La incursión sabatina de Hamas puede ser considerada respuesta necesaria a tanta injusticia.
El conflicto de Palestina e Israel es hijo de la venenosa mezcla del viejo colonialismo europeo con el zafio imperialismo estadounidense.
Como casi todos los conflictos en desarrollo en el mundo actual, el de Palestina e Israel es hijo de la venenosa mezcla del viejo colonialismo europeo con el zafio imperialismo estadounidense.
Una somera revisión de la historia contemporánea del Medio Oriente pone en evidencia que sus problemas (aunque datan de épocas remotas) tienen un fuerte anclaje en la forma como las potencias europeas y el viejo imperio otomano se dividieron las naciones de ese neurálgico rincón del planeta, las sometieron al vasallaje y, luego, cuando esas potencias (y Estados Unidos, como nuevo hegemón) dirimieron sus conflictos en las dos guerras mundiales, los ganadores volvieron a repartirse las colonias como el botín de un gran asalto.
En el caso específico de Palestina, estuvo primero bajo dominio turco y luego pasó a manos de Gran Bretaña. Fue a partir de entonces cuando se empezó a gestar un acuerdo secreto entre los británicos y los poderosos intereses sionistas para emplazar en el territorio palestino un estado artificial judío.
Los sionistas se apoyan en fragmentos bíblicos que, según su interpretación, atribuyen a los judíos el territorio palestino, del que fueron expulsados por el imperio romano en los dos primeros siglos después de Cristo. La idea de volver a la “tierra prometida” se cocinó al calor del auge de los estados nacionales en la Europa del siglo XIX.
Ese proyecto dejó de ser secreto luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, porque al afán de las élites del sionismo de disponer de un país propio se unió el remordimiento de conciencia de Occidente respecto a las víctimas del Holocausto.
La jugada de establecer un enclave hebreo en Palestina era, además, una forma de montar la más formidable de las bases militares estadounidenses en el corazón de una región muy rica, por sus recursos naturales y por su posición geográfica, epicentro del mundo árabe.
«Las potencias ganadoras de la Segunda Guerra Mundial pudieron otorgarle su espacio a los judíos en muchos lugares del mundo, incluyendo la mismísima Alemania, donde sus parientes habían sufrido tanto. O bien, en una zona de la Unión Soviética, que se había ofrecido para ello. Pero se empeñaron en llevarlos a Palestina, aprovechando que la mayor parte de la población era rural», dice Basem Tajeldine, especialista en la materia.
Manejando con maestría la culpa de otros, los sionistas alcanzaron el objetivo de asentarse en tierras palestinas. Desde un principio lo hicieron de manera violenta. No son ciertas las versiones de que en algún momento fue un proceso conciliatorio. De hecho, entre 1947 y 1949 se produjo la Nakba (palabra traducible como catástrofe) palestina, cuando bandas paramilitares sionistas (como Lehi, Irgún y Haganá) intensificaron las acciones que ya venían practicando desde años anteriores y lograron expulsar a unas 850 mil personas, aproximadamente 75 % de la población palestina, de su territorio. En ese trámite destruyeron centenares de aldeas y pueblos; y perpetraron más de medio centenar de masacres en las que asesinaron a miles de palestinos, incluyendo niños, mujeres, gente de la tercera edad y enfermos.
Fue en este lapso de terror que, en mayo de 1948, se fundó formalmente el Estado de Israel, ocupando de entrada 78 % del territorio palestino. Los países vecinos árabes rechazaron la imposición y se produjo la primera confrontación bélica árabe-israelí.
El resto del dominio territorial palestino fue capturado por Israel como premio, luego de la Guerra de los Seis Días, en 1967, que el Estado sionista libró exitosamente contra una coalición formada por la República Árabe Unida (Egipto), Siria, Jordania e Irak.
A partir de ese triunfo militar, Israel ha mantenido el control de todo el territorio, restringiendo a los palestinos a pequeños guetos sometidos a puntos de chequeo y toda clase de restricciones económicas. Paralelamente ha incentivado la llegada de “colonos”, civiles o paramilitares, que se apoderan de tierras, establecen asentamientos ilegales y para ello persiguen a los palestinos, les demuelen sus viviendas, escuelas, hospitales y lugares de culto religioso. Han llegado al extremo de inyectar concreto a los manantiales para forzar a los agricultores a abandonar sus siembras por falta de riego.
Para llevar a cabo tales barbaridades, Israel cuenta con la complicidad de Estados Unidos y sus aliados europeos, que lo mantienen armado hasta los dientes (es país poseedor de bombas nucleares) y evitan que se le sancione en Naciones Unidas por crímenes de lesa humanidad ampliamente documentados.
Envalentonados con esa impunidad, los gobiernos de Israel han cometido masacres y asesinatos de manera sistemática. Lo hacen tanto las fuerzas militares y policiales de ocupación como sus colonos paramilitares.
En las pocas ocasiones en que las fuerzas palestinas han conseguido responder a ese consuetudinario estado de asedio, los dedos acusadores de las potencias internacionales (las mismas que amparan los desmanes de Israel) apuntan hacia el pueblo oprimido y lo tachan de terrorista.
Es lo que está ocurriendo desde el sábado 7 de octubre, cuando el Movimiento de Resistencia Islámica Hamas disparó artillería contra los territorios ocupados por Israel, causó un importante número de bajas y tomó rehenes a colonos y militares. Tal ataque, que habría sorprendido a los muy calificados órganos de inteligencia israelíes, ha sido tomado por la élite sionista como justificación para una guerra de arrase total contra la Franja de Gaza. En ese punto se encuentra hoy la “tierra prometida”.
La mediática, arma de guerra
Como todos los conflictos, el de Palestina e Israel tiene un escenario real y uno mediático. Lo que ocurre en el segundo es muy distinto al primero.
El superpoder comunicacional de Estados Unidos y sus aliados se refuerza en este caso con la muy potente influencia de los intereses del sionismo, cuyos caudillos son poseedores de buena parte de los medios de comunicación mundiales o ejercen dominio sobre ellos a través de la publicidad de las grandes corporaciones de las que son dueños.
Los llamados lobbies judíos también presionan de muy diversas maneras sobre los medios y periodistas que intentan ser independientes. Una de las recetas es acusarlos de respaldar el terrorismo y de profesar el antisemitismo o hasta de ser negacionistas del Holocausto.
La coacción doblega fácilmente a los medios, comunicadores e influencers de derecha, porque saben que pueden ser sometidos a represalias como suspensión de contratos y despidos. En países como Venezuela, a quien trate de mantener una posición equilibrada, se le tacha de chavista, algo que muchos articulistas y comentaristas opositores no pueden aguantar.
Cómo será de fuerte la intimidación que algunos profesionales del periodismo se han visto obligados a borrar mensajes, de sus redes sociales, para no enfurecer a los defensores de Israel. La libertad de expresión cede ante la libertad de presión.
CLODOVALDO HERNÁNDEZ/CIUDAD CCS