Cuando oímos o leemos sobre fundamentalismos religiosos, pensamos en mujeres envueltas en velos y hombres con barba que ponen bombas. Asociamos los fundamentalismos religiosos con lo que mediáticamente se ha desarrollado desde el norte como relato, narrativa que sirve para legitimar acciones extraterritoriales de los países imperialistas.
Pero ¿qué son los fundamentalismos religiosos? ¿Dónde nace el término? ¿En Venezuela podemos hablar de fundamentalismos religiosos?
El término fundamentalismo religioso se aplica a toda expresión religiosa que basa sus creencias en la observancia literal de textos considerados sagrados. Exigen de forma intransigente sometimiento a la doctrina y a las pautas de conducta extraídas de interpretaciones de libros considerados fundamentales de su religión. El término aparece con el surgimiento de los cultos neopentecostales en Estados Unidos a mediados del siglo pasado. ¡Sorpresa! Los fundamentalismos religiosos nacen como cristianos y no de los musulmanes.
El discurso fundamentalista cristiano impone un pensamiento dualista radical entre el bien y el mal, identificando con el mal o lo maligno todo lo que es diferente a ellos y, como es un deber la lucha contra el «mal», es decir, lo diferente, legitima la desaparición de lo otro. En este punto, el texto puede parecer muy filosófico, pero esta forma de ordenar el mundo tiene expresiones muy concretas en los territorios: expulsión de personas de comunidades, supresión de costumbres y tradiciones ancestrales, división de familias entre conversos y no conversos o sucesos tan lamentables como el ocurrido en Guatemala en el 2020, cuando el experto en medicina natural y patrimonio cultural maya Domingo Choc Che fue acusado de brujo y quemado vivo por cristianos de su comunidad.
Otra de las características de los fundamentalismos religiosos cristianos es que ofrece soluciones simplistas y sobrenaturales a problemas estructurales como la pobreza o la falta de servicios. Todo se resume en que las penas y miserias son culpa del mal y para «retornar» al bienestar hay que «imponer el bien». Pero ¿de qué bien están hablando?
El «bien» del que hablan legitima la sumisión, la violencia contra las mujeres y cuerpos feminizados, la dominación de los varones sobre las mujeres o naturaliza situaciones de injusticia social como la pobreza como un designio divino.
Latinoamérica, considerada la región baluarte del catolicismo desde los años setenta del siglo pasado, experimenta el avance de las iglesias evangélicas. Hay una diversidad de ellas, que aparentemente funcionan con independencia unas de otras, pero que comparten métodos, consignas, objetivos y en muchas ocasiones fuentes de financiamiento. En las últimas décadas, estas han hecho importantes incursiones en los ámbitos comunitarios y en los gobiernos nacionales, con consecuencias tan nefastas como el derrocamiento de la presidenta Dilma Rousseff o Evo Morales y el gobierno impresentable de Jair Bolsonaro, en Brasil. La similitud de discursos y estrategias utilizados en todos los países no puede ser casualidad. Aunque parezca un comentario conspiranoico, los avances de los fundamentalismos religiosos cristianos tienen todas las características de una avanzada neocolonizadora.
Esta avanzada mantiene alianzas con la extrema derecha y los intereses corporativistas internacionales. También embiste contra principios como la igualdad y equidad de género, así como contra el movimiento social popular y, por supuesto, contra cualquier cambio social que apunte a la transformación del sistema que oprime y expolia territorios. A fin de cuentas, el objetivo, no tan oculto, de los fundamentalismos cristianos es mantener o devolver las cosas a su santo lugar.
¿Venezuela escapa a esto? ¿Con diputados que anteponen sus envestiduras como pastores a sus deberes de servir a toda la población, sea evangélica, santera o agnóstica, con alcaldes que hacen uso de recursos públicos para llamar a marchas contra la población sexo-género diversa y usan sus redes para demonizar las luchas feministas del país?
Alejandra Laprea