23/11/2023.- Dicen que la edad aproximada del universo es 13.800 millones de años. Esos mismos años esperamos para nacer desde un vientre y volvernos gente por el hecho de tener un corazón. Aunque también, estamos signados a que algún día habrá de detenerse, por cuanto la vida como la muerte en cada quien también está hecha de naturaleza finita.
¿Qué código antisistémico medirá el corazón, que tiene tantos detractores? Desde Descartes, maquinando el cuerpo, a la subestimación del Romanticismo, hasta el cursilódromo atravesándolo de muerte. Por solidario, el hospedaje de aquellos a quienes les sienta bien el olvido, el que le pone abrigo a la imaginación y a la mirada, y se entrega sin reservas a lo contundente de querernos.
¿Cómo saber qué tan fuerte es lo que se ha perdido para que nos sentencie en la preocupación de la taquicardia? ¿Y quién dijo que éramos distintos si, al llegar desnudos todos, no traíamos moral empaquetada, ideología asignada, ni GPS para buscar a quién culpar luego?
Nuestro órgano más querido no tiene descanso: abre y cierra la puerta de la vida unas ochenta veces por minuto. En una semana, 700.000 mil latidos habrán de bombear un promedio de 56.000 litros de sangre sin parar, todo por vivir. Si fuese liberado por una herida, alcanzaría la altura de unos diez metros de alto. Eso, en ocasiones, hacemos por vernos locamente en otra conjetura irresponsable. Y, seguramente, es lo que comprueba tener sangre en las venas. ¡Qué desorden afectivo será tanto así, corazón!
Cuando el mundo es un caos, algo de él ha sido sustraído. Es cuando nos toca reorganizar el desorden personal para no sumar más brisa a la ceniza que nos toca.
Una noche, estando solo de sonidos y de gente, sentado sobre un columpio, me dispuse a imaginarlo. Sería traído por las algas desde el mar o cayó mínimo de una nave natural perdida de gozo.
Indagué con recursos obstruidos, que están disponibles para cualquier necesidad amada, y oí de la brisa una señal, acariciando los códigos del plano original donde estaban los primeros trazos abandonados de una equivocación, a la cual no le encontraba paz ni sustento. Y no hubo otra posibilidad que dejarlo así: trabajar por amor toda la vida hasta alcanzar el roto de su responsabilidad, o detenerse a causa de un conspirado terror de la razón.
En esa tendida estela fue armado su dominio, en cavidades, aurículas y ventrículos. Atado a venas, a consistentes arterias y cavidades. Consustanciado con las aurículas y ventrículos desde donde quizás se hizo copia el laberinto. De esa manera, se conformaba, impulsado por una válvula semilunar, repartiéndose en luna llena y luna oscura, contrayéndose según el caso y relajándose, tibio, en la hora de los consentimientos. Dando génesis así, en su composición, a la materia prima de querernos.
Por lo que el corazón nunca se pone límite al amar, amando lo mismo de modo distinto.
Llegando a la amorosidad, curvo, no directo, todo depende de los altos y bajos, al atinar a cruzar en el momento y espacio que va llenando en simultáneo los mundos externos e íntimos. No habrá otros como nosotros. Debemos enorgullecernos de la huella dactilar. Es más difícil encontrarnos que comprendernos, aunque estemos cerca. La espina no puede moverse, pero espera el error de la distancia. Quien se inunda de problemas, la muerte endulza. El universo está lleno de sabiduría interior, pero morimos por lo de moda.
«No hay ninguna diferencia fundamental entre el hombre y los animales, en su capacidad de sentir placer y dolor, felicidad y miseria», decía Darwin, pero algo de animal todavía nos hace humanos, aunque mucho de miseria nos siga empobreciendo la humanidad, excepto cuando nos juntamos de corazón en la belleza marginal de este mundo. Nada se puede ocultar cuando todo se hace visible fuera de la torpeza del poder en el territorio que cuidamos como si fuera nuestra piel.
Quizás por eso hemos percibido que la poesía se incomodaba cuando alguien se abrogaba haber pisado la Luna, y en algún lugar de los inicios abrieron el pecho enfermo para cambiar de corazón. Cómo sabremos vivir si es la primera vez que vivimos, pero recordemos que «el corazón —dijo Pascal— tiene razones que la razón ignora». Son argumentos para enunciar, que solo el órgano de la querencia y los sentidos bastaron para prefundar este mundo, no sin antes controlar la soberbia cerebral y la brutalidad de la inteligencia.
Un corazón, cansado de equivocarse —reinterpretando a Pitágoras—, necesita purificarse antes de permitir nuevamente que un gran sentimiento se asiente en él. Sin embargo, hay seres que no tienen integrado el corazón a los sentidos y, al no sentir, se cuidan de enredarse mientras esperan la magia que solo Oz puede milagrear, porque nada más cuando los sentidos son traspasados transversalmente por el corazón habrá verso. De ahí que el alfabeto del latido escribe en sístole y en diástole y habla en Morse con el silencio de la luz derramada en la página blanca de la epidermis. Es su manera de hacerse entender en la caricia o en las espinas de la incongruencia.
Es por tal que el sistema capital hizo todo lo posible por globalizar la banalidad del corazón y haciéndolo cursi lo derribó mediáticamente con una flecha venida de los pueblos que más lo querían. Es el logro más certero del sistema capital: volverse insensible a la hora de la injusticia debido a que duele menos equivocarse a causa de la inteligencia que fracasar en el corazón. Además, es un secreto bien guardado. Las cicatrices solo son visibles en los relámpagos cuando aprieta la tormenta interior en la mirada y gotea estrellada la tristeza en la oportuna hora de llover.
Y lo que un corazón no puede, la razón lo logra, pero por poco tiempo…
El rubor es la verdad antes que este idioma. Salvajemente, hacemos ejercicio del origen. La naturaleza nos evidencia familia.
La vida es demasiado bella cuando entendemos que la fiesta somos nosotros, pero todavía la vida en su designio de esplendor no ha vuelto a ser. Y esperar por ella ha sido el camino más largo donde ha hecho nido el frío de la angustia. Insinuando repetir a veces en ciertas historias un déjà vu, el ejercicio del abismo primario, el cual un día nos creó como réplica del universo.
Despertamos casi siempre dando vueltas en medio de colisiones al azar que no aportan ya nada al conjuro de un sueño.
Invertimos una gran densidad de lo que somos en el error, determinado por la obsesión de repetirnos sin convicción. He allí quizás el origen del ego personal, queriendo imitar el cosmos en su posibilidad de equivocarse, como un acierto de lo inesperado.
Una fotografía tomada de internet
Dos personas, cuando se vuelven una, resuelven lo que resta de vida en la amargura, si las condiciones propician compartir la alegría hecha certeza.
En Damasco, capital de la república árabe de Siria, que data de unos seis mil años de existencia, nombrada como una de las más antiguas ciudades, se mezclan una diversidad de culturas. Predomina el islam en más del 90% de la población, y se desbordan por sabiduría y posibilidades para inventar las resoluciones que dignifican la existencia.
Cuenta el Kebra Nagast, conocido como el Libro de los reyes, que al rey Salomón se le había conferido la virtud de comprender el habla de los pájaros. Cuando se sentó en una cedida alfombra mágica de seda verde, cuyo tamaño de nave extraterrestre era de 60 millas de ancho y 60 millas de largo, fue transportado por las alas del viento a tal velocidad que alcanzó a desayunar en Damasco y cenar en lo increíble de la distancia. La visual de la población quedó tan impresionada que se trasmitió en los genes de la evocación, aportando lo crucial para la resolución personal de lo imposible, la poesía en el lenguaje alado de los hechos y la defensa antigua y soberana del país, a pesar del vil acoso geopolítico.
En 1889, en el recuerdo de la ciudad de las alfombras voladoras que aparcaban con seres propios de la ausencia y la contradicción, se captaba una imagen fotográfica* casual para la memoria de un recuento, que daba testimonio de la narrativa de este asombro transformado en sentimiento. No era más que la antigua inmortalidad de la amistad ya vivida en Argos con Aquiles, pero ahora, equivalente en la inminente brevedad, daba solución a la necesidad de saber qué hay más allá de lo que ambicionan los pies y lo que desea saber del afuera el mundo íntimo de la invidencia.
Eran dos seres pertenecientes, cada uno, a religiones diferentes e históricamente controvertidas y confrontadas. Samir, de baja talla, imposibilitado para caminar, y parte de los millones de adeptos al cristianismo. Y Muhammad, el invidente, musulmán, el mago del sentimiento, se encontraba entre los que constituían más del 90% del islam en Damasco.
A pesar de provenir de diferentes religiones y distantes ascendencias, los dos, acéfalos por naturaleza de privilegios imprescindibles, acordaron compartir una habitación que garantizaba una dependencia vital y un consenso hondamente sensible.
Samir era un artista que contaba con clarísima propiedad la historicidad anónima de Las mil y una noches, con sus precisos detalles, y de eso vivía. Muhammad endulzaba a la gente con sus revendidos y acaramelados postres, que se disolvían de placer en la boca hecha agua.
Antes, ambos hacían sobrevida y sobrevivencia en la misma calle por donde vivían en lugares separados. Casi siempre tropezaban y peleaban y reían. Hasta que conversaron sobre la vida y el saber, más allá de sus limitaciones, y les dio por doblegar lo imposible, inventando la manera de materializar el deseo de conocer posterior a lo personalmente conocido, accediendo al verso de las soluciones. Y volaron, al lograr abundar la huella y amplificar la mirada, volviéndose uno para dos y dos para uno, en una reducida y semioscura habitación, incrustada en los suburbios de Damasco.
Muhammad colocaba la espalda a disposición de Samir, para que guiara su mundo, como Orión ciego fue llevado a su destino por un niño sobre sus hombros, a objeto de dar con un lejano rayo de sol en especial, señalado por la divinidad, para que se alojara en sus ojos y le renaciera la visión.
Sobre los hombros, el sentimiento impresionaba un caleidoscopio, se volvía ave la existencia cuando se ampliaba el horizonte, y agradaba compartir con quien necesita la mirada y la maravilla de contar el mundo desde la captura de los ojos.
Así, la vida se hizo más transitable y, cada día que se desplomaba de los almanaques, profundizaban inconscientemente un sentimiento inconcebible, superior a la consolidada amistad.
Anónimos, nadie sabía la felicidad que vivían. Cada paso que daban, cada huella que narraban, iba ayudando a abolir las 2.999 muertes de la delicada belleza decapitada por el sultán Shariar, traída ahora a la memoria en la travesía contenta de sus vidas.
Sumando novedad, desprendida de los nuevos caminos con sus colaterales descripciones, iban visibles por los senderos, alcanzando a ser más que sangre de la misma sangre, hasta llegar a repensarse por las noches qué sería el uno sin el otro.
Habían pasado muchos años antes de revelarse la invención de moverse en conjunto. Y a pesar de que el cuerpo postergaba la muerte al ser inundado de inconmensurables paisajes y descomunales descubrimientos estéticos, que sobredimensionaban la humildad, nunca estuvo preparado el cuerpo para el contingente desbordado de desconocidas emociones.
Eran otras vidas hermosas y aisladas en su conjunto, pero distintas al heredar de Sherezade, a quien le tocaba vencer la muerte contando historias inevitablemente asombrosas, nunca antes narradas a oído alguno, para no sumarse a las 2.999 bellezas decapitadas. Ellos eran otra conjetura, pasto de naturales decepciones. Como todos, también estaban signados por certeros finales.
La grandeza de un navío solo es exacta frente a ti, y más aún en su desgracia.
Un día, Samir amaneció sin hálito; no empañaba el espejo, pero sí comentaba, pegada al vidrio, la más feliz de las sonrisas. Ese amanecer ansioso había sido saturado de alegría, abriendo el libro por donde se salía del curso lo que había acumulado en demasía su corazón.
Muhammad soltó la lágrima que no había llorado por la invidencia. A cántaro lloró de lunes a lunes lo que no había visto y lo que había mirado por intermedio de Samir. Y allí mismo, también fue encontrado el fatídico día siete, empozado en la tristeza, deshidratado de dolor. Había perdido sus otros ojos y Samir le hacía mucho más que falta. Ya lo había dicho, cuando alguna vez le preguntaron, cómo habían logrado ser más que hermanos.
Tocándose el lugar exacto donde estaba ubicado su corazón, dijo: «Aquí éramos iguales». Supongo que deletrearía: «Caminaba el mundo yo por él. Y él, para mí, veía el universo y los colores con sus ojos, narrándome el arcoíris cuando era posible, o cómo caía el sol por las tardes sin agarrarse de sus alas».
No era más y era demasiado, devenido en una inteligencia ética y afectiva, que lo cerebral envidia destruir.
Para bien, el abismo en profundidad sensible también somos nosotros. Ellos, en cada noche, se llenaban de ansiedad al renombrar la espera hermosa del amanecer, disponible a la común desnudez de los sentidos. Somos seres del camino. La poesía es una huella, atada a los sentidos, a la cual solo pueden traducir las palabras en conspiración con el corazón.
Nada como ser útil.
Habana, 7 de abril de 2023.
Carlos Angulo
*Vêneto, F. (2021, 12 de octubre). El cristiano paralítico y el musulmán ciego: la imagen de una amistad mayor que la muerte. Aleteia. https://es.aleteia.org/2021/10/12/el-cristiano-paralitico-y-el-musulman-ciego-la-imagen-de-una-amistad-mayor-que-la-muerte/