Es la hora de Orfeo, que pueda mirar atrás libremente a su amada sin tortura; que el camarón duerma sin que se lo lleve la corriente; que Sísifo coloque la piedra en la cima de la montaña y nos diga qué hay del otro lado; que paguen los Judas la última cena; que Troya no arda más por un pobre amor; que la palabra sea un documento; que valga más camino por conocer que vereda conocida; que el reposo del guerrero en el combate no sea valorado por la burocracia del Seguro Social; que no le pongan multa a la flecha de Cupido; que Europa devuelva el oro al Sur que aún existe; que Roma no incendie otra vez las pruebas; que el Papa no se haga el pendejo; que el cardenal cante en si menor; que el cura no se lleve más ovejas; que Prometeo devuelva otra vez el fuego al pueblo, y lo prometido no sea deuda, sino convicción.
Es la hora de que el mejor postor no compre más mierda y el impostor no sea tan descarado; que el partido no esté partido; que la camisa de Bolívar aparezca para que no haya más descamisados en estas tierras de Dios, de la iglesia y los terratenientes; que el aguantador sea capturado y aguante; que a la voz del pueblo le den volumen porque ya en nada nos importa en qué vuelta se echa el perro ni cuándo el pez bebe agua; que la carrera del cabello aparezca en el GPS; que el canto del gallo no sea tan temprano ni su amor sea tan rápido; que el agua no transcurra por un instante para bañarnos dos veces en el mismo río que da la vuelta; que devuelvan también la risa de la vaca; que muera quien mató a la gallina de los huevos de oro; ni diente por diente, ni talón de Aquiles, ni en casa de herrero, cuchillo de palo; porque el que está dentro de este país es el que siente; porque el cargador de la maleta es el que sabe cuánto pesa.
Que nadie se caiga a mentira, porque a nadie le quitan lo bailao; que no es un cuento chino; que Dios no nos agarre para nada y menos confesados; porque no pagaremos otra vez el recibo de la luz de tu mirada; porque no cargaremos ni a coñazos otra cruz, ni nos calaremos más los Judas, ni los pretones, ni culebras, ni diezmos, ni a César, ni las indecisiones de Pilatos.
Que no nos pinten más pajaritos en el aire, ni preñaos, ni que el reino está en otro mundo, ni publicidad política fraudulenta, ni medios de comunicación sin radio bemba, porque de nada le sirvió a Hitler el mundial de propaganda, a Grecia la sabiduría dominante y las guerras ganadas para llegar igual al caos más ignorante, ni a la URSS tomar el camino más largo para llegar al capitalismo.
Porque tenemos mucho que perder. Porque no hay otro reloj para este tiempo. Porque ha llegado la hora: la del sol y la luna, la de la sombra y el latido, la de la arena, la de la intuición y el déjà vu. La hora del juicio final a todos los quebrantos, a todos los dolores, a la impotencia, a la desidia, a la burla histórica, a la impune emboscada en Berruecos y a la ensordecedora bala que el 10 de enero de 1860 derribó el cuerpo del general de hombres libres.
En nombre de los que pintaron con sangre el color de las banderas, los que no vacilaron en heredar el coraje y el brillo de su gloria para avivar la fortaleza de la lucha en las nuevas generaciones, hasta develar al final la cara hermosa de la patria, en lo más ascendente del camino de lo que enunciaron como el bello rostro de vivir por lo justo.
Y honrar a todos los que nunca araron vanamente en el mar, al ser de las dificultades, al que abandonó tranquilidad, nobleza y fortuna y todos los prestigios, el de los sacrificios más terribles, al infatigable de las luces y la moral, del jabón y de las velas al decir del maestro, al delirante de la palabra altitud, al enfático, al de la sed insaciable de la libertad, al de los molinos de viento de América, al que dejó en lágrimas a los generales más valerosos en los ventisqueros con su ida eventual, al que la fortuna no tentó ni la desgracia doblegó, al que enamorado del amor murió solo de su presencia, como el último poeta; al filósofo de los desesperados, quien alegró al mundo con su pasión ilimitada, desinterés y desprendimiento con la gloria del bien, demostrando cómo se ejecuta lo imposible; quien sin corona siempre estuvo a la altura de la guerra a muerte, por encima de las conspiraciones y la traición.
Y honrar el símbolo y la lírica, como la poesía sobre la nieve, al que soñaba en los esteros y emancipaba antes en los sueños, al perseverante de las resoluciones, al que vio luz en la oscuridad dejando una estela de señales en la senda que abrían los astros, quien colocó ejércitos en los desiertos y batallas de justicia y belleza en los hielos de la intemperie, convencido de fundar el origen de las naciones más deslumbrantes con los materiales humanos de los descamisados y de los siglos.
Honrar al que dejó impresa, sin vacilar, sin dudas, sin pesimismo, la más excelsa forma de culminar los días de la vida. Y dejar viva todavía, eterna e inconclusa, su más genuina ilusión, que quedó en Panamá, y que continúa como espada iluminada por el contacto de su incansable portento avizor, recorriendo el espíritu de los caminos del Sur. Bajando y dejando su última propuesta unitaria, a cambio de la paz, con él en los sepulcros.
Nos toca borrar entonces con la victoria de lo justo, la ignominia y la inclemencia en toda la piel mancillada de la tierra y, para siempre, aquellas palabras que retumban en el helado invierno de los desolados como frío dorsal: «¡Vámonos, muchachos, porque esta gente no nos quiere!»*.
Es ahora o ahora.
Carlos Angulo
*Simón Bolívar.