Por: Gerardo Australia
Francia ya tenía tiempo contemplado invadir México. Primero, como recurso para pararle los humos expansionistas a E.U.; segundo, porque una delegación de tercos fifís mexicanos no dejaba de rogarles que por favor nos invadieran, pues era la única solución a nuestra zopiloteada situación…
Es poco conocida la curiosa participación de un batallón “especial” durante la segunda intervención francesa en México (1862-1867). Especial porque estaba integrado completamente por africanos sudaneses y porque además estuvieron estacionados en Veracruz ¡4 años!
País muy zopiloteado…
Cuando a mediados de 1861 el entonces presidente Benito Juárez se dio cuenta de que la economía de nuestro zopiloteado país estaba más quebrada que pantalla de celular, se armó de valor y propuso medidas drásticas.
La más fuerte fue la de mandar a freír totopos de nopal a Inglaterra, Francia y España, suspendiéndoles “temporalmente” los pagos de la exorbitante suma que se les debía. No era para menos, México estaba en banca rota y además salía de su espantosa Guerra de Reforma (1857-1861), reyerta fratricida que dejó más de 200 mil muertos.
A las potencias europeas les valió sorbete y al no recibir su dinero decidieron cobrarse a la malagueña invadiéndonos.
En ese momento EE. UU. le iba al equipo de Los Benos. Inclusive ya habían apoyado a Juárez con un par de millones para su lucha contra los conservadores. Sin embargo, no pudieron seguir haciéndolo porque también ellos se enfrascaron en su Guerra Civil (1861-1865). Esta sí que dejó pila de muertos: 620 mil, más que en cualquier otra guerra que hasta ahora ha participado E.U.
Paréntesis rapidín: algo que ayudó a aumentar el muerterío, fue que por primera vez en una guerra se utilizaba el arma de repetición (ametralladora). Ya existía, pero no era tan letal, pues el gatillero tenía que sacar a mano la munición utilizada y poner la nueva, proceso tardado. Pero entonces llegó la famosa Ametralladora Gatling, con su tambor giratorio, como si fuera una pistolota, dejando harta chamba al sepulturero.
Pues nada, aprovechando la ausencia gringa, en enero de 1862 desembarcaron en Veracruz 2400 soldados franceses, 800 británicos y 5600 españoles.
La cosa se veía como axila de actriz francesa en esas películas de arte setenteras: peluda, complicada y sospechosa a la vez. Sin embargo, para nuestra suerte, entró al quite el gran canciller guanajuatense, don Manuel Doblado, quien gracias a sus grandes habilidades como negociador convenció a España e Inglaterra de no invadir, infundiéndoles la seguridad de que recibirían su dinero, “nomás please, hold stick (traducción: “por fa, aguanten vara”)”.
Los españoles e ingleses se fueron a su casa, pero no los franceses, que ya desde antes traían otra agenda.
¡Fans des noirs! (avienten los negros)
Francia ya tenía tiempo contemplado invadir México. Primero, como recurso para pararle los humos expansionistas a E.U.; segundo, porque una delegación de tercos fifís mexicanos no dejaba de rogarles que por favor nos invadieran, pues era la única solución a nuestra zopiloteada situación… y ¿¡quién mejor que un francés mamilón para implantar monarquías en casa ajena!?
Para el 6 de marzo de 1862, 6000 primos de Asterix y Obelix ya se encaminaban a Orizaba. Sin embargo, después de ser camoteados en Puebla el 5 de mayo, los franceses decidieron parar para reorganizarse. Entre que las órdenes iban y venían pasaron meses. Lo malo fue que mientras tanto, cientos de solados comenzaron a caer como moscas por la fiebre amarilla. ¿Alguna vez se han muerto de fiebre amarilla?… no lo intenten, ¡es una muerte verdaderamente horrible!
Alarmado y desesperado, el vicealmirante E. Jurien de la Gravière pidió a su alto mando “un cuerpo militar procedente de cualquiera de sus colonias de las Indias occidentales o de África”.
Claro, ¡fans des noirs! (avienten los negros), total aguantan fiebres, climas extremosos, comen poco y le ponen buen ritmo al jolgorio.
Al principio nadie de las colonias respondió al llamado, hasta que Napoleón III solicitó personalmente al virrey de Egipto, Ismail Pashá, un “regimiento de 1500 negros”. El virrey aceptó, aunque nomás prestó 500 morenos.
Antecedente rapidón: para 1820, lo que hoy conocemos como Sudán (1.886 millones de km²) pertenecía a Egipto y formaba parte del imperio otomano. Este imperio tenía fama desde el siglo XV de tener un ejército estupendamente entrenado y efectivo, conocidos como los Mamelucos, que también tuvieron notoriedad uniéndose al ejército de Napoleón I para pelear en Europa. A partir de entonces, siempre fueron la milicia de élite de los sultanes en Egipto.
¡On ta el Mijo!
Después de 11,977 km de trayecto infernal de Alejandría a Veracruz, el destacamento sudanés desembarcó a principios de febrero de 1863. Eran 446 soldados y 1 intérprete civil que sabía árabe y francés.
Al venir de una cultura prácticamente esclavista, el soldado sudanés era conocido por su lealtad y férreo coraje, aunque no tenían mucha experiencia en operaciones militares de alcance y ninguno hablaba francés (en efecto, el único en chinga loca era el intérprete).
A diferencia de nuestro ejército (un contingente formado por medio de levantar hombres a la fuerza -leva- y sin ningún aliciente material), el ejército francés siempre cumplió con el pago a todos sus soldados, blancos o negros.
Como era de esperarse, del clima y las enfermedades no hubo queja (aunque el comandante del batallón, Jabaratallah Muhammad, murió de fiebre amarilla). Mas sí se dieron dos problemas serios: el alimentario y el psicológico.
El alimentario era de suponerse: en Veracruz no existía el mijo, ingrediente principal de su indispensable pan… ¡es como si no hubiera tortilla o bolillo! Además, siendo todos musulmanes, no consumían carne y por entonces no existía ninguna cocina vegana veracruzana.
El problema psicológico pegó más duro, pues la depresión comenzó a afectar a muchos de ellos que extrañaban tierra, costumbres y familia, sobre todo porque, al ser mercenarios, estaban acostumbrados a viajar con sus mujeres e incluso hijos.
Uno de los pocos testimonios escritos sobre los sudaneses está en las memorias del coronel mexicano Francisco P. Troncoso:
“…Todos son negros, jóvenes muy flacos y muy altos, (…), tan feroces como los cocodrilos de su país. Están vestidos de lienzo blanco, lo que hace más resaltar su negrísimo color. “
El batallón sudanés quedó asignado en Tierra Caliente y su misión era escoltar caravanas en los caminos y proteger las vías del ferrocarril, las cuales eran constantemente atacadas.
Nunca pasaron más allá de la ciudad de Córdoba, pero tuvieron oportunidad de escoltar personalmente a mucha gente importante, desde a Maximiliano y Carlota, hasta a los mariscales Forey y Bezaine, al nuncio papal, a la nobleza variopinta y a cualquier cantidad de diplomáticos.
Una integrante del séquito personal de la emperatriz Carlota, la condesa Paula Kolonitz, escribió:
“…Como guardia de honor y para defendernos comisionaron un grupo de esbeltos egipcios de buena complexión, que con graciosa elegancia portaban sus turbantes, sus trajes blanquísimos, sus largos arcabuces y un puñal en la cintura. Aquellos negros africanos soportan valientemente el maléfico clima de las costas mexicanas. A mí esta compañía me tenía en mayor agitación que si hubiese estado sola.”
La misma emperatriz Carlota, al hacer un viaje a Yucatán (diciembre, 1865), fue escoltada en su tramo veracruzano por 30 sudaneses.
Quién sabe qué le hicieron, pero quedó tan agradecida que Maximiliano mandó personalmente una propinota al batallón.
También llegaron a participar en batallas importantes.
Una fue en la toma de Tlacotalpan, julio de 1864. El comandante en jefe, J. M. Maréchal, escribió en su reporte:
“Estos egipcios han provocado enormes bajas al enemigo. Jamás había visto yo tanta energía puesta en el combate y todo realizado en absoluto silencio. Sólo sus ojos hablaban; estuvieron admirables (…).”
Otras participaciones destacadas fueron ocupar la base de operaciones de la guerrilla republicana en Cotaxtla, agosto de 1865, y en la batalla de las Palmas, en octubre de ese año, cuyo desempeño fue aplaudido por los oficiales franceses, condecorando y promoviendo de rango a muchos de ellos.
Entre la población mexicana, los sudaneses causaron curiosidad, pero nunca fueron bien recibidos. Su fisonomía y costumbres siempre levantaron prejuicios entre la población, además del molesto problema del idioma.
Tampoco ellos propiciaron algún tipo de acercamiento o amalgamamiento cultural, todo lo contrario, esto es: cada chango a su mecate.
A finales de 1864 se pidió a Francia un nuevo batallón sudanés para relevar al presente, “cuyas bajas en combate, por enfermedad y por nostalgia, habían mermado su efectividad.”
El mismo virrey egipcio volvió a reunir a 1000 soldados, dispuestos a zarpar a México el 19 de junio de 1865. Sin embargo, jamás salieron, pues los soldados se amotinaron y los aplacaron a brutalmente a puro chipote chillón. Curiosamente, la razón del follón fue precisamente que no los dejaron viajar con sus esposas e hijos.
Ya fracasada la intervención francesa en nuestro país, 321 sudaneses regresaron a su tierra. Bueno fue regresar vía París, por lo que quizás hubo tiempo de echar cotorreo en el Molinillo Colorado.
Lo cierto es que, como comenta Richard Hill, la aventura mexicana ayudó a convertir a los sudanese en un grupo militar de élite reconocido y premiado hasta por el virrey Ismail Pasha, siendo para muchos de ellos una oportunidad en Europa para seguir sus carreras.
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Bibliografía y referencias:
—Richard Hill y Peter Hogg (1995) A Black Corps d’ Élite, Michigan, University Press, East Lansing, 1995
—Saavedra Casco, J. A., (2011). Un episodio olvidado de la historia de México: el batallón sudanés en la guerra de intervención y el segundo Imperio (1862-1867). Estudios de Asia y África, XLVI(3), 709-735. Ver en: https://estudiosdeasiayafrica.colmex.mx/index.php/eaa/article/view/2005/2005