De extremistas y extremismos 

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Enrique Ochoa Antich

Lo primero que me gusta descartar es esto: el extremismo no es una ideología. Resulta evidente y casi de perogrullo. Hay extremistas de izquierda. Hay extremistas de derecha. De hecho, suelen «tocarse», como se dice precisamente de los extremos. Son a veces el reflejo especular del otro. Quiero decir: como cuando nos miramos al espejo, que somos exactamente iguales… pero al revés. Nuestro lado derecho es el izquierdo en la imagen y viceversa.

El extremismo es un modo de ser. No por azar el MAS de los 70, que fue una reacción concienzuda contra el extremismo de izquierda y su falsa conciencia revolucionaria, produjo aquellas nunca bien ponderadas Tesis del nuevo modo de ser socialista. Sí, era un nuevo modo de ser lo que proponíamos. En Proceso a la izquierda, Petkoff daría gruesa entidad ideológica a nuestro cambio de táctica y estrategia.

A todo extremismo, de derecha o de izquierda, lo caracterizan dos atrofias: el maximalismo y el esencialismo.

Como sabemos, ser maximalista es siempre pedir «el máximo». Revolución, no reforma, por ejemplo. Se desprecia como tibio y apocado a quien no por pedir lo más, deja de luchar por lo menos. Todo y ya, como se definía a sí misma una alocada y trágica operación de la oposición extremista venezolana de hace apenas una década atrás (y como algunas cuentas en Twitter incluso reivindican para sí).

El esencialismo es, como también sabemos, definir a una sociedad o a un fenómeno social sólo por su «esencia». La izquierda clásica, por ejemplo, despreciaba la democracia que mal calificaba de «burguesa» (como si los proletarios del mundo no hubiesen hecho posibles muchas de sus conquistas incluso con luchas heroicas). «…establos de la burguesía», dijo Marx que eran los parlamentos. ¿Por qué la despreciaba? Porque su esencia era el capitalismo que esa izquierda combatía. No valoraban eso que los filósofos llaman sus epifenómenos (y que un retumbante Teodoro de 1974 nos enseñó a valorar en una conferencia histórica en el Aula Magna). Para la izquierda venezolana, por ejemplo, poca significación tenía el hecho de que en esa «democracia burguesa» se hubiesen logrado conquistas y se ejercieran derechos tan populares y trascendentes como el voto universal, los sindicatos, la libertad de expresión, etc. Que AD haya sido el partido político más popular de toda nuestra historia es un temita que a la izquierda clásica aún le cuesta digerir.

Lo mismo pasa por ejemplo con cierta oposición extremista de hoy día. Dado que éste es un régimen autoritario con vocación totalitaria y prácticas dictatorialistas, poco importa que haya elecciones que se pueden ganar (como la oposición ha demostrado cientos de veces), tampoco significa nada que haya aún espacio para la libertad de expresión, o que los candidatos contrarios a ese régimen autoritario puedan rotar por el país movilizando y concentrando a sus seguidores. De acuerdo a esta visión, es un régimen autoritario y sólo eso, por lo que puede ser definido como dictadura. Una inaceptable y vergonzosa trompada de una fanática (a lo «camisa parda») obnubila al extremista y le prueba fehacientemente toda su mitología esencialista.

Quien es maximalista y esencialista a la vez no conversa con el otro sino «para que se vaya». Trabajosamente concede que no se exterminará al adversario «de un plumazo» (como acaba de decir un precandidato de la PUD)… lo que hace suponer que cree que sí se le exterminará de dos o de tres plumazos, y, en fin, ve en la cohabitación un crimen y en el acuerdo una traición. Su visión es en blanco y negro, y se extravía en la realidad real que es multicolor. Vive una realidad imaginaria y convence a otros, con certeza de carbonario, que siempre hay que dar un paso al frente… aunque se esté al borde del abismo.

Todo. Ya. Son sus principales consignas de combate.

Qué poca cosa debemos ser para estos extremistas aquéllos que con humildad creemos que siempre es preferible algo a nada y después a nunca. El extremista es épico, entretenido: la ruta del corajela marcha del no retorno… El moderado es aburrido: dialogar, acordarse, avanzar poco a poco acumulando éxitos aquí y allá. La guerra del extremista es de movimientos. La guerra del moderado es de posiciones.

Traidores, y no otra cosa, debemos parecer a los ojos del extremista quienes sugerimos que siempre es conveniente pactar la aquiescencia del adversario cuando éste, llámese imperio o régimen autoritario, no tiene muchos escrúpulos en la batalla y está dispuesto a todo para preservar sus intereses. Queda la fuerza, claro. Por lo que el extremista debe valorar primero si la tiene y segundo si su costo no es al final mayor que el beneficio.

Poco a poco que tengo prisa, dicen que dijo Napoleón alguna vez. Reforma, no revolución. Moderación, no extremismo. Cambio en paz. La fuerza tranquila, de la que hablaba Mitterrand. Un proyecto así es el que necesitamos para reenrumbar el sombrío derrotero de la patria.