Entendida en el contexto de la modernidad, la corrupción es un atributo malicioso del Estado liberal burgués, un problema de esta civilización y sus parámetros morales, del mismo modo que el pecado lo fue de la civilización cristiana medieval, como lo plantea la Europa primera de José Manuel Briceño Guerrero.
En una revolución que, como decía el Che, cuando es verdadera se triunfa o se muere, si no triunfa ni muere, se degenera, se pudre. La degradación de un proyecto revolucionario y de la práctica concreta de su emprendimiento equivale a la subsumisión definitiva a las reglas del juego y los valores burgueses, de su democracia de mampostería, su hipocresía institucional y de la apología de la propiedad privada. El proyecto se degrada cuando se invierte en la práctica, es decir, cuando deja de subvertir, volviéndose inocuo y asimilando lo que pretendía negar.
Ese es el desafío de este proceso bolivariano: hay que acelerar todos los mecanismos que sirvan de torniquete a ese monstruo que puede devorarnos. Como dijo Alfredo Maneiro en el año 1974: «Para evitar que se corrompa hasta el telegrafista del pueblo».
El llamado lumpen-funcionariado es una expresión necesaria, no de la corrupción del Estado liberal-burgués, sino de la degradación de la práctica que, por ende, deja de ser revolucionaria.
Este golpe «anaranjado» es el peor desde la alborada de Hugo Chávez, cuando las andanzas de Cruz Weffer y el Plan Bolívar 2000, con el inefable general Rosendo.
Creo que el presidente Maduro debe poner todas las cartas sobre la mesa, tal como lo hizo Chávez en la época de los golpes de Estado, incluido el llamado paro petrolero, promovido desde la casta de la «meritocracia» de Pdvsa. Maduro representa la jefatura de la Revolución bolivariana, pero también el constructo de la alianza histórica con el pueblo y la búsqueda de alivios y superación de las penurias que lo acosan. Es el Presidente de la República y sus circunstancias.
Pero me pregunto hasta cuándo permaneceremos inmovilizados. Hay necesidad de avanzar en la consolidación del carácter protagónico de la democracia. Como pueblo somos el sujeto, la fuerza motriz, la oralidad de la revolución.
El Presidente debe estar necesitado de un nuevo aluvión popular. Diez años continuos en el ejercicio de la jefatura de un Estado víctima de los estragos de la corrupción, del bloqueo imperial, de la dispersión y la apatía de las fuerzas populares representa una camisa de fuerza de la cual hay que librarse con el aliento del pueblo trabajador y el apoyo de los sectores sociales más sensibles. Así, podremos garantizar la hegemonía del gobierno y del legado de Chávez, porque los demonios andan sueltos en la América Latina.
Y en Venezuela los tenemos anidados, ansiosos de dar un zarpazo.
Federico Ruiz Tirado