Diciembre era como si se suspendiese todos los rictus fronterizos. Se abriesen puertas, cayesen cercados, los escenarios sin sus telones. Expectantes los caminos del sur que nos llamaban.
Los papagayos anunciando la novedad sobre los techos. Era descubrir las hojas cayéndose y casas como pesebres, compasivamente amorosas. Rehíamos calles y tomábamos los rumbos, cruzando patios como sabanas, quebradones secos e hileritos con apenas saltones y sardinas.
Trabajos como alegrías: la vaca sarda que no viene al ordeño, paja fresca para los becerros, la carretilla en las majadas, el malojo aún verde, esplendorosos los conucos con sus ahuyamas, miel, lechosas, hojas de plátano o frijoles.
Los rastrojos sin dueños. Regresar curtidos con algún presente. Alguna flor. El cargamento de energías para ensillonar el burro e ir por agua, embarrar fisuras en el bahareque y encalar zonas embarradas; afincar pencas de cinc que parpadean en las noche, resplandecer los patios y enderezar las hélices del clamoroso molino.
Un universo rejuvenecido. El cielo como dibujo invitando a colorear y un rubor de felicidad en las muchachas.