías, a pesar que luego sus detractores lo acusaron falsamente de querer coronarse, cosa que él repudió en todo momento.

– El problema peruano en sí, que, pese a los esfuerzos y logros militares alcanzados por San Martín en Lima, continuaba siendo el asiento de una significativa fuerza realista que, si no era liquidada en un lapso perentorio, representaba un peligro latente contra la estabilidad de la Independencia en la región, peor si se sumaban las diatribas internas de aquel país que se mostraba ingobernable; por lo que no le era posible al Libertador permanecer indiferente, ya que después de su triunfo en Bomboná, el de Sucre en Pichincha y de una victoria poco mencionada que obtuvo Bolívar contra los realistas pastusos en la Batalla de Ibarra el 17 de julio de 1823, más la Batalla Naval de Maracaibo ganada por la armada republicana una semana después, Perú era «el único campo de batalla que quedaba en América».

– Estaba latente otro debate, entre la visión unionista e integradora del Libertador (Equilibrio del Universo) que buscaba hacernos fuertes frente a potencias extranjeras, y la visión conservadora que privilegiaba los intereses localistas de las elites, que a la larga se impuso haciendo gran daño a la soberanía y el desarrollo de nuestras naciones.

A su vez, cada uno de estos problemas macros, presentaban complejidades internas que debían ser entendidas (y atendidas) para abordar la totalidad:

– Guayaquil a su vez presentaba divisiones internas que, aunque la llegada de Sucre disipó en lo militar, era una incógnita a resolver, y pronto. Bolívar así lo manejó. Tres tendencias se movían con más o menos ruido o en las sombras, según fuera el caso, sobre la ubicación de Guayaquil en los mapas que la guerra iba dibujando: ser un país independiente, incorporarse al Perú, o ser parte, como era de lógica histórica y legal, de la Colombia creada en Angostura. No ignoremos que estos problemas de división territorial sobrevinieron en las nacientes repúblicas por la herencia colonial. Guayaquil, particularmente, había sido usada por España como bisagra de una región ultramarina intrincada, lejana y rica, que a capricho adosaban al Perú o a la Nueva Granada, de manera que su centro de gravedad política, su «identidad» de pertenencia regional, anduvo como pelota de pingpong saltando un poquito arriba y abajo de la línea ecuatorial.

– Perú, ahora sin el Protector, sería un maremágnum difícil de asumir para unos recién llegados, necesitados con urgencia por la elite criolla para que hicieran la guerra que ellos no eran capaces de librar, pero una vez concluida ésta, las contradicciones insalvables entre la oligarquía esclavista y feudal, mercantilista y usurera, y el pueblo hecho ejército conducido por prestigiados jefes revolucionarios, estallarían como granada fragmentaria en la anquilosada sociedad limeña. A estas consideraciones sociales y políticas había que añadir las apetencias territoriales de esa elite ociosa, primero con el despecho nunca superado de poseer el Alto Perú (que no es ni quiere ser «Perú), y la ambición expansionista sobre Guayaquil y el resto de Ecuador.

– Las formas políticas, unas más de fondo, otras apenas cálculos «geométricos» mezquinos (econométricos diría un economista), todas chocantes para un líder que veía la anchura del continente y la profundidad de los retos históricos planteados, que si monarquía o repúblicas, que si centralismo o federalismos (de hecho había tantas modalidades de federalismos como caudillos avaros), que si militarismo o civilismo; todos esos enredos irritaban el espíritu de los héroes que estaban entregados a las luchas concretas, como la guerra y el diseño de una sociedad que debía ser unidad en la diversidad y ¿continuidad en la discontinuidad?; ruptura radical con el régimen colonial, sin experiencias previas de auto-gobernanza, pero con la claridad («inventamos o erramos») de ser originales («nuestro códigos no son los de Washington»).

II

Determinación irreductible

Digan lo que digan los antibolivarianos, sin Venezuela no habría triunfado la causa independentista. Es Bolívar quien concibe en su mente las estrategias correctas. Son sus generales quienes van ejecutándolas según sus instrucciones precisas. Es el Ejército Libertador, que él construyó sorteando toda clase de limitaciones y realizando un esfuerzo titánico por la unidad, la fuerza medular de todas las victorias.

El plan bolivariano de adelantar a Sucre, y antes enviar a Mires con pertrechos para apoyar la Guayaquil emancipada de España, fracturando el propio Libertador la muralla realista de los pastusos en Bomboná, hizo posible el triunfo en la Batalla de Pichincha apenas once meses después de la Batalla de Carabobo.

¿Cuántas situaciones heroicas debieron ocurrir para llegar a este episodio fundamental de nuestra épica libertaria?

«Cavilar noche y día, soñando y pensando sin cesar», declaraba Bolívar sobre su dedicación cotidiana a concebir y planificar las acciones a emprender en cada momento crucial de la gesta emancipadora.

Sucre dirige exitosamente la Batalla de Pichincha a la edad de 27 años, estaba en las armas patriotas desde los quince, cuando fue aceptado como subteniente de Infantería por la Junta de Cumaná. Ganó esa batalla a más de 3000 metros de altura, ese joven que nació un 3 de febrero de 1795 a 15 metros sobre el nivel del Mar Caribe en el extremo oriental de Venezuela.

Sucre fue electo por la Provincia de Cumaná como Diputado al Congreso de Cúcuta, pero no se incorporó a las sesiones porque El Libertador Presidente tenía otros planes para él: su norte sería el Sur.

En enero de 1821 en Bogotá, Bolívar le planteó la que sería su misión más trascendental para los pueblos de este continente. Le confirió el mando del Ejército de Popayán, para intentar ir sobre Pasto y –siguiendo por Ibarra- libertar a Quito, o, en caso de no hacerse viable esta opción, viajar por mar hasta Guayaquil, territorio declarado libre del dominio español desde octubre de 2020.

Este «detalle» desmonta las versiones un tanto superficiales que nos hablan de un Bolívar que sale de Carabobo como improvisado triunfalista a emprender la Campaña del Sur. Nada más equivocado. No conocen al estratega experto en la prognosis geopolítica. Debe comprenderse claramente este acontecimiento, de lo contrario no se entenderá la doctrina militar bolivariana, ni la importancia que el análisis situacional de los escenarios posibles tenía en la estrategia final de la guerra concebida por Simón Bolívar.

Él se desprende de uno de sus oficiales más destacados, del cual ya ha emitido elevados juicios valorativos, como cuando dijo en 1820 a O’Leary: «Es uno de los mejores oficiales del ejército». Se trataba nada menos que del negociador de los Tratados de Regularización de la Guerra y de Armisticio acordados por Bolívar y Morillo en noviembre de aquel mismo año. Es decir, en enero de 1821 cuando en Bogotá hablan El Libertador y Antonio José de Sucre del plan sureño, estaban en fresca y plena vigencia estos instrumentos emblemáticos del derecho internacional humanitario inaugurado por la visión bolivariana de la nueva sociedad.

Ni se preveía la abrupta ruptura de la tregua que provocaría el Pronunciamiento de la Provincia de Maracaibo el 28 de enero emancipándose del coloniaje hispano y proclamando su adhesión a la República con énfasis en el carácter democrático y unitario de la misma (Venezuela tiene pendiente la deuda de incluir una novena estrella en la Bandera Nacional, como se previó en nuestra primera Carta Magna, representativa del terruño de Rafael Urdaneta). En este contexto es que se desatan los acontecimientos que llevan a Carabobo. Podríamos decir, en simultáneo.

Pero mucho antes la idea estaba en estado etéreo y quedó plasmada en letras sobre pergaminos sublimes: Angostura, 17 de diciembre de 1819. Ley Fundamental de Colombia. Art. 5° La República de Colombia se dividirá en tres grandes departamentos, Venezuela, Quito y Cundinamarca, que comprenderá las provincias de la Nueva Granada, cuyo nombre queda desde hoy suprimido. Las capitales de estos departamentos serán las ciudades de Caracas, Quito y Bogotá, quitada la adición de Santa Fe.» (Interesante significado trasmite esta reivindicación de la nomenclatura originaria sin aditivos colonialistas)

Nada fue improvisado ni resultado de aciertos fortuitos. No hubo ruletas ni monedas al aire: cara o cruz, para decidir la empresa: «empresas destinadas a dar a la revolución lineamientos continentales», dice Liévano. La Campaña del Sur estuvo siempre implícita en las proclamas, manifiestos y actos legislativos firmados o aupados por Bolívar. La liberación de Quito (que fue una Campaña en sí misma), fue pregonada con bastante anticipación, como el arribo de las armas libertadoras a Lima y el Potosí.

Guayaquil tuvo su rebelión endógena como Maracaibo, tres meses antes que la «Tinaja del Sol», activada durante la noche del 8 de octubre de 1820. La dirigencia social guayaquileña adoptó el proyecto independentista y la ciudadanía más comprometida asumió salir a enfrentar el poder realista acantonado en la plaza. Casualmente (y siempre causalmente) estaban en la movida anticolonial tres patriotas venezolanos, a saber, Luís Urdaneta, de Maracaibo precisamente, León Febres Cordero, de los Puertos de Altagracia, por tanto también maracaibero, y Miguel de Letamendi, nacido en la isla de Trinidad cuando ésta pertenecía a la Capitanía General de Venezuela. Los tres jugaron un papel determinante por su formación militar profesional en el célebre Batallón Numancia. Sus firmas figuran en la declaración de independencia guayaquileña y son considerados próceres en la historia local de esa provincia.

En ese territorio liberado debía instalarse Sucre. Sigámosle la pista con Pérez Vila: «El 17 de enero, Sucre estaba ya en Neiva, y el 24 en Popayán, de donde pasó a Mercaderes y al Trapiche, para regresar luego a Popayán. A comienzos de abril se embarcó con 300 hombres a bordo del buque Ana, en la bahía de Buenaventura; un mes después estaba en Guayaquil. Allí, de acuerdo con la Junta que presidía José Joaquín de Olmedo, preparó la ofensiva, y avanzó hacia Quito. Triunfador en Yaguachi el 15 de agosto, resultó vencido en los campos de Huachi, cerca de Ambato, el 12 de septiembre, y hubo de retroceder. Esta fue, en verdad, la única derrota que como General en Jefe del Ejército sufrió Sucre, quien recibió fuertes contusiones en la acción. Pero su temple pareció acerarse aún más en la adversidad. Apelando a sus dotes de diplomático, logró contener por un tiempo a los realistas triunfantes, y salvó a Guayaquil. Estamos ya en 1822. Sucre ha reorganizado al Ejército, aumentándolo con los refuerzos recibidos de la Gran Colombia y del Perú: estos últimos los mandaba el Coronel, luego General, Andrés de Santa Cruz. El General cumanés reemprendió la ofensiva, mientras Bolívar acometía a Pasto desde el Norte. Las fuerzas unidas, al mando de Sucre, pasaron por Cuenca y Alausi, rechazaron en Ríobamba el 21 de abril a la caballería realista y avanzaron por Ambato, Latacunga y Chillogallo hasta situarse al norte de Quito donde se dio, el 24 de mayo de 1822, la batalla de Pichincha, con la cual Sucre decidió la libertad del Ecuador. La campaña había sido un verdadero modelo de estrategia y de táctica. El Libertador, entusiasmado y justo, ascendió a Sucre, el 18 de junio de ese año, a General de División.»

Sostenemos con suficientes razones, argumentos y documentación, la valoración histórica de la Batalla de Pichincha como fruto de la estrategia de Simón Bolívar en su concepción de la lucha emancipadora para todo el continente, pues consideraba efímeros los triunfos parciales que se pretendían autosuficientes, cuando el enemigo era un imperio con presencia hegemónica de tres siglos y con capacidades bélicas que no debían subestimarse en ningún momento del proceso independentista.

Dicha concepción quedó palmariamente plasmada en la Proclama a la división de Urdaneta, antes de salir a retomar Bogotá y reunificar Cundinamarca: «Para nosotros, la patria es América; nuestros enemigos, los españoles; nuestra enseña, la independencia y libertad». Esto es Doctrina Bolivariana vigente contra todos los imperialismos, que continuaron (el primero) Rafael Urdaneta, Manuela Sáenz, Flora Tristán, Abreu de Lima, Morazán, Ezequiel Zamora, José Martí, Augusto César Sandino, Eloy Alfaro, entre otros.

El Libertador no se embriagaba con victorias que para él eran sólo parciales, cuando otros las creían definitivas: «Desde el primer momento, la preocupación fundamental de Bolívar fue crear en el ánimo de los santafereños y de los granadinos todos la conciencia de que el triunfo de Boyacá no significaba el fin de la guerra, sino un primer y feliz paso para alcanzar la victoria final, que debía ganarse en el propio corazón de la provincia de Caracas, ocupada todavía por las tropas de Morillo. Por eso, nunca llegó en su entusiasmo hasta atribuir públicamente a esta acción el carácter decisivo que ella tenía para el conde de Cartagena, por ejemplo, quien al enterarse de la derrota de Barreiro y la toma de Santa Fe, escribió al gobierno de Madrid: El sedicioso Bolívar ha ocupado a Santa Fe y el fatal éxito de esta batalla ha puesto a su disposición todo el reino y los inmensos recursos de un país muy poblado, rico y abundante, de donde sacará cuanto necesite para continuar la guerra en estas provincias, pues los insurgentes, y menos este caudillo, no se detienen en fórmulas ni consideraciones. Esta desgraciada acción entrega a los rebeldes, además del Nuevo Reino de Granada, muchos puertos en el mar del Sur, donde se acogerán sus piratas; Popayán, Quito, Pasto y todo el interior de este continente hasta el Perú quedan a la merced del que domina a Santa Fe, a quien, al mismo tiempo, se abren las casas de moneda, arsenales, fábricas de armas, talleres y cuanto poseía el rey nuestro señor en el virreinato. Bolívar en un solo día acaba con el fruto de cinco años de campaña, y en una sola batalla reconquista lo que las tropas del rey ganaron en muchos combates.» (Liévano Aguirre)

Esto decía el consagrado jefe militar español Pablo Morillo, mismo que afirmó sobre Bolívar: «Él es la revolución». Agudo observador el Conde de Cartagena.

III

El laberinto de las contradicciones

Ciertamente, acertó en las dos conclusiones, de las que el naciente imperialismo estadounidense tomó nota muy en serio: se afanaron en controlar Bogotá con sus agentes de inteligencia e infiltrados como Santander (cosa que lograron hasta el día de hoy), para desde allí pretender dominar toda Suramérica (panamericanismo pro-imperialista, terrorismo de Estado, narco-paramilitarismo, bases militares); y se dedicaron, al más alto nivel del gobierno en Washington, a espiar y destruir el Proyecto Bolivariano, persiguiendo al Libertador, dividiendo el movimiento independentista y hasta aplicando técnicas terroristas como el magnicidio, frustrado por suerte en septiembre de 1828, pero consumado en junio de 1830 contra el héroe de Pichincha y Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre, a quien Bolívar perfilaba como su sucesor.

No es nada casual que la Doctrina Monroe haya sido expuesta en diciembre de 1823; ella fue la reacción del naciente imperialismo anglosajón en Norteamérica, ante las sucesivas victorias bolivarianas de Boyacá, Carabobo, Bomboná, Pichincha, Ibarra, que «redondearon a Colombia» como núcleo duro de la unidad (confederación) que Bolívar se proponía construir entre nuestros pueblos una vez liberados del colonialismo español.

Desde 1821, tras la victoria de Carabobo, Bolívar promueve una serie de tratados bilaterales con las principales repúblicas de Hispanoamérica, con la idea fuerte «de entrar en un pacto de unión, liga y confederación perpetua».

Los enemigos internos y externos de Bolívar, lo eran esencialmente por oponerse a su doctrina del bien común por sobre el individualismo capitalista. Manuel Vicente Magallanes sintetiza su pensamiento como «demócrata formado en las ideas liberales. Su filosofía política estaba fundada en los principios de libertad individual, soberanía popular e igualdad social»; era, según este autor, un «revolucionario idealista y estadista ejemplar».

Dice Magallanes que El Libertador tuvo «un concepto lato de la revolución. Para él ésta comprendía la emancipación, como idea pura mente política: la autonomía. Pero a la vez abarcaba la independencia económica, social, jurídica, histórica y hasta espiritual de los pueblos de América. En este sentido buscaba, a la vez que la separación de España, el cambio de las estructuras económicas; la igualdad sin esclavitud, sin privilegios ni estamentos; la creación de un derecho americano; la paz y armonía universales; el triunfo de la moral.» (Historia Política de Venezuela, Tomo 1)

Acosta Saignes nos habla de la creación colectiva que fue la Revolución de Independencia, definiéndola como un «inmenso proceso político en cuyo fondo estaban las fuerzas productivas, cuyo dominio se convirtió en objetivo de lucha entre los colonialistas españoles y los criollos propietarios de tierra y esclavos y de capitales mercantiles. Tal rivalidad se desenvolvió en medio de factores internacionales, constituidos por oposiciones entre las grandes potencias europeas, en escala mundial, y por sus rivalidades seculares en el Caribe…»

Sin embargo, califica al Libertador como el líder que fue capaz de sortear las diferencias de criterios que provocaron a veces confrontaciones internas álgidas en el bando patriota, por la miopía política de algunos caudillos que no comprendieron ni la concepción de la guerra total hasta expulsar al ejército colonialista, ni mucho menos el modelo de sociedad de tendencia igualitaria propuesta por el Libertador. «Bolívar fue un extraordinario ser humano, de inagotable energía y capacidades increíbles, al servicio de una causa históricamente progresiva. Vivió los ideales de su clase, impulsó algunos y entró en contradicción con otros, como cuando se convirtió en el gran líder de la libertad de los esclavos, decretada por él en Carúpano y en Ocumare, y pedida a los congresos constituyentes, desde Angostura en 1819, hasta Bolivia en 1826, sin éxito». (Acosta Saignes. Acción y utopía del hombre de las dificultades)

El Libertador tenía una lucha ideológica gigantesca, porque sabía que la revolución social y la independencia económica no emergían espontáneamente de la independencia política, ella era apenas el piso sobre el que debía levantarse un mundo nuevo en el «Nuevo Mundo». Así lo expresa en Bogotá al Congreso Constituyente el 20 de enero de 1830: «La Independencia es el único bien que hemos adquirido a costa de los demás. Pero ella nos abre la puerta para reconquistarlos…con todo el esplendor de la gloria y de la libertad».

El maestro Simón Rodríguez lo advertía ese mismo año: «La América Española pedía dos revoluciones a un tiempo: la Pública (o Política) y la Económica. Las dificultades que presentaba la primera eran grandes: el general Bolívar las ha vencido, ha enseñado o excitado a otros a vencerlas. Los obstáculos que oponen las preocupaciones a lo segundo, son enormes».

Esas ideas poderosas por la emancipación humanista de aquella sociedad trescientos años oprimida, eran la mayor mortificación del hipócrita enemigo que se erigía como gendarme y saqueador sustituto del Imperio Español: «Durante algún tiempo han fermentado en la imaginación de muchos estadistas teóricos los propósitos flotantes e indigestos de esa Gran Confederación Americana», decían en instrucciones del 27 de mayo de 1823 al enviado de Estados Unidos en Bogotá. Tres días después de la Batalla de Pichincha.

Pánico le tenían a la abolición de la esclavitud, una de las banderas de la igualdad social que integra como eje transversal la Doctrina Bolivariana. Una revolución que incluyera con derechos a los afrodescendientes, era lo más odiado y temido por los esclavistas del mundo, y todos supieron tempranamente, que Bolívar iba de frente contra esta afrenta a la dignidad humana.

Le temían a estas «locas e indigestas» ideas: «Legisladores, la infracción de todas las leyes es la esclavitud. La ley que la conservara sería la más sacrílega. ¿Qué derecho se alegaría para su conservación? Mírese este delito por todos los aspectos, y no me persuado que haya un solo boliviano tan depravado, que pretenda legitimar la más insigne violación de la dignidad humana, ¡Un hombre poseído por otro! ¡Un hombre propiedad!».

Hacia las entrañas del movimiento independentista, vibraban esas contradicciones que hicieron entrar la espiral bolivariana desatada en Pichincha para todo el continente, en un laberinto de pasadizos nebulosos, donde la puja por el poder comenzó a deshacer las hechuras más preciosas de la gesta.

La visión constitucional de San Martín tenía matices irreconciliables con la Doctrina Bolivariana: «Creo que es necesario que las constituciones que se den a los pueblos estén en armonía con su grado de instrucción, educación, hábitos y género de vida, y que no se les deben dar las mejores leyes, pero sí las más apropiadas a su carácter, manteniendo las barreras que separan las diferentes clases de la sociedad, para conservar la preponderancia de la clase instruida y que tiene que perder».

«La voz de la revolución política de esta parte del Nuevo Mundo y el empeño de las armas que la promueven, no han sido ni pueden ser contra vuestros verdaderos privilegios», proclamaba al patriciado de Lima, un San Martín que buscaba unir la elite criolla con la española para coronar príncipes europeos en nuestros países.

Y mientras Bolívar y Sucre con sus leales compañeros vencían a los ejércitos realistas y fundaban repúblicas con raíces justas e igualitarias en el Ande profundo, Santander en Bogotá y Páez en Venezuela, Luna Pizarro y La Mar en Perú, cooptados por los agentes estadounidenses y convertidos en verdaderos títeres pitiyanquis, deshacían el sueño de libertad más benigno que alguna vez esperanzaron a Nuestra América Abya Yala.

El Vencedor de Pichincha, Antonio José de Sucre, hombres de virtudes infinitas, sirvió desde muy jovencito a las órdenes de los caudillos orientales, Santiago Mariño y José Francisco Bermúdez; con éste último estaba en Cartagena cuando junto a Manuel Castillo, le negaron el apoyo a Bolívar para la campaña que quería ejecutar sobre Santa Marta y Maracaibo para liberar Venezuela en 1825. Fue cuando El Libertador, para evitar una confrontación entre patriotas, se exilió a Jamaica. Luego, cuando Mariño intentó aquella patraña del «Congresillo de Cariaco» para desconocer la autoridad de Bolívar y autoerigirse en Jefe Supremo, Sucre fue convencido por Rafael Urdaneta de no seguir esa jugarreta divisionista. Es Urdaneta quien trae a Sucre al partido bolivariano. Y Bolívar lo valoró tanto, que lo quiso como a un hijo, le escribió una breve pero solemne biografía, y lo consideró la persona ideal para sucederle.

Muchas aguas corrieron por el Orinoco, el Magdalena y el Napo, desde aquellos primeros gritos de libertad el 10 de agosto de 1809 en Quito, el 19 de abril de 1810 en Caracas y el 20 de julio ese mismo año en Bogotá, para llegar a la falda oriental del Pichincha el 24 de mayo de 1822 la victoria esplendorosa del Ejército Libertador comandado por el invencible Antonio José de Sucre.

¡Viva el Bicentenario de la Batalla de Pichincha!

¡Viva el bolivarianismo!