No sé si las propuestas para salvar la ecología sin cambiar el sistema sociopolítico sorprenden más por su ingenuidad o por su hipocresía.
Entre las más publicitadas está la sustitución de los automotores de combustión interna por coches de batería. La promueven sobre todo los fabricantes de éstos: la apoyan quienes no la han examinado.
La primera minucia que ignoran es el número de vehículos a sustituir. Wards Auto estima que en el mundo circulan unos 1.400 millones de automotores “independientemente de su uso”, pues la cifra incluye unidades de carga y de transporte de pasajeros, movidos por diésel, gasolina o gas (https://elcomercio.pe/ruedas-tuercas/automotriz/sabes-cuantos-vehiculos-hay-en-el-mundo-solo-china-posee-mas-de-300-millones-autos-novedades-peru-mexico-espana-estados-unidos-noticia/).
Desde luego, la recolección, despiece y fundición de 1.400.000.000 de unidades para forjarlas, troquelarlas y ensamblarlas en un número equivalente o mayor de carruajes eléctricos es un proceso que no requeriría colosal derroche de energía ni perturbaría el medio ambiente. Palabra de Elon Musk ¿quién dudaría de ella?
La Volvo, que fabrica vehículos de combustión interna, eléctricos e híbridos y que por tanto puede comparar con datos de primera mano sus insumos y rendimientos, informa que “Fabricar un C40 supone un 70% más de emisiones de CO₂ que fabricar un XC40 con un motor de combustión interna, ya que ambos coches se construyen sobre la misma plataforma y comparten muchas de sus piezas”. Ello porque “Si hablamos solo de materiales y componentes, dejando al margen las celdas de batería, la fabricación de un C40 o un XC40 Recharge causa casi un 30% más de emisiones de gases de efecto invernadero en el C40 Recharge en comparación con el XC40 gasolina, debido principalmente al mayor uso de materiales en el C40 Recharge y la mayor proporción de aluminio” (https://www.motorpasion.com/futuro-movimiento/quien-emite-co2-coche-electrico-gasolina-este-estudio-volvo-quiere-zanjar-polemica-vez-todas).
Señalamos que en toda la campaña propagandística acerca del carruaje de batería no aparece ni por descuido la antipática palabra recarga. Pareciera que se quiere insuflar al público la idea de que basta conectar su arranque para que funcione a perpetuidad.
Pero quienes han dejado atrás el analfabetismo tecnológico saben que las máquinas de movimiento perpetuo del segundo tipo, que producen energía de la nada, existen sólo en la cabeza de los ignorantes. Tanto las fundiciones, troqueladoras y ensambladoras para fabricar autos eléctricos, como los vehículos mismos, requieren energía para activarse.
¿Y de dónde provendrá esa fuerza en un mundo donde el combustible fósil produce para 2022 un 78,4% del consumo energético mundial; las energías “tradicionales” como la leña o la bosta de vaca un 10% y las “alternativas” como la eólica, la hidroeléctrica, la atómica y la fotovoltaica el resto? A menos que se recurra a la magia, tanto la fabricación de los 1.400 millones de nuevos vehículos como su circulación requerirán colosales, permanentes y crecientes inversiones de energía fósil.
Pues la electricidad que se recargue en sus baterías deberá también ser producida quemando hidrocarburos, con enormes pérdidas en el proceso de transmisión. El automóvil eléctrico contaminará menos el centro de las ciudades de la Organización Mundial del Comercio, al precio de multiplicar la contaminación donde se instalen las plantas de generación eléctrica.
También acarrea graves problemas de contaminación la extracción del litio, materia prima de las baterías. Sus yacimientos están desigualmente distribuidos, entre otras partes, en Australia, China, el Tibet, Chile, Argentina, Bolivia y Nevada, en Estados Unidos. En su mayoría están situados en regiones poco pobladas y escasas en el agua indispensable para su extracción, por lo general disputada con las comunidades locales. Puede ser que las controversiales situaciones políticas en Perú, Bolivia y el estado de Jujuy, en Argentina, se deban a intereses imperiales sobre sus yacimientos del estratégico mineral.
La supuesta descontaminación de las ciudades de la Alianza Atlántica se haría así una vez más a costa de la contaminación del resto del mundo.
Examinemos los coches eléctricos. Su autonomía raramente supera el centenar de kilómetros, para lo cual la batería debe pasar más de una hora recargándose. Varias horas de recarga dan para circular por carretera solo dos o tres. Para mayor duración se necesitan acumuladores mayores, a veces de media tonelada, “Pero baterías de semejante tamaño exigen un tiempo de carga que, sin las instalaciones apropiadas, excede incluso las horas de todo un día” (https://www.elconfidencial.com/motor/2019-04-17/coche-electrico-diesel-gasolina-334_1947942/). Añadamos a esta lenta cadencia la escasez de estaciones de recarga, y el hecho de que cada etapa del trasvase de la electricidad, desde la producción originaria a las almacenadoras y de ésta a los vehículos, supone cuantiosas pérdidas de energía.
Pues el corazón del auto eléctrico, su sobredimensionada batería, es a la vez su talón de Aquiles. No sólo representa casi la mitad del peso del vehículo: también pierde en unos ocho años la capacidad de recarga, y con ella más de la mitad del valor del auto, pues el costo de reposición es tan exorbitante como el de desechar el contaminante acumulador.
Por todas estas razones, la Unión Europea dejó sin efectos en abril de 2023 la resolución de sustituir todos los vehículos de combustión interna por autos de batería para 2035. Igor Chudov añade que cumplir tal transición resultaba imposible porque mover los vehículos de pasajeros de batería incrementaría la demanda de electricidad en un 25%; rodar los camiones la incrementaría el 40%; y satisfacer ambas demandas sería imposible con energía eólica o solar, la cual no está disponibles de noche, cuando se realiza la operación de recarga (https://www.globalresearch.ca/europe-abandons-all-electric-car-mandate/5814038).
Los vehículos de combustión interna sólo desaparecerán por el inminente agotamiento del combustible fósil en cinco décadas, o por una reforma social, económica, política y cultural que socialice el uso de la energía.