Lea aquí el análisis del historiador Vladimir Acosta
19 DICIEMBRE, 2023
Como todos los años, venezolanos y venezolanas hemos conmemorado el pasado 17 de diciembre otro aniversario más de la muerte del Libertador Simón Bolívar, el más grande de nuestros Libertadores. Aunque se aprovecha esa ocasión luctuosa para recordar y celebrar su gloria, no deja de ser fecha triste, no tanto por ser en su caso la de la inevitable muerte que a todos nos espera, sino por el amargo contexto en que esta tiene lugar. Bolívar, que está gravemente enfermo, muere a la una de la tarde de ese 17 de diciembre de 1830 en Santa Marta, ciudad de la costa colombiana, rodeado solo por los pocos fieles amigos y camaradas que le quedan y por el también fiel médico que lo trata.
Rechazado por la oligarquía venezolana que es conservadora y por la mayor parte del pueblo colombiano, controlado por los liberales, que han intentado asesinarlo, Bolívar ha abandonado el legal poder autoritario que ejercía desde Bogotá, capital de la Colombia la Grande de entonces, porque se niega a gobernar en forma dictatorial apoyado solo por los conservadores, los militares y la Iglesia y porque siente que la independencia que con tanto esfuerzo colectivo fue lograda bajo su mando, va camino de pervertirse y fragmentarse bajo el poder de líderes ambiciosos y mezquinos. La amargura lo domina y sus últimas palabras así lo revelan: “He arado en el mar”, “La independencia es lo único hemos logrado a expensas de todo lo demás”, “Lo que hay que hacer en esta América es emigrar”. Bolívar, muerte y resurrección. Y pronto comienza a crecer su inmensa gloria.
También le toca a Sucre. Meses antes, el 4 de junio, Antonio José de Sucre, el glorioso vencedor de Ayacucho, es asesinado del modo más cobarde mientras atravesaba solo la espesa y poco habitada selva colombiana de Berruecos, ruta que escogió pese a su peligrosidad porque quería llegar pronto a Quito a ver a su esposa y esa era la ruta más corta. El cobarde asesinato fue preparado en detalle por sus ignorados enemigos, encabezados por el general José María Obando, usando para ello dos mercenarios y varios cómplices. Sucre era visto como seguro sucesor de Bolívar y había por ello que matarlo. Días antes del asesinato un periódico bogotano lo anunció en un titular: ¨Quizá Obando haga con Sucre lo que no logramos hacer con Bolívar”. Esos asesinos se decían patriotas y héroes de la patria. Y al parecer, Juan José Flores, a quien Bolívar consideraba amigo, estuvo implicado en la planificación del asesinato.
San Martin. El otro gran libertador de Sudamérica, José de San Martin, el sereno héroe libertador de Argentina y Chile y proclamador de la independencia del Perú, también fue dejado de lado, pero al menos sin violencia directa y de manera más discreta. En la disputa por Guayaquil entre Perú y Colombia en 1822, Bolívar llegó primero y Guayaquil fue incorporado a Colombia y no al Perú. Pero había una conspiración peruana contra San Martin, y venía de antes. Al regresar a Lima, descubre que los conspiradores oligarcas peruanos quieren destituirlo y han empezado por expulsar a su principal ministro, Monteagudo, y que el general Lamar, que presume de peruano, pero es ecuatoriano, quiere la Presidencia. Harto de intrigas, San Martin renuncia en forma irreversible al poder y se va a Buenos Aires, que siempre le ha mezquinado apoyo, solo para recoger a su pequeña hija Mercedes y marcharse con ella a Europa, donde permanece hasta su muerte, en 1850. Es el otro gran héroe de la Independencia al que la oligarquía criolla desplaza.
El cuarto de esos grandes líderes independentistas que es eliminado, aunque no en persona, es Artigas, defensor del federalismo y de los derechos de los pueblos. José Gervasio Artigas es el gran líder político y militar del futuro Uruguay, que todavía era llamado Banda oriental. La centralista Buenos Aires y el despótico Brasil imperial se le oponen, lo acosan, y lo derrotan en 1820, forzándolo a refugiarse en el Paraguay que gobierna el patriótico aislacionista doctor Rodríguez de Francia, que lo acepta como refugiado siempre y cuando no haga política ni cause problemas políticos al país. Y Artigas permanece entonces en Paraguay hasta su muerte en 1850.
Esto suscita una pregunta: ¿Por qué, aunque sea en pocos casos, a grandes líderes de la Independencia, que lucharon años por ella y que fueron sus principales dirigentes, se los maltrata, descarta, calumnia, o asesina en beneficio de las respectivas oligarquías criollas de esos nuevos países, o de mercenarios suyos, cuando el triunfo independentista se logra al fin o ya se acerca a la victoria?
La respuesta no es complicada. Es así porque los principales beneficiarios de esas heroicas guerras de Independencia en las que han ejercido liderazgo son justamente las respectivas oligarquías criollas, ricas, dueñas de tierras y esclavos, que aprovechan la victoria lograda con su participación para conquistar el pleno poder político del que carecían bajo el dominio colonial español. Pero para entender esto hay aquí que examinar la pirámide social/racial propia de esas entonces colonias españolas y revisar en cada una dos cosas que nos llevan a un tema clave que he planteado por décadas: la diferencia entre Independencia y Emancipación, que no son lo mismo, como se pretende. Independencia es el objetivo de la oligarquía criolla que dirige la lucha por lograrla, sacudiéndose el dominio español. Emancipación, que el pueblo, que no sabe escribir, no puede enunciar en planes escritos, es el programa que definen solo en forma oral esos nuestros pueblos. La oligarquía, que no puede triunfar sin su apoyo, les hace promesas emancipadoras para obtenerlo, pero cuando se logra la Independencia, se olvida de cumplir las principales de esas promesas sobre la emancipación, lo que hace que los pueblos sigan luchando por ella, por sus derechos y por su plena libertad.
La Independencia fue política y sobre todo militar, y apenas fue social, alborotando con promesas incumplidas el cuadro social de la colonia. Por eso las oligarquías criollas trataron de deshacerse de los libertadores, de sus proyectos grandiosos a menudo justos con el pueblo y de su permanencia en el poder. Y por supuesto, se encargaron también de someter a los pueblos, que reclamaban los cambios favorables que se les habían prometido.
Se logró la Independencia, sí, pero esta pronto fue mediatizada por la intervención de otras potencias coloniales, siendo Inglaterra la principal en el siglo XIX, pues luego, desde el inicio del siglo XX esa potencia neocolonialista hegemónica ha sido y lo sigue siendo hoy Estados Unidos, de modo que desde entonces hemos vivido dos siglos de lucha de los pueblos por conquistar sus derechos y con ellos lograr al fin juntas emancipación e independencia.
Desde entonces esa ha sido nuestra lucha y la de nuestros países. Y en ella seguimos unos tras otros sin descanso, pero olvidamos que si en Ayacucho en 1824 conquistamos nuestra Independencia de España fue porque luchamos todos juntos contra el Imperio español. Pero desde entonces no hemos estado más unidos, hemos luchado contra los Imperios que nos dominan, pero siempre solos o casi solos. Esto es, que luchamos cuando más en pequeños grupos. Y aunque en algunos casos hemos logrado triunfos, a la larga hemos salido derrotados. La razón es que no luchamos juntos ni definimos entre todos los objetivos de esa lucha. Y lo que ocurre es que cuando uno de nuestros países hermanos se rebela contra el colonialismo y enfrenta al Imperio, los otros países hermanos o se declaran neutros o se ubican del lado del Imperio. Y cuando en otra ocasión uno de los países hermanos que estuvieron antes al servicio del imperio se rebela, entonces el que antes se alzó en rebeldía, se cuadra ahora con el Imperio. Y los otros también lo hacen. ¿Cómo vamos a vencer así?
Ojalá el aniversario de Ayacucho en diciembre del año próximo -y serán ya dos siglos de esa gloriosa victoria-, nos despierte por fin como despertamos unidos en 1824, y nos anime. A ver qué pasa.