Delincuentes internacionales

Me llama la atención, a pesar de que entiendo de dónde viene el mal, que dos informaciones sobre venezolanos que delinquen —uno, «a la macha», y el otro, con procedimientos de «cuello blanco»— se traten en los medios y las redes de Venezuela de manera distinta.

En el caso de Yurwin Salazar-Maita, integrante del Tren de Aragua, que atrajo, junto a cuatro o seis compinches, a otro venezolano, de nombre José Luis Sánchez Valera, para robarlo y asesinarlo a sangre fría en Miami, redes y medios publicaron todo lo que se sabe de este caso, donde los asesinos pueden enfrentar desde prisión de por vida hasta pena de muerte.

En el caso del otro ciudadano venezolano —este por nacionalización, porque realmente es uruguayo—, todo se oculta. Casi nadie sabe quién es Carlos Gil y en qué país opera este banquero malandro que en Bolivia malpone nuestro gentilicio.

Pero vamos por partes, porque la historia de este delincuente es interesante debido a que es un saltador de talanqueras que dejaría atónita hasta a Yulimar, que de saltos sabe y mucho.

Hace décadas, nuestro país fue escenario de una pugna entre banqueros por el control del Banco de Venezuela, que era privado.

Uno de los bandos, el de «los apellidos», lo lideraba un uruguayo casado con la hija del presidente del banco, que trajo como refuerzo a Carlos Gil.

No olvidemos ese nombre.

Con el pasar del tiempo, el Banco de Venezuela fue saqueado y terminó en manos del gobierno —que no era el del comandante Chávez, ya que esto fue en el siglo pasado.

De los restos del saqueo emergió este Carlos Gil junto al hermano, y no solo tuvieron un banco que fue capitalizado por el segundo gobierno del presidente Caldera, sino que, unido a ese capital, Gil terminó siendo un vocero importante de la Asociación Bancaria.

Desde allí intentó convencer a militares y civiles de que, aunque ganara la elección, no se le podría entregar la presidencia al comandante Chávez, quien, sin embargo, ganó.

Luego vino el golpe de Carmona y cuando militares y pueblo pedían el regreso de Hugo Chávez a Miraflores, hubo un episodio que sigue siendo objeto de especuladores y creadores de leyendas urbanas.

Se dijo que un avión con siglas estadounidenses había intentado raptar al Presidente, que aún estaba secuestrado en La Orchila.

Nadie averiguó, pero el avión con siglas yanquis era propiedad de Carlos Gil, que con ese gesto brincó la talanquera.

Luego los hermanos procedieron, ahora con el lustre de haber apoyado el regreso del Presidente con su avión. Se dedicaron a lo que sabían —quebrar bancos—, pero antes, al ganar Evo Morales en Bolivia, se marcharon a «apoyar ese gobierno».

El cuento es largo, pero en Bolivia cada vez que en la televisión alguien acusa a ladrones de operar a la libre en ese país, aflora el nombre de Carlos Gil, como venezolano y hasta caraqueño.

Allí adquirió, mediante malas artes y sobornos, durante el gobiernito de la «Presidenta», que ahora está presa —y apoyado por el interinato que hasta nombró «embajadora» en ese país—, dos ferrocarriles, a pesar de que Evo Morales los nacionalizó todos.

Y para recalcar en la TV boliviana que ese ladrón no es de ellos, siempre recuerdan que Carlos Gil es «venezolano».

Yo protesto.

No solo porque en Venezuela medios y redes publicaron hasta la saciedad la captura por la policía de Miami de Yurwin Salazar Maite —mientras que silencian el nombre de Carlos Gil—, sino porque tanto legisladores locales como el embajador venezolano en Bolivia deben actuar, en mi opinión.

La Asamblea Nacional debería iniciar el procedimiento para quitarle la nacionalidad a quien tan mal nos pone, mientras que el embajador podría ir a los medios bolivianos a explicar que nosotros no queremos que este hampón de cuello blanco nos malponga sobre la base de sus inmensos robos.

No creo que sea mucho pedir, como tampoco que el sinvergüenza Vecchio —a quien Dinorah Figuera dejó como «embajador» del presunto interinato en EE. UU.— atienda en lo que se pueda a Yurwin, que evidentemente es un delincuente, pero igual la ley le concede «el debido proceso».

Domingo Alberto Rangel