Lo siento Borges, la eternidad también cansa (I)

 La historia es, si acaso, un breve sueño de la eternidad que con la muerte de los hombres se hunde cada vez más en otro sueño, agotando en lo improbable la posibilidad cierta de comprender su continuum.

Por ello, cuando un genio muere, crece la ignorancia al respecto y una nueva sombra se adhiere a la oscuridad que nos precede y nos pierde.

Borges dio sus ojos y la vida por la inmortalidad. La presión del tiempo lo desdobló a causa de una persecución infatigable. Una paranoia: la de la muerte y la de la inmortalidad.

Buscó el futuro en la Antigüedad y viceversa. En la historia, encontró lo que no fue. Por medio de una ficción sustentada en la filosofía, logró lo que siempre quiso: un mundo novedoso, definir con claridad la ausencia de finales, de principios y de sentencias. Ser atemporal.

Como su sombra, grandes terrores le acompañaron siempre: «No sé por qué en las tardes me acompaña / ese asesino que no he visto nunca». Constantes obsesiones lo habitaron: la esfinge, las escaleras, los tigres, las rejas, el iris, la lluvia y los espejos, y la soledad que va dejando el tiempo. Espejos, testigos ciertos de otras realidades, pero condenados a callar con un silencio del tamaño de Dios.

Lo que la mente subrepticiamente le instaló en la conciencia para acosarlo, la mente misma lo salvó por otro laberinto: la ficción salida de las fuentes de una filosofía del recuerdo, y otra, extraída de ninguna parte.

De los griegos, en un principio, lo dionisíaco, lo impulsivo y desbordante, el asumir el vistobueno a la vida y a la eternidad; no obstante, todos sus dolores.

De Heráclito —quien, por justificar la soledad inevitable a las cosas, mal despreciaba a la multitud—, trasluce la melancolía. El oscuro, lo nombraron. De él, precisa el oráculo, ni manifiesta ni oculta. Todo lo deja a sus símbolos. Similar Borges, en otra hora y otro espacio, desanda en otro Heráclito. Sobre todo, en aquel, el griego del río y el de los que velan tienen un mundo común, pero los que duermen se vuelven cada uno a su mundo particular. Una vigilia hacia dentro en Borges o una neblina que lo sume en otro sueño. El eterno regreso, el retorno al comienzo, el perenne continuar.

De nuevo los grandes dolores y la escasa alegría volverán, cuando no haya más inconmensurables y se hayan agotado todas las ecuaciones del infinito en lo interno de las cosas y en las últimas probabilidades de sus combinaciones.

Después de todo, el tiempo. Único Dios inmutable. Habrá lugar entonces para esperar y querer —por demás, inevitablemente— a la vida una vez más.

De Heidegger, la muerte: nadie puede quitar su morir a otro. La inconclusa vida. Porque dejar de ser no es un testimonio irrebatible cuando quien ya no es ha pasado al mayor de los silencios. Inconclusa porque en vida únicamente se puede decir todavía no es la muerte. Porque desde la muerte, como un testigo falso, nada es creíble, como nadie podrá decir vivo que está muerto o viceversa.

De Kant, hacemos algo con el caos de sensaciones: ordenar lo prioritario en el espacio y el tiempo. El momento y el lugar nos separa de lo real de las cosas. La existencia se vuelve subjetiva. O está en otra parte, diría Breton.

Toma justo a tiempo del día la claridad. La otra media vida, sobredeterminada por el desgaste de sus ojos y de los años, la sacó de su nocturno corazón, al ser noche y mil más desde entonces.

Él, que no se sabía del tamaño de las más grandes obras que escribió, veía la eternidad como una suplencia de Dios. Un ser a veces supremo, a veces falible, que, al igual que en el Aleph, curioseaba la intimidad de una ausencia como por el ojo de una cerradura, o el universo como por la herida de una galaxia.

Así también poseía su obra, como un hombre que busca una mujer imposible, mirando el mundo cual si fuera un carrusel que pasa y no lleva lo que uno ama. Anhelante y evocativo, desde uno de sus patios ha mirado las antiguas estrellas. Buscando, casi a escondidas, entre la oscuridad. Encontrar, en otros imposibles, giros de un viaje de regreso que lo saque de la ausencia, del ocaso y del nocturno.

«(…) sé que en la eternidad perdura y arde / lo mucho y lo preciso que he perdido: / esa fragua, esa luna y esa tarde».

A su pesar, luego de ser tanto y seguir siendo otro, no pudo nunca recuperar lo ya perdido ni tampoco ser aquel dichoso, en cuyos brazos y por amor desfallecía Matilde Urbach.

Su urdimbre y su afín de olvido y no olvido lo llevó a cambiar su soledad por una soledad mayor, la del tiempo, la de la muerte y la del infinito.

Carlos Angulo