Se han cumplido diez años del discurso del golpe de timón, la penúltima gran intervención del presidente Hugo Chávez en el debate político nacional, la alocución en la que, entre muchas otras, dijo la frase “¡comuna o nada!”.
En este aniversario redondo no ha habido la controversia que podría esperarse, entre otras razones porque el país está ocupado en asuntos más urgentes. Pero no deja de ser una buena excusa para deliberar sobre el hecho en sí y sobre cómo lo han comentado otras personas. La pregunta es si en estos azarosos diez años se quiso hacer ese cambio de rumbo. Y no solo si se quiso, sino si se supo cómo hacerlo y si, objetivamente hablando, se pudo hacer.
El momento histórico
En primer lugar, ubiquémonos en el tiempo en que ese discurso fue dicho: Chávez había sido reelecto 13 días antes para el período 2013-2019, luego de una campaña heroica, si se pone en la balanza la enfermedad que lo aquejaba. El comandante estaba enfocado en recuperarse, pero sabía que sus palabras y acciones de entonces estaban revestidas de un halo dramático: el del padre de familia que “está poniendo sus asuntos en orden”, en previsión de su propia eventual ausencia. Nada fácil.
En segundo término, Chávez era entonces un presidente que había completado 13 años 8 meses y algo así como tres semanas en la presidencia, un trayecto que solo tuvo la brevísima pero significativa interrupción de 47 horas en abril de 2002. Esto implica que cuando postuló la necesidad de un “golpe de timón” estaba, principalmente, haciendo una seria autocrítica, estaba cuestionando, en primer lugar, su propia conducción del gobierno.
Este punto es importante subrayarlo porque visto desde las tremendas distorsiones que se han producido en el tiempo siguiente, hay quienes procuran hacer ver que Chávez no estaba cuestionando su propia gestión, sino que solicitó entonces ese giro radical en su ruta “porque ya sabía que lo iban a traicionar y dejó una crítica por adelantado a sus sucesores”.
Es un enfoque que le viene muy bien a los propulsores de la infalibilidad de Chávez, entre quienes hay algunos que lo hacen de buena fe, y otros, por mero interés en sacarle provecho político a la venerada imagen del comandante. Estas personas sostienen que Chávez había dirigido el barco a la perfección, pero atisbaba que en su ausencia se iba a perder el rumbo y, por tanto, había que anticipar el viraje. Y toman lo ocurrido en los siguientes diez años como la mejor prueba de que eso fue lo que ocurrió.
Volvamos al primer punto. Chávez estaba (conscientemente o no) poniendo en orden sus asuntos (que eran los asuntos del Estado, del país entero) y sabía que si él faltaba, las posibilidades de que todo se distorsionara eran muy elevadas. Por eso se adelantó a dejar claro que la línea estratégica no era “seguir por donde hemos ido hasta ahora”, sino hacer cambios sustantivos. Pero -insisto en esto- el juicio implícitamente negativo de la expresión “golpe de timón” era sobre sí mismo, sobre su desempeño pasado. Era prospectivo, claro, pero más que nada, retrospectivo.
No podemos saber cuál era el estado emocional preciso del líder bolivariano en ese momento. Solo él podía haber dicho si confiaba en que sobreviviría al cáncer y sería capaz de ejecutar por sí mismo el viraje que estaba proclamando; o si se encontraba consciente de que no le alcanzaba ya el tiempo y, entonces, aquello era más un mandato de testamento, para sus herederos, que un propósito autoimpuesto.
En cualquiera de los dos casos, podemos pensar en un hombre que ya había logrado parte de sus objetivos como gobernante y como ideólogo de una revolución, pero que con el nuevo boleto de seis años que había recibido se sentía obligado a esforzarse para hacer irreversible el proceso de cambio político. Ya no podía seguir en los estados intermedios, sino que debía radicalizar las transformaciones. Allí es donde encaja el “¡comuna o nada!”, la expresión más doctrinaria del discurso, pues remite al poder popular, evoca la Comuna de París y, claro, asusta a los conservadores con el espectro del comunismo.
¿Y qué ha pasado?
Han transcurrido diez años de aquel discurso y el debate se centra en si Nicolás Maduro y los otros dirigentes de máxima jerarquía en el Partido Socialista Unido de Venezuela han seguido o no el dictamen de Chávez de dar un “volantazo”, como dicen más al sur.
Aprovechan los oportunistas de la derecha para sembrar cizaña, diciendo que los albaceas dilapidaron la fortuna política del fallecido. Desde luego, es lo que se espera que digan, no es nada sorpresivo. Y se entiende que lo dicen con cierta satisfacción porque ellos no querían, para nada, que se concretara esa profundización del proceso político.
Es más útil revisar lo que se dice puertas adentro del chavismo y sus disidencias. Están, como se señaló más arriba, los que comparan de manera mecanicista y dicen que Chávez sí habría conducido al país hacia el Estado comunal, y que si sus delegados dieron un golpe de timón fue precisamente para devolverse a las aguas bravas del neoliberalismo.
En la mayoría de esos análisis falta, sin embargo, algo demasiado importante: nada menos que todo lo ocurrido desde la muerte de Chávez hasta hoy, una breve pero compacta historia de calenteras, salidas, guarimbas, guerra económica interna, desabastecimiento, especulación, hiperinflación, ataques a la moneda, declaración del país como amenaza para Estados Unidos, intentos de magnicidio, gobierno autoproclamado, campañas para generar olas migratorias, medidas coercitivas unilaterales, bloqueo, saboteo eléctrico, robo de activos en el exterior, intentos de invasión “humanitaria” y mercenaria, golpes de Estado fallidos y otros hechos que, por ser tan larga la lista, ya se olvidan.
Vale preguntarse: si el comandante hubiese logrado sobrevivir a la enfermedad y gobernar del 2013 al 2019, ¿habría sufrido el mismo asedio? Y, de haberlo sufrido, ¿habría conseguido no solo mantenerse en el poder (como lo hizo Maduro) sino, adicionalmente, alcanzar los avances estratégicos que boceteó en su discurso del 20 de octubre de 2012? Porque hay que tener en cuenta que esos avances habrían producido una respuesta aún más virulenta del imperialismo y de la contrarrevolución.
Es evidente que en ese terreno hipotético no hay nada seguro, pero lo que sí es una certeza es que todas esas acciones, conspiraciones e infamias ocurrieron y que Maduro y los otros líderes del chavismo han tenido que moverse en esos campos minados todos y cada uno de los días de esta década. Y ese contexto ha sido definitivamente hostil para cualquier profundización de la transformación política que se inició en 1999.
Tampoco, por supuesto, tienen base las visiones romantizadas, según las cuales el mandato de Chávez sobre las comunas ha cristalizado triunfalmente en estos años. Cierto es que hay experiencias exitosas generadoras de muchas esperanzas (y que el gobierno, hábilmente, usa como propaganda), pero el avance global del movimiento comunal es modesto, ya sea porque muchas iniciativas perdieron fuerza o se desdibujaron o –lo más grave- porque esta idea estratégica tiene poderosos enemigos internos.
Entre esos enemigos hay gente del socialismo ortodoxo, que cree que las comunas pueden dispersar el poder y debilitar al Estado central, favoreciendo así los ataques de la derecha; hay otros que defienden sus parcelas regionales o locales y no quieren saber nada de pueblos autogestionados; y no podían faltar los que están dentro del gobierno y del partido, pero no son socialistas en absoluto y, por tanto, no quieren que haya comunas ni tampoco un Estado fuerte.
El cuadro geopolítico
En este punto, vale la pena abrir el espectro y tratar de entender cómo se ve esto desde una distancia mayor, en el contexto global.
El balance es que en estos diez años que han pasado desde el discurso del golpe de timón ha habido toda clase de sobresaltos, conmociones y angustias. El timonel designado, electo y reelecto ha tenido que dar muchos giros, vueltas y piruetas en medio de un mar huracanado y traicionero, pero la realidad real, fáctica, es que sigue en el puente de mando.
Y esa permanencia es lo que todavía hace posible considerar la posibilidad de avanzar en los mapas marinos trazados por Chávez en aquella ocasión. Si hubiesen triunfado las numerosas conspiraciones contra ese piloto, ya el ideal de la revolución y del poder popular sería, seguramente, un vago recuerdo. Y, como suele decir Miguel Ángel Pérez Pirela, ya cierta izquierda latinoamericana estaría haciendo lo que más le gusta: componiendo odas fúnebres y tocando violines para llorar por otra revolución perdida.
Aunque a algunos no les guste reconocerlo, si la tripulación de esta nave hubiese sucumbido, muchos de los gobiernos progresistas que han surgido o resurgido en nuestras vecindades, seguirían siendo oposiciones.
Lo que viene
Como dice el lema “la lucha sigue” y es obvio que una parte de esa lucha se refiere justamente a las coordenadas del viaje, al rumbo que debe seguirse. Luego de pasar el hito de los diez años de la despedida del comandante, se hace más prominente la pregunta: ¿basta con sobrevivir como gobierno nominalmente revolucionario o es necesario intentar de nuevo una profundización que haga irreversibles los cambios, dando el golpe de timón que prefiguró Chávez en el epílogo de su vida?
Y claro, en la respuesta a esa pregunta deberíamos incluir no solo el deseo de hacerlo (el querer); sino el cómo hacerlo (el saber); y también la reflexión más realista posible sobre hasta dónde puede hacerse (el poder).
T/Clodovaldo Hernández