“Las fábulas de Roger Capella” 

por Federico Ruiz Tirado

La noche comenzaba tranquila y Roger leía unos trabajos sobre Chile. Para ese momento se podía predecir que las dificultades de Allende, el encrespamiento de las masas, los cacerolazos de una clase media eufórica que bailaba al son de la «hora loca», inducida por el plan de derrocamiento de Allende trazado por la CIA, la  posición del Partido Comunista, del MIR y los argumentos de Allende, prefiguraban un desenlace que la oposición social cristiana y fascista abonaba en los medios para acompañar el golpe.

La gritería de un grupo de gente levantó de la silla al médico de Canoabo. «Me asomé a la ventana y vi que venía el gentío a la Medicatura, arrastrando un saco y gritando: “¡Médico, médico, médico!».

Roger salió a recibirlos a la puerta de la Medicatura y les preguntó a qué se debía tanta gritazón.  Casi al unísono, y con cara de sorpresa, aunque unos tenían semblante de temor y hasta de suspicacia, respondieron: “Un  misterio, médico, una vaina rara, médico, mire esto, médico”, al momento que vaciaban el contenido del saco.

Al principio me causó sorpresa, pero con un poco de detenimiento parecía claramente lo que les dije: “Esto es el aborto de una pobre burrita, vamos a examinarla”, les respondió Roger tartamudeando y con los cachetes colorados y su aliento a tabaco en rama.

“¿Así de feo?”,  preguntó uno de los conjurados. Me le quedé viendo y en verdad una cierta malicia se adueñó  de mi cerebro, me agache, hice como si lo viera con más detenimiento y finalmente sentencié: “Esto es el aborto de una burrita”… “¿Pero que por qué es así?”, preguntó alguien con angustia.

“Bueno me parece que el padre de este feto es un humano”, dijo Roger sin estupor. “Sí, un hombre preñó esa burra, y bueno como ustedes ven, malparió la pobre: es un castigo de los cielos”, exclamó una vecina.

Tras un breve silencio se produjo una serie de acusaciones.

Sin excepción, todos eran practicantes del antiquísimo hábito de la animalofilia.

Desde luego que se sentían culpables. Más de uno pensó: “¿Será que es mío?”.

Ante tanta confusión les dije: “Creo que lo correcto es que le den sepultura como corresponde y, de paso, háganle un pequeño velorio”… “¿Usted cree?”, preguntó un joven con barba. «No me queda la menor duda», le dijo Roger.

Recogieron su bojote y se fueron con rumores inentendibles.

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A la noche siguiente, me llega mi compadre Jorge diciéndome: “¡Tronco ‘e vaina le echó usted a esos muchachos!”. “¿Cuáles?”, (haciéndome el pendejo). “No va a saber, a los que están enterrando el feto de la burra”.

“Pero, compadre, hagamos un poco de reflexión sobre lo bueno y lo malo, siempre es conveniente”, le dijo Roger al atribulado compadre.

“¿Pero usted está seguro que a esa burra la preñó un hombre?”.

“Ay, mi compadre, usted como que también coge burras y está en penitencia, ja jaja”… “No, Roger, cómo se le ocurre, yo soy un hombre serio y creo en los Diez Mandamientos. Pero vamos para que vea el velorio del animalito», lo convidó.

Roger se tomó un trago de coñac francés y desde el muro de la orilla del pueblo vio una gran cantidad de hombres rezando. “Dramático”, pensó. La escena era más dolorosa que el entierro del Conde de Orgás.

Así los burrófilos de Canoabo enterraron su pecado y Capella se entregó con devoción a sus pasantías rurales.