31/10/2024.- Como si no bastaran y no fueran lo suficientemente alarmantes, y si los hechos no estuvieran a la vista y aún humeantes en la memoria nacional las advertencias de Nicolás Maduro y Jorge Rodríguez, para citar a dos líderes fundamentales y movilizadores de la opinión y base chavista, en el sentido de un eventual desplazamiento del modelo concebido por Hugo Chávez como consecuencia de un nuevo zarpazo fascista, como ocurrió el 28-J o, más atrás, en las elecciones parlamentarias del 2015, el peligro equivalente al desdibujamiento del poder popular, en el entendido de que la Asamblea Nacional lo representa, y en definitiva sería el comienzo del fin del modelo chavista, la hecatombe y el regreso al poder político de quienes Hugo Chávez desplazó del mapa el 4 de febrero del 92 y luego, en el 99, cuando impulsó ese proceso extraordinario de reformas, ligado a la voluntad de las mayorías y cuya expresión monumental fue la Constituyente y el barrido de la Constitución del 61 por la vigente, la de 1999, que como lo señala el poeta Gustavo Pereira en el preámbulo, fue concebida, «con el fin supremo de refundar la República, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural, en un Estado de justicia, federal y descentralizado».
Si no bastaran, repito, esas y otras razones que le den sentido al apremiante desafío de la Revolución bolivariana, podríamos señalar otra razón: la ética. Pero no como la conciben los voceros «morales» que nos inducen a ser cumplidores y responsables con «mandatos» híbridos que se fraguan en las nebulosas oficinas de los «expertos» o «asesores» cuyos intereses son, o bien de clase, o bien meramente mercantiles (cosa que es un pleonasmo). Se trata de un principio ético, casi olvidado, confundido entre los invitados de la fiesta pública, camuflado para no ser descubierto.
Se trata de una razón ética esencialmente identificada con los principios del chavismo originario, en los valores fundacionales de este pueblo que se jugó la vida —y hasta hoy sigue jugándosela— en 1989, en el sabotaje petrolero del 2002 y en otros sucesos puestos en la escena para torcerle el brazo —hasta quebrarlo— a la revolución creada por Hugo Chávez.
Hoy nuevamente, y de algún modo acosados por crisis estructurales del capitalismo mundial y local, y por la cultura de la maquinaria, salta más a la vista el contenido deliberativo que debe privar entre los actores, entre los electores y los elegidos.
No me refiero a adornar esa cuasi costumbre voluntarista de votar para ganar, e incluso para perder, como sucedía infelizmente en la IV República, cuando la gente sufragaba durante menos de dos minutos en un cuartico oscuro, con la esperanza de que cualquiera que resultara «electo» lo hiciera mejor que el anterior (que Lusinchi fuera más capaz y cumpliera más que Luis Herrera). Como decía Alfredo Maneiro: esa especie de «fe» en la democracia que se ponía de manifiesto durante esos fugaces minutos y mientras se preparaba el sancocho y la Polar vendía sus cervecitas en las regiones pobres de las grandes ciudades para celebrar la victoria adeca o copeyana, porque era igual. Era un acto de fe en el modelo democrático representativo, sin duda encomiable, digno de elogio por sobre todas las cosas.
Se trataba de votar por CAP dos veces, por Caldera dos veces, por diputados que no se les veía el rostro, sino una tarjetica con un color representativo de un partido, por más grande o más minúsculo que fuera.
El carácter deliberativo al que me refiero es a la condición ética y afectiva que debe validar la relación entre quienes votan y el votado. Por ejemplo, ¿quién no recuerda a Ernesto Villegas dialogando y escuchando dentro de la casa mientras tomábamos el café de la mañana en la TV? Yo no salía a la calle sin la brújula que me brindaba su programa para pensar y armar el crucigrama. ¿Quién no recuerda sus diálogos interpelativos a propios y extraños?
Estoy seguro de que Villegas, quien fue candidato a la AN por Catia, La Pastora y el Junquito, y cuya trayectoria lo definía —y define— como un sujeto que ejerce la sintonía entre el hablar y el escuchar, sabía que ser diputado lo comprometía con el valor intrínseco existente con los intereses de las comunas y sus electores, que se confrontan territorialmente con los intereses de la derecha.
A quien no se le ha ocurrido pensar que las chicharroneras del Junquito, en su clima frío, su cercanía con la montaña y con el mar, que no deja de ser codiciado por la derecha para convertirlo en un «paraíso turístico» explotado con fines lucrativos por propietarios exógenos, racistas y ecocidas, como sucedió alguna vez con el archipiélago Los Roques. No es que sea necesariamente defensor del pueblo, sino que un diputado va a legislar como un proceso de síntesis con sus electores de clase.
Hasta hace poco hablábamos de Catia (una ciudad dentro de la capital, ignorada por Caracas), que pasó de ser una zona de tolerancia, antes del siglo pasado, a una especie de antro invisible donde los ricachones de Caracas buscaban mano de obra barata.
Un parlamentario que surja de un territorio como Catia tiene el objetivo de reafirmar el sueño de Chávez: la dignificación del hábitat de sus trabajadores y su gente, llevar consigo a la AN el patrimonio existencial, cultural y extraordinario de Aquiles Nazoa, de Jacinto Convit, de Alfredo Maneiro, que son como adargas para la defensa de los avasallantes ataques de una derecha sin patria, sin sentido histórico.
Esta razón deliberativa que debemos agregar a la agenda de los diputados puede ser también aplicada a los candidatos a gobernadores.
Por ejemplo, en los estados indígenas y mayoritariamente campesinos y peninsulares, la voluntad y ánimo conservacionista debe ser la plataforma de diálogo con los pobladores que van a representar. No se trata de una condición de autoridad, sino de empatía y exponente de sus intereses específicos.
Valga, pues, el anuncio de Jorge Rodríguez a los legisladores actuales: que salgan al encuentro de sus iguales y apaguen los aires acondicionados de sus herméticas oficinas.
Federico Ruiz Tirado