DE ALFREDO MANEIRO
Federico Ruíz Tirado
La importancia que Alfredo Maneiro asignó a los trabajadores como la fuerza motriz única para transformar a la sociedad capitalista no puede interpretarse sino como la clave para la gestación de una genuina vanguardia revolucionaria que está, indudablemente, identificada con los principios marxistas y de la historia de las revoluciones clásicas, «las positivas o no», como lo señaló siempre.
Mi hermano Wladimir lo calificó como «un filósofo que pensaba y actuaba a la vez, sin disociar pensamiento y acción».
Cierto. Promovía juegos con pelotas de goma en barriadas del oeste de Caracas, en Catia, particularmente, pero estableció la meta de sembrar en la clase obrera venezolana la idea de que su fuerza y brújula estaban en Sidor, en sus hornos, en aquella «Venezuela que trabaja y lucha», como definió el horizonte donde estaba presente la arquitectura de la revolución con la que muchos soñamos y luchamos.
Aunque detestaba las etiquetas ideológicas, y huía de los calificativos como «teórico», e incluso de filósofo, es evidente que con el tiempo, de una lectura de su trayectoria, se desprende, vamos a decirlo a contracorriente de lo que él pensaba, un corpus lúcido y aún vigente de la tarea revolucionaria en la Venezuela de antes y después de Hugo Chávez que debe ser analizada con rigor.
«Se reunía con los obreros siderúrgicos; buscaba con lupa a algún intelectual que pudiera servir de interlocutor con los sectores populares; viajaba a Maracay para conocer al entonces subteniente Hugo Chávez; criticaba la escasa estatura moral y política de la izquierda; escribía y elaboraba teoría política y filosófica; estudiaba el legado de Maquiavelo; buscó el centro político con Jorge Olavarría; deslindó con el modelo soviético. Estas, entre tantas otras actividades de su vida, estaban orientadas a un fin: construir una organización para transformar la sociedad. En esa tarea lo sorprendió la muerte», escribió Wladimir Ruiz Tirado en en prólogo de sus Notas Políticas.
Maneiro, por otra parte, tuvo excepcionales cualidades: fue un hombre sencillo, pero exigente con los que creían en sus postulados.
A mi modo de ver, esa angustia que no pudo enmascarar sino con un humor extraordinario, con palabras tras palabras que a veces terminaban siendo parábolas, metalenguajes seductores, brillantes para decir que si o que no o todo lo contrario; en esa angustia, muchos de nosotros no vimos que allí estaba agazapada como una hiena sonriente su última travesura, la más íntimamente cruel, la mas fatal: esa que se lo llevó hace cuarenta años y más nunca lo volvimos a ver sino en viejas fotos familiares.
Su muerte nos dejó mudos, y apenas comenzamos a recobrar sonido, cuando apareció Hugo con su «por ahora» de todos los días.