Por: Eligio Damas | Miércoles, 13/03/2024
Nota: Capítulo de mi novela titulada «Cuando quisimos asaltar el cielo», aún sin publicar.
Llevaban largo rato que sólo se movían acompasadamente por el agitar del vehículo que marchaba lentamente por aquella generalmente empinada carretera friolenta. De pronto la muchacha volvió a moverse lentamente como con sensualidad y ánimo de invitarle a estrecharle mucho más. Por eso se atrevió a colocar su brazo derecho de manera que la chica apoyase en éste su cabeza, cosa que ella hizo de inmediato. Entonces la atrajo más hasta casi fundirla en su cuerpo caliente. La muchacha le dejó hacer y hasta hizo un ligero movimiento como si fuese a levantarse para acercarse mucho más, tanto que parte de su cuerpo quedó montado sobre su compañero. Este aprovechó para estrecharla más. Ella quedó inmóvil, como entregada y apenas se le sentía una respiración pausada.
Volvió sobre sus cavilaciones:
-«¿Qué pasará ahora con Morgado? Aquel «indio» era muy quisquilloso y «reclamón». Trabaja con entrega, con prontitud y lujo de detalles, pero hacía reclamos que no eran habituales entre nuestra gente y dadas las circunstancias difíciles que vivíamos, aunadas a lo de por sí incómodo de la vida clandestina. En veces me hacía creer que era su patrón y no su compañero de una lucha que envolvía intereses comunes a él y a mí. Por lo mismo, albergaba la sospecha que veía al partido, no como era, sino cual fuese una empresa».
-«Pero cuando aquel compañero muy respetable, al cual casi venerábamos por su historial, le puso en contacto conmigo, se prodigó en elogios; como quien desgrana una mazorca, fue arrancando una a una sus virtudes y entre ellas capacidad de entrega, honestidad y consecuencia. Era un cuadro hecho, salido de la clase obrera, decía aquel veterano dirigente. Decir eso, entre nosotros, era como una carta de presentación demasiado atractiva, digna de admiración, le tomábamos casi como un fetiche, al cual hasta le atribuíamos muchos dones, hasta el de acceder al saber por ósmosis.»
-«Es un diamante en bruto el que te entrego. Te encargarás de darle pulitura».
-«Con esa, como estudiada retórica, terminó la presentación que hizo del «indio» Morgado el admirado compañero y dirigente.»
Bueno, se dijo para sí, mientras inhalaba hondo la exhalación de su acompañante, «esperemos llegar allá a San Cristóbal para saber de qué se trata.»
Recordó cuando «Los Aguiluchos», jóvenes militantes del Partido Comunista Venezolano, se llevaron, no hace mucho aquel avión de «Avensa», quienes no pudiendo obtener autorización para aterrizar en las islas vecinas, estuvieron por horas volando el espacio aéreo venezolano.
Rememoró aquello por lo que tuvo que ver con él. Había salido de Maiquetía con destino a Carúpano, portando una importante encomienda. Debía entregarla a su contacto y salir de inmediato hacía Cumaná u otro destino. Llevaba un maletín de cuero, color marrón. Dentro de éste la encomienda y encima, de manera que podía verse sin dificultad al abrir el cierre, cierta cantidad de propaganda política clandestina. Un garrafal y hasta infantil error de quien llevaba cierto tiempo viviendo en aquellos avatares.
Por supuesto, sabía bien lo que transportaba. Estando en conocimiento de algunos detalles y elementos gruesos de lo que el partido hacía, había concluido que lo que debía entregar en Carúpano estaba destinado a algo por lo menos especial. Esa ciudad estaba muy alejada del área donde operaban asentados los focos guerrilleros y entonces, aquella «encomienda,» de cierta envergadura, no era para éstos. Se trataba de otra cosa desconocida para él. Por supuesto, como se acostumbra en esos casos, no hizo preguntas. No debía saber si no lo indispensable para cumplir su cometido. En circunstancias como las que estaba envuelto sólo se debía saber lo indispensable. Es una regla de oro en la lucha política clandestina. Mientras más sabe un individuo militante más peligra su vida y la organización toda.
El vuelo había transcurrido con absoluta calma. Tanto que hasta los bruscos descensos del avión dentro del trayecto que cubría, no se habían producido con la frecuencia habitual. Sólo había sentido, como siempre que hacía esos viajes, el retumbar de los oídos.
Aquel plan de vuelo preveía escala en Cumaná, a unos cincuenta minutos. Miró el reloj y pensó que ya estaban por aterrizar. De repente, por el parlante interno de la nave, el capitán informó que por órdenes de las autoridades aeronáuticas, debía dejar sin efecto el aterrizaje previsto y dirigirse ligeramente al norte, con destino al aeropuerto de la ciudad de Porlamar, en la isla de Margarita.
El cambio de planes, según lo dicho por el capitán, no obedecía a una decisión suya por razones inherentes al tiempo, condiciones del avión sino «por órdenes oficiales».
Por primera vez desde la salida, intercambió palabras con quien ocupaba el asiento a su lado.
¿Qué pasará? Preguntaron ambos al mismo tiempo. Pregunta inútil; sin respuesta entre los interlocutores.
Reaccionó con la seguridad que estaba sucediendo algo inusual. En las circunstancias políticas que caracterizaban al país, los hechos cotidianos, las frecuentes acciones «militares», tanto en el frente rural como el urbano, no era extraño, ni fuera de lógica, pensar que algo de aquello estaba sucediendo, que obligaba a la medida anunciada por el piloto de la nave.
Apretó fuertemente contra su cuerpo, no sin discreción, el maletín que portaba. Leves gotas de sudor comenzaron a deslizarse por su frente y sienes. Pensó que, de alguna manera, aquello tenía que ver con su «equipaje». Mecánicamente, pues estaba entrenado y adiestrado para aquellos menesteres, comenzó a prepararse para cualquier circunstancia. Había que prever cómo deshacerse de la «encomienda» sin que nadie a bordo se percatase, por lo menos antes que pudiese tener tiempo de escapar. Aprovechó que su vecino, distraído miraba por la ventanilla, para bajar el maletín, colocarlo a sus pies y empujarle suavemente debajo del asiento. Allí le dejaría hasta que notase que no había motivos para preocuparse.
Lo que portaba era valioso, pero más aquello a lo que parecía destinado. Sabía que debía hacer todo lo posible por preservarlo, pero también qué, de caer preso, de todos modos se perdería y hasta su vida estaría en juego.
Luchaba para no angustiarse y sobre todo que su estado de ánimo no se mostrase afuera, no le dijese nada a aquél que llevaba cincuenta minutos a su lado, mientras se habían ignorado mutuamente. Pero el sudor parecía querer aumentar y decir a todo el pasaje y a las aeromozas:
«Este se está asustando y haciendo que emerja de dónde estaba placenteramente, provocándome un movimiento incómodo como todo cambio; estaba placentero y no deseaba otra cosa que mantenerme así; ahora no sé qué será de mí y de quienes me siguen.»
Escuchaba la voz de la torrentera que había comenzado a deslizarse desde la frente, luego por las sienes, se represaba en las cejas y permeando entre ellas, se deslizaba hacia los ojos que se cerraban por la picazón y continuaba hacia las mejillas.
En los pies sintió el sudor; en el vientre, la espalda y la ropa que se empapaba. El pecho pareció sentirlo hincharse como si fuera un balón al que le insuflan aire; y desde el estómago sentía el subir de éste con fuerza, mientras la garganta se cerraba como un nudo.
Esta vez habló la aeromoza y anunció:
«Señores pasajeros, coloquen los asientos en forma vertical; ajústense los cinturones que pronto aterrizaremos en el aeropuerto de Porlamar. Los pasajeros con destino a Cumaná, deberán bajar. Un vuelo ya previsto les llevará a su destino. Los demás manténganse en sus asientos que en breve despegaremos hacia Carúpano para lo que ya nos ha autorizado Aeronáutica Civil.»
El aviso le tranquilizó, el sudor comenzó a retroceder y su pecho como a «espichársele».