Por Lily Lynch* –
La primera ministra estonia, Kaja Kallas, aúna las demostraciones de adhesión al atlantismo con una férrea querencia neoliberal. Este liderazgo se ve sometido a fuertes tensiones territoriales por el peso de la minoría rusa.
En Europa, el rostro de la determinación férrea es femenino. Mientras que Olaf Scholz y Emmanuel Macron son ridiculizados por su supuesta debilidad y falta de fiabilidad, Sanna Marin, la primera ministra de Finlandia, y Annalena Baerbock, la ministra de Asuntos Exteriores de Alemania, son celebradas como la conciencia del continente, inquebrantables en su respuesta a la agresión rusa. Esta fórmula –mujer, joven, telegénica, de línea dura, neoliberal, frontal– ha tenido un éxito notable desde febrero de 2022. El concepto de «política exterior feminista», introducido por primera vez por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Suecia hace casi una década, ha sido adoptado recientemente por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania y está ganando adeptos en el norte de Europa. Países asociados durante mucho tiempo con el activismo pacifista antinuclear abrazan ahora un militarismo de nuevo cuño.
El mismo patrón se ha puesto en evidencia en las elecciones generales celebradas en Estonia el pasado 5 de marzo en las que la actual primera ministra, Kaja Kallas, y su Partido Reformista, de centro-derecha, obtuvieron una victoria decisiva, haciéndose con el 31 por 100 de los votos e incrementando de 34 a 37 escaños su cuota de representación. Kallas se ha convertido en un icono del nuevo atlantismo feminista: se autoproclama «la Dama de Hierro de Europa», exige el procesamiento de Putin por crímenes de guerra, anima a los líderes mundiales a romper todo diálogo con él y se opone firmemente a cualquier acuerdo de paz en Ucrania (al tiempo que declaraba a The Times que «si las mujeres estuvieran al mando, habría menos violencia»). Durante el mandato de Kallas, Estonia ha concedido en torno a 400 millones de dólares en ayudas a Kiev, aproximadamente el 50 por 100 de su actual presupuesto anual de defensa. Evaluada en función del ratio población/PIB, la contribución de Estonia al esfuerzo bélico ucraniano ha sido mayor que la de cualquier otra nación. Y hasta el mes pasado, aproximadamente 43.000 refugiados procedentes de Ucrania habían solicitado el estatuto de protección temporal, lo que convierte a Estonia en el país que recibe el mayor número de refugiados ucranianos per cápita.
Aunque Kallas ha llegado a encarnar a la lideresa decidida que no se deja intimidar por el hombre fuerte del Kremlin, ello no ha supuesto demasiados cambios para las mujeres estonias. La diferencia salarial entre hombres y mujeres sigue siendo la segunda mayor de la UE: el salario medio por hora de las mujeres es el 21 por 100 inferior al de los hombres. El país también tiene la inflación más alta del bloque comercial, habiendo registrado un máximo del 25,2 por 100 en agosto. Estos hechos han sido explotados por el Partido Popular Conservador (EKRE), adscrito a la derecha populista y el mayor opositor a la política exterior de Kallas, cuya campaña electoral argumentó que la gigantesca ayuda militar socavaba los intereses nacionales de Estonia, mientras que la afluencia de refugiados erosionaba su identidad. Los primeros sondeos electorales indicaron que este mensaje había calado entre los votantes. Sin embargo, el mes pasado, Politico publicó un artículo en el que alegaba que el grupo paramilitar ruso Wagner había planeado llevar a cabo «operaciones de influencia» en apoyo del EKRE antes de las elecciones al Parlamento Europeo de 2019, como parte de un intento más amplio de «agitar el euroescepticismo y la desconfianza hacia la OTAN». Esta acusación mermó la popularidad del partido en el periodo previo a las recientes elecciones generales. Al final, el EKRE no cumplió las expectativas y sólo obtuvo el 16,1 por 100 de los sufragios en las mismas.
El triunfo de Kallas coincidió con el primer «voto electrónico» mayoritario verificado en Estonia. De un total de 615.009 votos, la impresionante cifra de 313.514 se emitió en línea (lo que provocó un encarnizado debate entre el gobierno y el EKRE sobre la fiabilidad y constitucionalidad de las elecciones). Para los partidos liberales, se trata de un paso adelante hacia la tan cacareada «sociedad digital» estonia. Desde su independencia en 1991, el país ha puesto en marcha toda una serie de servicios públicos digitales, como la declaración de impuestos electrónica, la residencia electrónica, la firma electrónica, las recetas electrónicas y los documentos de identidad digitales. El espíritu libertario de «e-Estonia» (el país tiene un impuesto sobre la renta plano) ha suscitado elogios desde los barrios esperados y así el Cato Institute lo considera «el país del futuro». Estonia pretende marcar la ruptura con el pasado soviético de la nación, construyendo un paraíso empresarial a partir de las ruinas de la obsolescencia tecnológica. Al fusionar este proyecto modernizador con un talante hiperatlantista, Kallas se ha convertido en el rostro del consenso estonio del siglo XXI, alineando a su país con el Occidente ilustrado.
Sin embargo, Estonia sigue compartiendo 383 kilómetros de frontera con Rusia y aproximadamente la cuarta parte de sus 1,3 millones de habitantes son de etnia rusa. En el condado de Ida-Viru, al noreste del país, donde se encuentra Narva, la tercera ciudad de Estonia, los rusos constituyen aproximadamente las tres cuartas partes de la población, lo cual ha convertido la zona en un foco de tensiones de larga data. La OTAN ha advertido de un «escenario Narva» en el que Rusia podría intentar explotar las fisuras étnicas existentes, o incluso anexionarse territorio estonio, en un intento de proyectar su influencia hacia el oeste. En diciembre, Kallas aprobó una ley a tenor de la cual se establecía la transición integral a la educación exclusivamente en estonio, medida que entraría en vigor en 2024: una iniciativa que los críticos calificaron de «asimilación forzosa». El gobierno también retiró un monumento de la Segunda Guerra Mundial consistente en un tanque soviético en la ciudad de Narva y detuvo a ocho residentes de la ciudad el verano pasado, supuestamente para evitar «disturbios masivos». La política de monumentos históricos es especialmente cruda en Estonia. En abril de 2007 estallaron disturbios en respuesta a los planes del gobierno de reubicar la estatua de bronce de un soldado del Ejército Rojo en Tallin. Un intenso periodo de disturbios, saqueos e incendios provocados –conocido como las «Noches de Bronce»– se saldó con ciento cincuenta y seis heridos y un muerto.
Durante el último año, la minoría rusa se ha distanciado cada vez más de la política estonia. Muchos ciudadanos del antiguo corazón industrial, que tiene la tasa de desempleo más alta del país, se han sentido alienados por el planteamiento belicista de Kallas. En marzo, la participación electoral más baja se registró en el condado de Ida-Viru, donde el candidato del partido prorruso Izquierda Unida, sucesor del Partido Comunista de Estonia, obtuvo unos resultados excepcionales. El número total de votos del partido aumentó de sólo 510 en 2019 a 14.605: «una señal de advertencia muy clara», según la alcaldesa socialdemócrata de Narva, Katri Raik, que añadió que ello «debería hacer que sonase las alarmas». De momento, puede que Kallas haya vencido a sus rivales electorales y consolidado el apoyo al esfuerzo bélico de la OTAN, pero una parte significativa de la población no comparte su visión y los intentos de integrarla a la fuerza en el paraíso atlantista de e-Estonia pueden provocar una reacción violenta.
Véase Joachim Becker, «La otra periferia de Europa», NLR 99.
*Lily Lynch, escritora y periodista.
Artículo publicado originalmente en Sidecar.
Traducido con permiso expreso por El Salto.
Foto de portada: Kallas se ha convertido en el rostro del consenso estonio del siglo XXI, alineando a su país con el Occidente ilustrado. / Flickr
atlantismo Estonia Europa Kaja Kallas