Napoleón Bonaparte le permitía robar a sus funcionarios, pero no en cantidades significativas Propias
Piergiorgio M. Sandri
Los escándalos políticos llenan las páginas de la actualidad y los ciudadanos están cada vez más indignados. Pero las malas prácticas llevan siglos de historia y parecen inherentes al ser humano. Y si hoy, en el fondo, ¿lo que ocurre no fuera tan grave?
La corrupción, esa lacra que no cesa. Basta con hojear páginas de un periódico para ver cómo los escándalos se suceden y están al orden del día. Según un reciente barómetro del CIS, casi nueve de cada diez encuestados creen que es una práctica “bastante” o “muy extendida”. El 24% considera a los políticos como “uno de los grandes males de España”. Pero lo que pocos imaginan es que es un mal antiguo. Tan antiguo como el ser humano. ¿Y si la corrupción formara parte de nuestra naturaleza?
La corrupta antigüedad ¿Cuál fue el primer caso documentado de corrupción? Difícil saberlo. Algunos historiadores se remontan hasta el reinado de Ramsés IX, 1100 a.C., en Egipto. Un tal Peser, antiguo funcionario del faraón, denunció en un documento los negocios sucios de otro funcionario que se había asociado con una banda de profanadores de tumbas, que, como diríamos hoy… ¡hacían los egipcios! Los griegos tampoco tenían un comportamiento ejemplar. En el año 324 a.C. Demóstenes, acusado de haberse apoderado de las sumas depositadas en la Acrópolis por el tesorero de Alejandro, fue condenado y obligado a huir. Y Pericle, conocido como el Incorruptible, fue acusado de haber especulado sobre los trabajos de construcción del Partenón.
Pero la corrupción existía ya mucho antes de estos episodios. De hecho, en la época del mundo clásico, las prácticas que hoy consideramos ilegales eran moneda corriente. “En laantigüedad, engrasar las ruedas era una costumbre tan difundida como hoy y considerada en algún caso incluso lícita”, escribe Carlo Alberto Brioschi, autor de Breve historia de la corrupción (Taurus). “Por ejemplo, en la antigua Mesopotamia, en el año 1500 a.C., establecer un trato económico con un poderoso no era distinto de otras transacciones sociales y comerciales y era una vía reconocida para establecer relaciones pacíficas”, señala Brioschi.
Roma, descontrolada En Roma, el potente caminaba seguido por una nube de clientes: cuanto más larga era su corte, más se le admiraba como personaje. Esta exhibición tenía un nombre: adesectatio. A cambio, el gobernante protegía a sus clientes, con ayudas económicas, intervenciones en sede política, etcétera. Y los clientes, a su vez, actuaban como escolta armada. También había acuerdos entre candidatos para repartirse los votos (coitiones) y para encontrar un empleo solía recurrirse a la commendatio, que era el apoyo para conseguir un trabajo, lo que hoy equivaldría al enchufe.
Con todo, la corrupción pública estaba mal vista. Sabino Perea Yébenes, profesor en la Universidad de Murcia, ha publicado un libro titulado La corrupción en el mundo romano, editado por el académico Gonzalo Bravo (Signifer). En su obra, se desprende que los altos cargos estaban muy vigilados: “Los romanos tenían un concepto de la política diferente: lo más importante era el honor. Para llegar a la cumbre, el candidato tenía que tener currículo: haber ocupado cargos, tener una educación y proceder de una buena familia. Pero además, tenía que tener patrimonio ya que había de presentar una fianza a principio del mandato. Y cuando finalizaba, se hacían las cuentas. Si te habías enriquecido, tenías que devolverlo todo”, explica Yébenes. “En caso de corrupción, había dos penas muy severas: una era el exilio; la otra era el suicidio. Esta última, de alguna manera, era más recomendable porque por lo menos te permitía mantener el honor”, indica. Yébenes explica que en la antigua Roma había una doble moral: se diferenciaba claramente la esfera pública de la privada. Desviar los recursos públicos era una práctica reprobable, pero en los negocios particulares se hacía la vista gorda.
La crónica de la época fue testigo de varios escándalos. Cicerón reconocía que: “Quienes compran la elección a un cargo se afanan por desempeñar ese cargo de manera que pueda colmar el vacío de su patrimonio”. El caso más célebre es el de Verre, gobernador en Sicilia. Se le imputaron extorsiones, vejaciones e intimidaciones, con daños estimados, para la época, en 40 millones de sestercios. Catón, el censor, sufrió hasta 44 procesos por corrupción. El general Escipión hizo quemar pruebas que acusaban a su hermano Lucio sobre una estafa perpetrada a daños del imperio: fue condenado al destierro. Bertolt Brecht, en su obra sobre Julio César escribe: “La ropa de sus gobernadores estaba llena de bolsillos”. En Roma se llevaron a cabo irregularidades que recuerdan mucho a las de hoy: por ejemplo, el teatro de Nicea, en Bitinia, costó diez millones de sestercios, pero tenía grietas y su reparación suponía más gastos, con lo que Plinio sugirió que era más conveniente destruirlo.
Los pecados de la edad media La llegada de la religión católica impuso un cambio de moral importante. Robar pasó a ser un pecado, pero al mismo tiempo con la confesión era posible hacer tabla rasa, lo que desencadenó una larga serie de abusos. “El cristianismo, predicando el espíritu de sacrificio y la renuncia a toda vanidad, introduce en su lugar la pereza, la miseria, la negligencia; en pocas palabras, la destrucción de las artes”, escribió Diderot en su Enciclopedia (por cierto, no hay que olvidar que, según la Biblia, la corrupción era una práctica tan extendida al punto que, como todos sabemos, Judas Iscariote vendió a los romanos a su maestro Jesús por treinta monedas de plata).
En la edad media, el auge de los señores feudales fue un caldo de cultivo para prácticas vejatorias. “Hubo un tiempo en que no quedaba otro remedio. Sabías que esto funcionaba así y que habías de contar con ello. En aquel entonces había formas de corrupción que se consideraban legales, legítimas. Baste pensar que no se cobraban auténticos impuestos. El campesino se buscaba la protección de un señor feudal y a cambio le ofrecía algo de la tierra”, recuerda Antonio Argandoña, catedrático de Ética Empresarial y profesor del Iese.
Así, por ejemplo, Felipe II, rey de Francia en el siglo XIII, imponía feroces impuestos a sus súbditos y les obligaba a fuertes donaciones, que no eran otra cosa que ingresos que iban a sus arcas privadas. En el mismo periodo, se puede citar en Italia el caso de Dante. El escritor sitúa a los corruptos en el infierno, pero fue declarado culpable de haber recibido dinero a cambio de la elección de los nuevos priores y de haber aceptado porcentajes indebidos por la emisión de órdenes y licencias a funcionarios del municipio. Fue condenado al exilio.
El papado de los Borja merecería un capítulo aparte. Pocas personas a lo largo de la historia fueron capaces de concentrar tanta amoralidad. Pero en esa época la corrupción parecía un mal menor. Como escribió aquellos años Maquiavelo, “que el príncipe no se preocupe de incurrir en la infamia de estos vicios, sin los cuales difícilmente podrá salvar al Estado”. Cuando Cristóbal Colón se lanza a la conquista de América, no puede hacer otra cosa que exclamar: “El oro, cual cosa maravillosa, quienquiera que lo posea es dueño de conseguir todo lo que desee. Con él, hasta las ánimas pueden subir al cielo”.
La España de Lerma Si hay un periodo histórico donde la ilegalidad se extendió como una mancha de aceite en España fue el que va del siglo XVI al XVIII. Mateo Alemán, autor de la novela picaresca Guzmán de Alfarache, cuenta cómo todos compraban cargos con el único fin de sacarles provecho. “Para afanar prebendas todos están dispuestos a derrochar miles de escudos, pero antes de dar ni un cuarto de limosna a un mendigo, le hacen procesar”. La corrupción es un cáncer que está asumido por la mayoría. Sancho Panza, en El Quijote, exclama: “Yéndome desnudo, como me estoy yendo, está claro que he gobernado como un ángel”.
Para Alfredo Alvar, profesor de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y autor del libro El duque de Lerma, corrupción y desmoralización en la España del siglo XVII (Esfera de los libros), “los mecanismos de la corrupción son universales pero en España se celebra como herencia de la picaresca española. La aceptación de la corrupción es una construcción cultural y, desgraciadamente, en España queda hasta simpática”.
Alvar describe así la que llama burocracia patrimonial de la época. “La selección de las personas no se basaba en la capacitación técnica; los sueldos estaban fijados, pero se podían alterar graciosamente por la vía de la merced real; todo podía ser susceptible de caer bajo el control de uno solo que se sirviera de la ley para sus intereses particulares; el servidor real no era el más cualificado, sino el que ponía la mejor sonrisa a quien le hubiera de nombrar. También había una dominación legítima, implantada por la vía tradicional de las costumbres, (o, lo que es lo mismo, lo del ‘siempre ha sido así’) y la que llegaba por la vía carismática, según la cual el que ejerce el poder tenía entre sus subordinados un halo de santidad (Isabel la Católica), de heroísmo (el Cid) o de ejemplaridad. En todos los casos, los poderosos cubrían sus necesidades por medio de la donación y la tentación del soborno”. En concreto, el duque de Lerma tenía potestad y poder de hacer favores a quien quisiera. Hoy en día sería el equivalente de un mafioso. “En esa época era incluso peor que hoy, porque había una clara manipulación del poder judicial”, apunta Alvar. La otra diferencia era el concepto de familia, en nombre del cual se podían romper las reglas. “Por ejemplo, no se veía mal forzar la ley para ayudar a un familiar. Era normal que un duque se prodigara en esfuerzos para ayudar a su hijo. Era algo que había que hacer”, señala.
El absolutismo podrido Thomas Carlyle una vez escribió: “Hay épocas en las que la única relación con los hombres es el intercambio de dinero”. Parece que esta definición encaje a la perfección con la monarquía absoluta del ancien régime francés. Luis XIV en sus memorias reconocía que “no hay gobernador que no cometa alguna injusticia, soldado que no viva de modo disoluto, señor de tierras que no actúe como tirano. Incluso el más honrado de los oficiales se deja corromper, incapaz de ir a contracorriente”. En particular, destacan dos figuras eclesiásticas muy discutidas: Mazarino y Richelieu. Montesquieu definió a este último como “el peor ciudadano de Francia”. Y Colbert, que fue el ministro del Tesoro, en una carta a Mazarino escribió textualmente: “Para vuestros cargos de intendente no he encontrado ningún adquirente que haya querido cerrar a doce mil escudos”.
La Revolución Francesa, con la llegada de Robespierre, conocido como el Incorruptible, trajo un aire fresco que duró muy poco. Incluso el jacobino Saint-Just se vio obligado a reconocer que “nadie puede gobernar sin culpas”. El régimen de Bonaparte siguió la estela de corrupción de la monarquía anterior. Napoleón solía decir a sus ministros que les estaba concedido robar un poco, siempre que administrasen con eficiencia. Pero, sin lugar a dudas, el más corrupto de todos fue Talleyrand. El emperador francés decía de él que era “el hombre que más ha robado en el mundo. Es un hombre de talento, pero el único modo de obtener algo de él es pagándolo”. Su lista de abusos llenaría páginas y páginas.
Burguesía desenfrenada La llegada del capitalismo y de la revolución industrial aumentó las relaciones comerciales y, al mismo tiempo, las prácticas ilegales. Madame Caroline, protagonista de la novela El dinero, de Émile Zola, publicada a finales del siglo XIX, hace un retrato sin piedad de las costumbres de la época: “En París el dinero corría a ríos y corrompía todo, en la fiebre del juego y de la especulación. El dinero es el abono necesario para las grandes obras, aproxima a los pueblos y pacifica la tierra”. Adam Smith, el máximo teórico del liberalismo, tuvo que admitir que “el vulgarmente llamado estadista o político es un sujeto cuyas decisiones están condicionadas por intereses personales”.
En este periodo, se suponía que la llegada de una nueva clase social al poder podía traer mayor transparencia y evitar los abusos anteriores, perpetrados por la nobleza. Porque, diga lo que se diga, el hecho de ser ricos no le había impedido a las élites, a lo largo de los siglos anteriores, robar (o comprar cargos y títulos). Pero la realidad es que tampoco la burguesía iluminada pudo evitar caer en la tentación de usar la política para su enriquecimiento personal. Alexis de Tocqueville sostenía que “en los gobiernos aristocráticos, los hombres que acceden a los asuntos públicos son ricos y sólo anhelan el poder; mientras que en las democracias los hombres de Estado son pobres y tienen que hacer su fortuna”. A costa del Estado, claro.
La cangrena de los totalitarismos En el siglo XX, la llegada de los totalitarismos no hizo otra cosa que reforzar las prácticas delictivas de los gobernantes. Con el fascismo y el comunismo la corrupción entra a formar parte del funcionamiento del Estado. Pero incluso los estados demócratas, ocupados en sus políticas coloniales, no se libraban de la lacra. Winston Churchill dijo que “un mínimo de corrupción sirve como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia”. Y, al referirse a las colonias, Churchill cínicamente resumió esta política expansionista de forma rotunda: “Corrupción en la patria y agresión fuera, para disimularla”. Cecil Rhodes, el saqueador de África para los británicos, tenía una máxima siniestra y muy reveladora sobre la política colonial: “Cada uno tiene su precio”.
En la actualidad, con la consolidación del Estado de derecho, se supone que el fenómeno debería estar bajo control, gracias a una mayor transparencia. Y que, por lo menos, la corrupción debería ser mal vista y tener cierta reprobación social. Pero es imposible no acordarse de una frase inquietante del antiguo presidente francés François Mitterrand: “Es cierto, Richelieu, Mazarino y Talleyrand se apoderaron del botín. Pero, hoy en día, ¿quién se acuerda de ello?”
¿Un mal necesario?¿Qué conclusiones sacar de este breve recorrido histórico? Según Carlo Brioschi, la corrupción “es un fenómeno inextirpable porque respeta de forma rigurosa la ley de la reciprocidad. Según la lógica del intercambio, a cada favor corresponde un regalo interesado. Nadie puede impedir al partido en el poder que se cree una clientela de grandes electores que le ayuden en la gestión de los aparatos estatales y que disfruten de estos privilegios. Es algo natural y fisiológico”. Para Julián Santamaría, presidente de Noxa Consulting y catedrático de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid, “el electorado haría bien en entender que la corrupción es una lacra de todos los tiempos, que se refiere a la naturaleza humana. Se da en todos los países y en todas las épocas. En la actualidad es más frecuente en los países en vías de desarrollo, donde se combina una elevada burocracia, salarios bajos de los funcionarios y sistemas políticos autoritarios. Es cuando se da la situación esperpéntica: países emergentes, de escaso recursos y con una población que aspira a tener una forma de vida más elevada”.
En los países occidentales, los casos de corrupción dan mucho que hablar, en particular cuando, como ocurre en España, están involucradas personas conocidas. Pero, en el momento de votar, no siempre pasan factura. Pese a la mala imagen de estos gobernantes y al ruido mediático, el impacto en la ciudadanía parece relativo. ¿Por qué? Joan Botella, catedrático de Ciencia Política de la Universitat Autònoma de Barcelona, cree que “la picaresca española no es en el fondo otra cosa que querer parecer rico cuando en realidad uno es pobre”. Esto no justifica en absoluto las prácticas ilegales, pero explica por qué los ciudadanos tenemos casi como algo asumido el deterioro de la vida política. “En España hay una histórica desconfianza en el proceso político, algo que la retórica franquista, por cierto muy corrupta, contribuyó a intensificar. Es algo que forma parte de nuestro bagaje cultural. La mayoría de los españoles no cree que un político pueda servirle de forma desinteresada”.
Antonio Argandoña cree que los ciudadanos “somos esquizofrénicos y tenemos como una doble moral. Aceptamos que en el mundo haya una cierta forma de corrupción que en el fondo no consideramos como tan mala. Tendemos a pensar que si a mí, como individuo, no me viene mal, es casi bueno si mueve algo de dinero. El razonamiento es: no me preocupa la corrupción siempre que no me perjudique a nivel personal”. De esta manera, “cuando un político roba, decimos que no hay derecho. Pero luego presumimos de haber evadido algún impuesto”. Brioschi recuerda que “al lado del robo de los grandes siempre hay una corrupción inconsciente, de la que acabamos siendo todos responsables si aceptamos las reglas de un sistema ilegal, porque la microcorrupción siempre ha ido de la mano de la macroscópica”.
¿Se salva alguien de la plaga de la corrupción? Según el ranking de la consultora Transparency International, existen países con poca corrupción, en particular los escandinavos. Esto se debería a la influencia de la ética luterana, que no prevé la confesión de los pecados para lograr la absolución. Y también a que estas sociedades, de corte socialdemócrata, son relativamente homogéneas. Sus ciudadanos se sienten iguales y no toleran que alguien saque ventajas de forma ilegal. Asimismo, por su alto nivel de contratación colectiva, que hace que los trabajadores se sientan protegidos y no duden en denunciar prácticas ilegales. Pero, lamentablemente, se trata de una excepción. Como dijo Tomás Moro: “Si el honor fuese rentable, todos serían honorables”.