Por Marco Teruggi
Francia ardió como nunca antes. Ocurrió como de costumbre: un joven de barrio periférico de París, de origen norafricano, asesinado por un policía. El hecho, que sucedió el martes pasado, fue filmado: se escucha la amenaza del uniformado, luego se ve el movimiento del disparo, seguido de la muerte de Nahel Merzouk de 17 años. Quien estaba a su lado contó días después que los policías le pegaron primero culetazos con la pistola antes de abrirle fuego a quemarropa.
Su muerte conmovió, por la claridad de las imágenes, por lo demasiado conocido del hecho para quienes viven en las barriadas llamadas banlieues. Lo dijo la Organización de Naciones Unidas: las fuerzas del orden francesas tienen “profundos problemas de racismo”. Y una historia de muertes en operativos: 861 desde 1977 es decir cerca de 19 por año, en su mayoría hombres, jóvenes, y la mitad en las periferias de París, Lyon y Marsella, tres de las ciudades más afectadas por las actuales revueltas. Solo quince días antes del un policía había matado a Alhoussein Camara de 19 años.
A la muerte de Nahel le siguieron movilizaciones multitudinarias pidiendo justicia. Y detonó la furia, una como nunca se había visto en un país que tiene una larga historia de asesinatos de jóvenes de banlieues seguidos de estallidos locales o regionales. Lo muestra la película La Haine de 1995, las revueltas del 2005 que duraron semanas, las que no son noticia pero ocurren crónicamente con enfrentamientos y quemas de autos. Esta vez fue mayor en su geografía y en su repertorio de acciones.
Algunos datos son elocuentes: 5.000 autos quemados, más de 1.000 edificios atacados, incendiados o saqueados, 250 ataques a comisarías, en cinco días según el ministerio del Interior que desplegó más de 40.000 policías por noche. Fueron detenidas más de 2.000 personas, muchos menores de edad, la tercera generación en protagonizar estallidos de rabia y caos ahora potenciados con las redes sociales, en particular Snapchat. Confrontar, romper, incendiar, filmar, viralizar; adrenalina y dopamina en su máximo nivel.
Quemar el Estado, robar al privado
Casi todo lo que representa el Estado fue atacado: comisarías, intendencias y casas de intendentes, colegios, transportes públicos, centros de asistencia social, bibliotecas públicas. Cada institución con una bandera nacional fue blanco de una furia que, como suele suceder, afectó en primer lugar a la misma comunidad, primera víctima de los abusos policiales y de las reacciones explosivas. Quemar el Estado, no asaltarlo para sentarse en su silla, sino volverlo cenizas. ¿Después qué? No importa, el futuro ya está clausurado.
Los ataques a lo público se combinaron con los saqueos a centros comerciales, concesionarias de autos, motos, tiendas de teléfonos, ropas de marca cara, supermercados, armerías. Una dinámica con espontaneidad y grupos organizados, ríos revueltos de jóvenes en noches de verano con citas coordinadas por redes sociales: las ganas de pelear, de tener lo que se vende como deseo y resulta inaccesible, la necesidad de demostrar, devolver una violencia recibida a diario a través de la desigualdad, las fronteras sociales, geográficas, de color de piel.
La rabia entonces, el odio, la frustración, el hiperconsumismo, hipercapitalismo, la protesta a veces por justicia, otras pura furia, con la clase social y el origen familiar inscripto en el cuerpo, y una ausencia de politización tradicional. ¿Qué son los políticos al fin y al cabo en un sistema bipartidista con un status siempre igual o peor? Hace tiempo que las barriadas cambiaron locales comunistas por predicadores del islam y descreimiento, creció la abstención, la alta desocupación, dinámicas de periferia combinadas con fantasmas coloniales que se transmiten generación tras generación.
A las armas ciudadanos
El tópico de la guerra civil creció en los últimos años en una Francia marcada por atentados y grandes protestas. Aparece en novelas como Los Acontecimientos de Jean Rolin y en Sumisión de Michel Houellebecq, ambas del 2015, o en la reciente película Atenea de Romain Gavras. Esta última parece por momentos un spoiler de estos días de fuego donde no solamente está una banlieue alzada contra la policía por el asesinato de un joven, sino también grupos de ultraderecha como aparecieron en Angers o Lyon el fin de semana. Atenea plantea otros temas centrales, uno de ellos es el corte generacional, con la sorpresa de los más grandes en los barrios ante la radicalidad de los jóvenes.
El excandidato presidencial Éric Zemmour lo dice en cada entrevista: Francia está en los albores de la guerra civil producto de una inmigración masiva afro-arabo-musulmana que de a poco sustituiría a la población blanco-cristiana tradicional. El país estaría así poblado de “enclaves extranjeros” que no reconocen al Estado, odian a Francia y su simbología, y pertenecerían a una civilización incompatible con la occidental. Lo que ocurrió desde el martes solo confirmaría su advertencia repite en los canales donde es invitado.
Dos sindicatos de la policía también lo afirmaron: “estamos en guerra”, escribieron en un comunicado. El gobierno por su parte, presidido por Emmanuel Macron, niega las causas sociales del estallido: las culpas serían de los videojuegos, las redes sociales, las irresponsabilidad de los padres que ahora son amenazados con castigos sin sus hijos menores cometen delitos. En cuanto a la izquierda, encabezada por Jean Luc Mélenchon, el acento está puesto en las desigualdades cada vez mayores, la deficiencia del Estado, la justicia, la policía con más posibilidad de gatillo fácil desde la ley de 2017, las políticas económicas.
Es probable que el estallido se apague en unos días, las cámaras se alejen, Francia siga en su verano con ciclismo y balnearios. Pero un sujeto emergió otra vez como volcán, más fuerte, más enrabiado, más ávido, más dolido, sin representación ni conducción política, en un país que a veces parece islas que se alejan unas de otras y en medio crece la ultraderecha que anuncia la guerra civil, la imposibilidad de una “comunidad de destino” como define Edgar Morin a la nación hoy en llamas, una nación construida sobre una falla geológica colonial que no encuentra remedio.