Por Albert Scharenberg
Estos días, la sociedad alemana podría estar celebrando el 175 aniversario de la revolución de 1848 puesto que esta revolución creó el primer parlamento totalmente alemán y, por tanto, marca algo así como la hora del nacimiento de la democracia alemana. Además, acompañada del nacimiento del movimiento obrero organizado con la fundación de los primeros sindicatos.
Sin embargo, este aniversario apenas se menciona en la cultura popular. ¿Acaso la burguesía se avergüenza del épico fracaso de su propia clase durante y después de la revolución? En cualquier caso, habría motivos suficientes para ello, ya que la victoria de la contrarrevolución aristocrática sobre el despertar democrático republicano preservaría el poder de las clases altas tradicionales y daría forma a Alemania para todo un siglo. En este sentido, la revolución, o más bien su fracaso, marca quizás el momento clave más importante en la historia alemana. ¿Cómo se llegó a esto?
Primer acto: La aparición de las masas
Es una ironía de la historia que el origen de la Revolución alemana de 1848 residiera en el extranjero. La Revolución francesa fue el amanecer del poder popular que puso fin al ancien régime a finales del siglo XVIII. Con ello también quedó históricamente obsoleta la tradicional justificación absolutista de la «gracia de Dios», aunque los vaivenes de la Historia tardarían algún tiempo en dar al perro muerto efectivamente por muerto.
Después, con el retroceso de la Revolución francesa y con casi toda Europa sometida, Napoleón Bonaparte exportó algunas de sus ideas en las mochilas de sus soldados y, por tanto, también a Alemania. Bajo la potente combinación del ejército francés y el código civil, las antiguas potencias se derrumbaron. En 1806, Francisco II depuso la corona imperial en Viena. El Sacro Imperio Romano Germánico, formado en el siglo X, pertenecía al pasado. Incluso Prusia se sintió obligada a modernizar su propio aparato estatal tras su aplastante derrota en Jena y Auerstedt.
En las llamadas guerras de liberación, en las que los países ocupados por Francia se rebelaron contra el dominio napoleónico, los monarcas alemanes apelaron entonces muy específicamente a la «conciencia nacional» de los alemanes y alimentaron con ello la esperanza de otra forma de poder. Sin embargo, tras la batalla de Leipzig, en la que las tropas aliadas de la coalición derrotaron al ejército de Napoleón en 1813, anunciando así el fin de su dominio, este nacionalismo fue desechado como una patata caliente. La movilización de las masas parecía demasiado peligrosa a las majestades.
Segundo acto: de la Restauración a la revolución
Por el contrario, en el Congreso de Viena se reinstauraron los antiguos gobernantes. Lo que más deseaba la «Santa Alianza» de las «tres águilas negras» -Rusia, Austria y Prusia- era deshacer los logros de la Revolución francesa. Pero para entonces el duende democrático ya había escapado de la lámpara y no había vuelta atrás. Por lo tanto, las décadas siguientes estuvieron marcadas en toda Europa por la lucha por la supremacía entre las fuerzas burguesas -los hombres de negocios, periodistas, empresarios, abogados, profesores y estudiantes que empujaban hacia la democracia y la república- y las viejas clases de la restauración.
Las «tres águilas negras», que ya se habían repartido Polonia en el siglo XVIII, siguieron siendo el baluarte de la reacción europea. Con las resoluciones de Carlsbad de 1819, declararon la guerra al liberalismo y la democracia y apretaron el tornillo de la represión. Se puso fin a la libertad de expresión, se censuró la prensa, se cerraron los gimnasios, se prohibieron las hermandades, se controlaron las universidades y se despidió a los profesores de ideas liberales.
De este modo, los viejos poderes pudieron reprimir mientras tanto al movimiento democrático y cada vez más republicano. Sin embargo, la llegada de un nuevo orden económico, el capitalismo, les obligó a llevar a cabo desde arriba ciertas modernizaciones como en Alemania, por ejemplo, la fundación de la Confederación Alemana y la Unión Aduanera Alemana. Al hacerlo, no obstante, cambiaron la composición de la estructura política tradicional de Alemania y, en contra de su voluntad, alentaron el movimiento de oposición.
Además, durante el «Vormärz» (el período entre el Congreso de Viena y la revolución alemana de 1848, también llamada Revolución de Marzo
NdT), surgió una especie de transnacionalismo republicano: la propia lucha por la democracia y la república se entendía como parte de un movimiento internacional contra las potencias de la vieja Europa. También en Alemania fueron recibidas con entusiasmo la revolución de julio en Francia en 1830 y el levantamiento de noviembre en Polonia, e incluso ondearon banderas polacas en el Festival de Hambach en 1832. Sin embargo, esta orientación universalista se vio obstaculizada ya entonces por una interpretación más bien particularista de la «nación alemana», que se expresó sobre todo en el Romanticismo, el cual – a diferencia de la tradición francesa – giraba a menudo en torno a una supuesta «esencia alemana».
En 1844, las clases trabajadoras entraron repentinamente en el escenario de la historia con el levantamiento de los tejedores a domicilio de Silesia, abocados al hambre por el auge de las fábricas textiles. Aunque el levantamiento de los tejedores fue sofocado de manera sangrienta por los militares prusianos, llamó la atención de la sociedad sobre la difícil situación de los trabajadores corrientes y encontró gran simpatía entre la población. Las fuerzas progresistas, entre ellas Karl Marx, por entonces exiliado en París, se sintieron electrizadas por este acontecimiento. Sin embargo, la violenta represión del levantamiento confirmó que los gobernantes seguían bloqueando cualquier cambio en las condiciones sociales.
Tercer acto: la Revolución de 1848
Y como los poderes dominantes en Francia, Prusia y otros países no permitían ningún cambio en la estructura reaccionaria del Estado, en febrero y marzo de 1848 se produjo una oleada de revoluciones en Europa. Partiendo una vez más de París, los pueblos de todo el continente se atrevieron a rebelarse.
En Berlín, los enfrentamientos culminaron los días 18 y 19 de marzo en luchas de barricadas que se cobraron cientos de vidas. El rey Federico Guillermo IV se vio obligado a retirar el ejército de la ciudad y a hacer concesiones políticas. La revolución siguió un curso similar en muchas otras ciudades de la Confederación Alemana. Enseguida se eligió un parlamento en forma de Asamblea Nacional, que se constituyó el 18 de mayo en la Paulskirche de Frankfurt.
Para establecer de forma permanente el triunfo de la revolución se habría requerido de una acción decisiva, puesto que la contrarrevolución de los viejos gobernantes, que en absoluto admitían la derrota, no se haría esperar. Sin embargo, la Asamblea Nacional actuó con una patente vacilación; sus debates fueron, en correspondencia, espesos y prolongados. El «parlamento de los profesores» no tardó en ser objeto de escarnio y burla.
La indecisión del parlamento se debió también a que las facciones que se formaron en él tenían ideas diferentes sobre el curso posterior de la revolución: la derecha monárquica quería acabar con ella lo antes posible, el denominado centro aspiraba a una monarquía constitucional. Solo la izquierda democrática defendía el establecimiento de una república democrático-parlamentaria, pero estaba en minoría.
El movimiento obrero y sindical recién creado, al igual que la Liga Comunista, contaba con una alianza con los demócratas. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de organización nacionales, seguía siendo demasiado débil para poder influir en el proceso revolucionario.
El momento crucial de las revoluciones europeas fue la derrota del levantamiento obrero en París en junio de 1848. Solo tres meses después del estallido de la revolución en Berlín, el estado de ánimo de la burguesía ya empezaba a decaer. Las clases adineradas podían temer la reacción de la corona. Pero lo que evidentemente temían aún más era la amenaza que se cernía sobre sus propiedades, representada por las masas obreras levantadas en las calles de París. Como resultado, la contrarrevolución de la aristocracia se fue imponiendo poco a poco.
Un año después del inicio de la revolución, el Parlamento de la Paulskirche aprobó finalmente el 27 de marzo de 1849 una Constitución imperial que debía establecer un Estado unitario federal alemán con una monarquía constitucional, pero sin Austria, es decir, la que se llamó solución de la pequeña Alemania (kleindeutsche Lösung). De las dos variantes, ésta era la más reaccionaria, porque de este modo Prusia, menos liberal que los reinos alemanes del sur, se alzaba como potencia hegemónica dentro de Alemania, a diferencia de la solución de la gran Alemania que incluyera a Austria (großdeutsche Lösung). Cuando el rey prusiano, elegido «Emperador de los Alemanes» por la Asamblea Nacional, rechazó la corona que se le ofrecía un mes después aludiendo a su «derecho divino», el parlamento estuvo al borde de la ruptura; se disolvió a finales de mayo. Posteriormente, se constituyó en Stuttgart el llamado Rumpfparlament [un “parlamento desmembrado” con el ala izquierda del disuelto parlamento de Frankfurt, pero sin posibilidad alguna de continuidad, ni poder real ni legitimidad NdT], pronto disuelto por las tropas de Württemberg, mientras que los soldados prusianos ponían fin con violencia a la revolución de Baden con la toma de Rastatt. Este fue el acorde disonante final de la revolución.
Miles de revolucionarios emprendieron la huida y abandonaron Alemania. La mayoría de “los del cuarenta y ocho» se fueron a Estados Unidos, donde muchos de ellos se implicaron más tarde en el partido Republicano contra la esclavitud y lucharon en la Guerra de Secesión del lado de las tropas de la Unión. Para el movimiento democrático alemán, sin embargo, estos «Forty-Eighters» estaban tan perdidos como aquellos de sus compañeros de armas que, tras la derrota de la revolución, se arrimaron estrechamente a los poderes existentes.
Cuarto acto: la separación de la democracia proletaria de la democracia burguesa
El fracaso de la revolución significó también el fin de las ambiciones republicano-revolucionarias de la burguesía alemana. No se recuperaría de esta derrota. Esto significaba que la burguesía, si no quería poner en peligro su propio ascenso económico y su riqueza, que verdaderamente se disparaba con el inicio de la industrialización, dependía de los compromisos con las autoridades, para bien o para mal.
Pero con el rápido crecimiento de la economía crecieron también las desigualdades sociales. Y como la burguesía liberal contaba con un acuerdo con las autoridades, el movimiento obrero se vio cada vez más abandonado a su suerte. Ya en la década de 1860, la fundación de los primeros partidos obreros independientes, la ADAV (Allgemeiner Deutscher Arbeiter-Verein) y el SDAP (Sozialdemokratische Arbeiterpartei Deutschlands), condujo a «separar la democracia proletaria de la democracia burguesa» (Gustav Mayer). Pero en realidad, como escribe Jürgen Kocka, se trataba en realidad de «la sustitución de la segunda por la primera, porque de hecho no quedaba mucho de un movimiento democrático burgués independiente (…) tras la fundación del Reich por Bismarck (…)». Y puesto que la burguesía se había rendido, el joven movimiento obrero tenía que asumir, además de la suya, la tarea histórica de la burguesía: la democratización de la sociedad.
Al mismo tiempo la separación significó, sin embargo, que a partir de entonces las élites sociales y económicas se aliaban contra el movimiento obrero. Poco después de la fundación del Reich, se forjó una «unidad de acción» entre la vieja aristocracia y la nueva burguesía, lo que significaba que el carácter represivo del Estado se dirigía de ahora en adelante contra la clase obrera en interés de ambas. En 1878, la llamada Ley Socialista prohibió todas las actividades del Partido Socialdemócrata y sus sindicatos. Incluso después de volver a ser autorizado a ejercer su actividad en 1890, el movimiento obrero estuvo en cuarentena social. Así pues, el aislamiento social no fue en absoluto elegido por voluntad propia, sino que derivó del comportamiento -y, sirva ello para polemizar, de la cobardía – de la burguesía alemana.
Acto final: la vía reaccionaria hacia la unificación alemana
El fracaso de la burguesía y de la revolución «desde abajo» allanó el camino para que las viejas potencias, fortalecidas de nuevo, establecieran la unidad alemana «desde arriba», marcando así el curso de la política en una dirección reaccionaria que finalmente desembocó en la fundación del imperio alemán bajo el liderazgo prusiano.
Otto von Bismarck se convirtió en el arquitecto de la unidad. El Junker del Elba oriental se había puesto del lado del rey prusiano durante la revolución. Debió su nombramiento como primer ministro prusiano en 1862 a su reputación de «tipo duro» capaz de arrancar hasta el último diente a la burguesía. Y esta misma burguesía aguantó sus calculadas humillaciones. A menudo, lo que quedaba después no era mucho más que un «patriotismo de taberna» pequeño burgués, según Marx.
Con «hierro y sangre», es decir, con tres guerras, Bismarck estableció entonces la unificación. Como resultado, Prusia no se fusionó con Alemania, sino Alemania con Prusia. La constitución del nuevo Reich alemán contenía elementos progresistas, como el sufragio universal masculino, pero éste solo se aplicaba en las elecciones al Reichstag, no en Prusia, donde seguía existiendo el sufragio de tres clases. No es casualidad que el socialdemócrata Wilhelm Liebknecht describiera Prusia como una «institución principesca de seguro contra la democracia».
Pero, sobre todo, la unificación «desde arriba» garantizaba la hegemonía de la nobleza, cuyos privilegios en las instituciones del Estado y en la sociedad quedaban salvaguardados. Todos los altos cargos del Estado y del ejército estaban reservados a los nobles. Los ciudadanos, también los ricos, estaban subordinados a la nobleza en el Estado. Así pues, el nuevo imperio no representaba un nuevo comienzo, sino la continuación del dominio de las clases altas tradicionales. De este modo se conservaron las viejas estructuras de clase tradicionales.
No es casualidad que los ciudadanos y ciudadanas polacas y judías fueran las primeras víctimas del nuevo imperio alemán, proclamado el 18 de enero de 1871 en el Salón de los Espejos de Versalles. La política de germanización de la población polaca se endureció masivamente. También el antisemitismo se agravaría pronto en el joven imperio, convirtiéndose incluso en un fenómeno de masas. En la década de 1880, el Reich se convirtió también en una potencia colonial.
La forma reaccionaria de la unificación alemana, construida sobre las ruinas de la revolución de 1848, consolidó por décadas el poder de las clases altas tradicionales. En el proceso, la burguesía, el gran capital, maduró hasta convertirse en la fuerza económicamente dominante; el poder político, sin embargo, permaneció en manos de la nobleza en un Estado basado en estamentos.
Y la repercusión de llevar a cabo la unificación en base a esta dominación se extendió incluso más allá de la Revolución de Noviembre de 1918 y el derrocamiento de los monarcas alemanes. Pues toda la burocracia, los funcionarios leales al emperador en la judicatura, el ejército, la administración, la educación, etc., permanecieron en sus puestos tras la Primera Guerra Mundial y trabajaron para suprimir la República de Weimar, lo que finalmente consiguieron en 1933. Por lo tanto, encaja perfectamente que fuera un Junker prusiano, Paul von Hindenburg, quien nombrara a Hitler Canciller del Reich, y que los funcionarios leales al káiser se aplicaran en ayudar a establecer firmemente el régimen nazi-fascista.
Ahora bien, no hay que responsabilizar a los revolucionarios de 1848 de esta evolución de los hechos. En cualquier caso, está claro que el fracaso del levantamiento revolucionario y la consiguiente subordinación de la burguesía a los poderes dominantes marcaron decisivamente la historia alemana para todo un siglo.
FUENTE SIN PERMISI
01/04/2023