27 FEBRERO, 2024
Si algo nos muestra con la mayor claridad la Historia es que todos los Imperios terminan siempre de la misma forma o de formas muy parecidas. Siempre terminan en crisis, en derrumbe, divididos, o en la ruina. Y por lo general en medio del ridículo. Una rápida mirada será suficiente para recordar ese ridículo e inevitable fin que les espera. El inmenso Imperio de Alejandro lo destruyeron sus sucesores volviéndolo pedazos para repartírselos entre ellos. El gran Imperio romano, el mayor de la Historia antigua occidental, después de alcanzar sus cumbres, manchadas todas de inevitables luchas y crímenes, se dividió en dos mitades, y mientras la oriental, la Bizantina, duraba unos siglos más, la occidental, la Romana, empezó pronto a derrumbarse, llegando al punto de que, atacada e invadida con frecuencia por pueblos invasores, y ya hundida en su creciente e irremediable decadencia, el usurpador que fue padre del último emperador, un niño carente de todo poder real y al que nadie respetaba, intentó hacerlo llamar Rómulo Augusto para recoger juntos en, su doble nombre, el del fundador de Roma y el del creador del Imperio. Pero el ridículo fue tan grande que el efímero emperadorcito pasó pronto a la Historia con el caricaturesco nombre de Rómulo Augústulo. Y Roma cayó en poder de sucesivos pueblos invasores.
En la plenitud de la Edad media europea, el grande y poderoso Imperio de Carlomagno, terminó disolviéndose en cosa de tres o cuatro generaciones en nuevos y ambiciosos reinos, o en varios pequeños territorios feudales, aún más ambiciosos.
El enorme y moderno Imperio español, que alcanza su apogeo en el siglo XVI, siglo de Carlos V y de Felipe II, y que es el gigantesco dueño de más de la mitad de Europa y de casi toda la recién descubierta y colonizada América, queda ya afectado por el costoso derroche que fueron las grandes guerras del primero y por la derrota de la Armada invencible de la que fue víctima el segundo. Y entre altibajos que vive en los siglos siguientes, en los que son más los bajos que los altos, ese Imperio perdura. Pero lo hace en medio de una creciente decadencia en la que pierde más territorios europeos y en la que luego pierde también a América al ser vencido en batalla en 1824, en Ayacucho, por la unión de casi todas sus colonias americanas, que venían luchando desde hacía dos décadas por su libertad. Y de ahí en adelante su destino es mera decadencia y crisis hasta su derrumbe final con el triunfo de la República en 1931.
El breve imperio holandés que vence a los españoles en el siglo XVII y ejerce su piratería ladrona en el Atlántico y el Caribe, es pronto derrotado por la ascendente Inglaterra, que es aún más grande, más pirata y más ladrona que ella. Y así Inglaterra, que también vence luego a Francia, pasa desde el siglo XVIII a ser la primera potencia imperial del mundo occidental. Esa soberbia Inglaterra capitaliza en la primera mitad del siglo XIX, la derrota del Imperio napoleónico lograda por los rusos, y en el resto de ese mismo siglo llega a ser el primero y más poderoso Imperio mundial que domina en buena parte del planeta. Pero su decadencia empieza pronto y es el poder ascendente de Estados Unidos, su antigua colonia, el que la va desplazando hasta terminar por convertirla después de la Segunda guerra mundial en servil apéndice suyo. Esa es la Gran Bretaña decadente y podrida que sigue pirateando y robando hoy a los más débiles mientras hace alarde del poder que antes tuvo, como si aún lo tuviera, y tratando de no ver que ya no es más que un centro especulativo de ladrones y de tramposos juegos financieros, gordo y pesado apéndice servil de Estados Unidos, al que obedece en todo luego de haber sido por siglos su metrópoli.
Y hoy, al propio Estados Unidos, que en medio de su soberbia e infinita arrogancia se cree todavía el definitivo dueño del mundo, nuevo Israel y favorito eterno de la Providencia, llamado por esta a hacer cumplir su proclamado Destino Manifiesto que lo lleva a dominar al mundo entero, a ese mismo Estados Unidos, lo vemos también empezando a soportar a diario su inevitable derrumbe, que se acelera sin cese, porque el mundo que antes le temía ya está dejando de temerle y porque todas sus víctimas de décadas y siglos se rebelan una tras otra contra su dominio humillante y saqueador; de modo que su crisis, que ya no puede ocultar, resulta definitivamente irreversible. Pero es que hay más, bastante más. Porque lo que también nos revela esa misma Historia que hoy Occidente quiere ocultar y negar porque reconocerla lo pone en evidencia, es que esos Imperios perecederos que se creen eternos e infinitos (el nazi que debía durar mil años, solo duró trece y el pseudo democrático que es Estados Unidos empieza ya a desmoronarse) no es sólo que los Imperios no son eternos sino también que los emperadores sus líderes son los últimos en enterarse que de que ese su mundo autoritario de dominio personal que se hace pasar por democrático les está cayendo encima a grandes trozos y de que en medio de su decadencia política, militar y tecnológica, lo que los consume día tras día es el ridículo cada vez más grotesco y miserable que muestran ante el mundo.
Y a propósito de eso, de esa ceguera que los lleva al ridículo y a cometer crímenes infames y grotescos, quiero recordar también que, desde la Antigüedad remota, la de los más viejos Imperios, sus pueblos comprendieron ese proceso que llevaba a los Imperios a su fin mientras los emperadores creían a ciegas que éstos eran para siempre. Y las diversas culturas populares antiguas desarrollaron el tema del hombre salvaje que en su fingida ignorancia se burlaba de esa infinitud. En pocas palabras, el hombre salvaje definido desde el poder, era el hombre que en apariencia no había superado a plenitud la etapa del salvajismo o que, por razones muy diversas, ya fuesen estas sociales o personales, había vuelto a caer en ella. Eso, además de que lo llevaba incluso a que en él los rasgos animales predominaran sobre los humanos, lo hacía también habitar en los bosques, a andar como un simio y a vivir desnudo, comiendo con las manos, y a cubrirse todo de vello grueso y de bestial pelambre.
Y eso a su vez lo convertía en objeto de burlas para los poderes imperiales y para sus miembros y súbditos. El cristianismo, por su rígido carácter religioso, reforzó esa visión y se llegó a popularizar en la Edad media una caricatura del hombre salvaje, peludo y animalizado, que comía con las manos y convivía con los animales, porque en su escasa capacidad racional, a diferencia del hombre civilizado que se entristecía con la lluvia y se alegraba con la salida del sol, el hombre salvaje lloraba con la salida del sol y se alegraba en cambio con la llegada de la lluvia. Y lo paradójico aquí es que el hombre salvaje, estrechamente relacionado con la profunda e innata sabiduría de los animales, sabía que después del sol venía la lluvia y que después de ésta volvía el sol. Y eso revelaba, como lo había mostrado el sabio Merlín, que el llamado hombre salvaje era más sabio que el hombre civilizado, porque este creía que su dominio era eterno e inmodificable mientras que el despreciado hombre salvaje sabía que las cosas cambiaban, que tras el sol venía la lluvia y tras la lluvia volvía el sol, que los imperios se derrumbaban y que los pueblos eran capaces de construir otros reinos o imperios que también serían perecederos y no eternos como creían en cambio los poderes dominantes. Es eso lo que mucho antes, ya en la vieja Biblia hebrea, hace José, el hijo de Jacob, que no es hombre salvaje sino un simple pero inteligente miembro de un pueblo que no es rico como era entonces el egipcio faraónico. Y José le dice al faraón que pronto, tras las para entonces presentes vacas gordas, expresión de abundancia, vendrán siete vacas flacas, es decir, llegaría la hambruna, y que había que acumular abundante alimento para evitarla. Y es esto lo que, gracias a la sabiduría del sabio José, hace el inteligente faraón.
En fín, que ya sea con la ciencia de la historia o con la sabiduría del hombre salvaje, hoy sabemos que pese a su soberbia y arrogancia los poderes imperiales se derrumban mientras que los pueblos que luchan contra ellos a la larga prevalecen.
Hasta aquí este largo, pero necesario artículo, que creo que nos ayuda a comprender y a enfrentar con decisión el terrible presente que tenemos delante. En su continuación o segunda parte la próxima semana, veremos algunos de los más monstruosos y actuales ejemplos de la decadencia imparable y criminal del podrido Imperio estadounidense y de su alter ego que es el genocida estado de Israel y de la respuesta que los pueblos, incluyendo a los más débiles, le están dando a sus amenazas y a sus violentas agresiones.