Una marea de aplausos y gratitud: es la estela que deja la despedida de Serrat de los escenarios. Y la sensación de que lo suyo ha sido más que un buen espectáculo.
Joan Manuel Serrat deja los escenarios con un último concierto el 23 de diciembre, y llueve en Barcelona, en Madrid, en México, en Santiago, en Buenos Aires y muchos otros lugares donde, de alguna manera, lo sienten suyo. Plou al cor, llueve en el corazón, como dice una de sus canciones en catalán que habla de esa tristeza sin estruendo que a veces sobreviene, aunque haya sol y no sepamos muy bien por qué.
Cuesta hablar de él sin citarlo, porque le ha cantado a casi todo, de lo emocional a lo social, desde el amor hasta los crímenes ecológicos. Con alma e inteligencia. Y sus canciones siguen ahí, encaramándose a la garganta de varias generaciones cuando tienen ocasión. Este año han tenido muchas, en el curso de su despedida. Acudieron a ella cientos de miles de personas, en un largo recorrido por España y América Latina. Y fue una gran fiesta, en realidad más de 70 fiestas, con alegría, emociones y coros que unen a un mar de desconocidos en una canción.
Para los muchos a los que acompaña desde hace décadas, Serrat es más que un cantautor talentoso. Ha cosechado aplausos, premios, doctorados honoris causa de diversas universidades, y se multiplican en la prensa los artículos cargados de elogios a su obra. Pero, por sobre todo, ha conseguido llegar al corazón de esa gente que siente que escucharlo hace bien.
A lo largo de su repertorio ha soltado, sin aspavientos, un par de verdades sencillas y claras, a veces en palabras de grandes poetas, a veces en las propias, en sus dos lenguas, entretejidas en melodías que las iluminan y las anclan en la memoria. Por ejemplo, que «lo sencillo no es lo necio”; que «del derecho y del revés, uno solo es lo que es y anda siempre con lo puesto”; que «sin utopía, la vida sería un ensayo para la muerte”…
O que «para construir un bello sueño, lo primero que se necesita es estar despierto”. Y lo ha dicho sin caer en la sensiblería, porque se acordó de aclarar que hay un buen trecho entre los sueños y la realidad. Lo que no quita que recomiende estar preparados para poder salir de entre los escombros de un sueño roto y construir otro de inmediato. Así es como se construye también la realidad. Creyendo en la vida porfiadamente.
Idealismo sin ingenuidad
Sus letras pueden teñirse de cáustica ironía para apuntar contra la hipocresía, la codicia y la bajeza disfrazada de respetabilidad. O se afilan para nombrar por su nombre miserias y canalladas (es cuestión de ética, jamás de moralina). A veces, simplemente, alza la voz para cantar a los que «viven de pie y de pie mueren”, como cuando tenía 20 años. Puede multiplicarlos por dos, por tres, por cuatro… Para eso no hay edad. Para escuchar a Serrat, tampoco. Vale la pena. Hacerlo sirve, entre otras cosas, para confirmar la sospecha de que la bondad no es estupidez, que el idealismo no es ingenuidad, que la profundidad no es amargura, que la ternura es ternura y no cursilería.
Qué bien le han sentado a la música popular estas canciones, respetuosas con un amplio público que no necesita militancias políticas ni grados académicos para disfrutarlas, pero tampoco renuncia a pensar. Serrat ha desmentido que el éxito comercial esté vedado a la poesía. A fin de cuentas, la sensibilidad es patrimonio de todos y, en ese sentido, es bastante democrática. Tocar la cuerda precisa para despertarla es su arte. Ojalá haya muchos cantautores de esos que no se limitan a destilar banalidad o agresividad en sus ritmos de moda. Ojalá Serrat siga cantando, componiendo, escribiendo, como anunció. Porque hace bien su lucidez, su manera de ver las cosas y contarlas, aunque ya no podamos cantar a voces con él en el escenario, en ese ritual que hermana.
Durante su gira repitió como un mantra el llamado a no caer en la melancolía y a mirar hacia el futuro. Y allá vamos. Pero por ahora, al terminar su maratón de conciertos, aunque quizás a Serrat no le guste, entre la profusión de aplausos se oye caer esa lluvia silenciosa. Y está bién, porque es verdad. Es parte de este abrazo de despedida. Porque lo compartido importa, más allá del espectáculo. Es una de esas veces en que, aunque haya sol, «llueve, y no quiere llover, pero llueve”.
(gg) Tomado de D.W / Alemania.